lunes, 22 de junio de 2020

Cuaderno de Travesía (II y final)



Una multitud desesperada, triste, fatigada y con incertidumbre, aguardaba presuntamente a ser llamada, humillada y conminada a montar, cuando había espacio disponible, en uno de los ómnibus que irregularmente llegaban al lugar procedentes de Santiago de Cuba u otros puntos de la región oriental del país, en su trayecto hacia La Habana. El sol de mayo quemaba, expuestos como estábamos a la resolana. Aunque había algunos espacios sombreados, se nos prohibía pisar el césped, obligándonos a permanecer al sol, aún a mediodía.

De vez en cuando “daban” -en realidad debíamos de pagar por ellas en efectivo, pero en el lenguaje revolucionario el verbo “dar” constituye un axioma- unas raciones de arroz cocido sin sal, ni gusto a nada remotamente bueno, que nos servían en unas cajas de cartón cuyo olor se impregnaba al arroz. Bebíamos -también pagando por ellas- las raciones de un agua soleada que más parecía un caldo espeso, cuando la oficialidad determinaba que se nos debía “despachar” o “darnos” el agua.

A pocos metros había una fuente de agua helada, vedada para nosotros. El intento de beber de ella le había costado patadas y culatazos a un jovencito flacucho y desnalgado, de pómulos prominentes en la cara desdentada, apodado Chucho. Al noveno día de estar allí, fui llamado por los altoparlantes. Ningún autobús había arribado, de manera que no me llamaban para autorizarme a partir. Se trataba de un ajuste de cuentas para decirlo en sus propias palabras, que un oficial recién llegado al lugar exigía. Este oficial -un verdadero animal con ropa, con perdón de cualquier animal vestido- había sido, en Vertientes y Camagüey, figurón de proa del Ministerio de Cultura.

Con la preparación de un analfabeto funcional, lo habían colocado en esos puestos, atendiendo a su condición de oficial de la contrainteligencia. Lo había conocido cuando, siendo un joven escritor, había pertenecido a los talleres literarios primero, y luego, antes de ser separado de esta organización, a la Brigada Hermanos Saíz, de jóvenes escritores y artistas cubanos, de la que fugazmente fui miembro sin haberlo solicitado, y con la misma fugacidad dado de baja de su nómina. De algún modo, descubrir mi presencia en aquel conglomerado suscitó en el oficial no se qué pruritos revolucionarios que lo llevaron a provocarme.

Comenzó por decirme que hablara claro, que le dijera bien claro allí, delante de todo el mundo, por qué razón estaba yo en este lugar. En las manos sostenía una carta autoincriminatoria, escrita por mi mano y firmada por la responsable del CDR al costo de 150 pesos cubanos de entonces, más de la mitad de mi salario de un mes. Le hice ver que la carta se lo explicaría mejor de lo que yo podía hacerlo en ese momento. Me dijo que no estaba pidiéndome explicaciones sino exigiéndomelas.

Lo fraseó con otras palabras, naturalmente, y por último con las manos en jarras me espetó: "La revolución es muy justa y generosa, chico; lo que no consiente es que se burlen de ella para que lo sepas, so maricón. ¡Qué eso es lo que tú eres! Una escoria de mierda". En ese instante, debí estar loco, con esa locura temeraria que a veces da la desesperación, o el sentido de haber tocado fondo. Le respondí con ostensible ironía que “seguramente, gracias a las virtudes y a la generosidad de la revolución, personas como él estaban en el lado decente, y yo en el lado de la escoria”.

Dudo que pudiera entender exactamente mis palabras, pero tal vez eso mismo excitó más su odio y su vesania. Lo vi quitarse la gruesa faja militar y pensé que me iba a matar con su pistola. En esos instantes lo hubiera deseado. En lugar de esto, lo que hizo fue comenzar a azotarme con la faja. Pronto, se le sumaron otros militares, que me dieron golpes y patadas. Gracias a la intervención de un oficial de mayor rango, que apareció caído del cielo, se detuvo la paliza y ordenó que fuera cargado por algunos de mis compañeros de infortunio y colocado bajo la sombra escasa que ofrecía un alero cercano.

Al poco rato, un médico o enfermero me practicó un somero examen y dictaminó que lo único que necesitaba era un poco de descanso. Con un ojo semicerrado a causa de la paliza, no alcancé a distinguir si lo decía con sarcasmo. A los once días de estar en este campamento, presa de un profundo abatimiento, y aún adolorido, me llamaron nuevamente, pero esta vez se trataba de salir con destino a La Habana. En algún lugar del camino, no sé si antes de entrar a Las Villas o en la actual provincia de Ciego de Ávila, el autobús hizo escala en un merendero o lugar turístico completamente desierto para que bajáramos a comer algo.

El autobús había salido de Santiago de Cuba, de madrugada, y esta era la primera parada que hacía para que los viajeros comieran alguna cosa. Las empleadas del lugar -atemorizadas, sin dudas- daban la impresión de ser nórdicas de nacimiento, tan glacial y distante era su trato. Estiré cuánto pude el dinero que todavía me quedaba escondido en la planta del calcetín en previsión de cualquier eventualidad, y pagué tres pesos por un emparedado de pan viejo, que sólo contenía un trozo de requesón. No había agua, o las empleadas tenían orientado decir aquello, y pagué otros dos pesos por una limonada del tiempo.

Llegamos muy tarde a La Habana, ya de noche y no supe que recorrido hizo la guagua hasta llegar a la siguiente escala, un lugar conocido como Cuatro Ruedas, tal vez un antiguo aserradero o un campo de entrenamiento de algún tipo, rodeado por una cerca muy alta de tablones de madera, que impedía ver y ser vistos desde fuera. En este lugar nos obligaban a deshacernos del carné de identidad, que depositábamos en una cubeta desbordante de aquel odioso documento, y nos volvían a “examinar”, como si quisieran asegurarse de quiénes éramos.

Parecía cosa de rutina. Allí había muchas mujeres oficiales, que se esforzaban por dar pruebas de su celo revolucionario conminando, por ejemplo, a uno de los recién llegados, una “loquita” a la que llamaban “la holguinera”, a que se bajara los pantalones; y a un viejo vencido por la edad, y quién sabe cuántas otras vivencias, a que le tocara las nalgas. Cuando el viejo se negó con determinación a cumplir la orden, las oficiales revolucionarias lo ofendieron llamándolo viejo bugarrón barato, y lo amenazaron con echárselo a los presos comunes que se lo iban a comer como pirañas.

En Cuatro Ruedas se suscitaron varios incidentes entre perros y la población no canina, en la que los primeros llevaron la mejor parte. En este sitio esperé cuatro días a ser llamado para embarcar, y el último, presencié uno de tales ataques. Más bien, en el estado de depauperación física y mental en que me hallaba supe de algún modo de que estaba sucediendo alguna cosa de la que rogué a Dios que me librara. No sé qué cosa específica hizo saltar el detonante que provocó la agresión de los canes entrenados para reprimir.

Alguien me había ofrecido su espalda y había requerido la mía para poder recostarnos y dormir algo, y dormido estaba -profundamente dormido- cuando sentí repetidamente en la cara el contacto de algo frío, húmedo. Al abrir los ojos, tenía delante de mí un enorme perro pastor alemán que me lamía la cara. No sentí miedo. Inexplicablemente, no me dio miedo alguno. O tal vez tuve tanto miedo que no lo supe. Lo cierto es que el perro no me agredió.

El caos a mi alrededor era tremendo, pero no había conseguido arrancarme de mi sueño, tampoco a mi compañero lo habían despertado los gritos ni el corre-corre. Cuando finalmente los perros fueron atraillados nuevamente, había muchos heridos entre nosotros. Unos mordidos por los perros, otros pisoteados por los que trataban de escapar al ataque de estos, o golpeados -dirían los guardias- en la confusión producida, por otros que buscaban cobrarse un viejo agravio.

En el autobús que me llevó desde Cuatro Ruedas al Mosquito, punto de preembarque en la costa, viajaron varios heridos. Uno de ellos había perdido un ojo, vaciado, sin saber cómo ni cuándo. Lo llevaron a curar a algún lugar fuera de allí y lo trajeron nuevamente a tiempo para embarcar en el autobús que nos llevaba al campamento improvisado en la costa.

Al Mosquito llegamos de noche. Nos indicaron bajar y buscar donde colocarnos. Apenas si había espacio disponible y, a menos que uno se acomodara sobre el diente de perro pelado, debía permanecer de pie. A veces se suscitaban peleas por un palmo de tierra, que los guardias unas veces ignoraban, y otras acababan a culatazos. Creo que nos mantenían separados o tal vez sólo agrupados en categorías que no preciso. Sólo me parece recordar que los presos políticos (¿o eran los criminales más peligrosos?) ocupaban un área adyacente a la nuestra, asignada por las autoridades.

En el perímetro donde me hallaba las autoridades no intervenían cuando prácticamente a la vista de cualquiera -aunque era de noche el lugar estaba profusamente iluminado por muchas luces y reflectores- dos hombres tenían sexo, y algunos otros esperaban en fila su turno. Se había impuesto un ambiente carcelario al que cualquiera estaba sujeto. Toda la noche estuvieron llamando por los altoparlantes los nombres de aquellas personas que debían embarcar, no sé si de inmediato, o luego de algún otro escrutinio previo.

Como a las seis de la mañana oí que me llamaban. Nos fueron concentrando en el interior de una pileta o piscina vacía, a la espera de algo. Creo que fuimos separados los hombres de las mujeres, pero no podría asegurarlo. Me sentía afiebrado y estaba mareado como si hubiera bebido alcohol. Antes de bajar a la piscina, nos obligaron a desnudarnos mientras permanecíamos apelotonados allí, y una vez en cueros nos hacían subir nuevamente, y avanzar hasta colocarnos frente a unas mesas a las que estaban sentados varios oficiales que formulaban algunas preguntas y autorizaban a seguir de largo o por el contrario obligaban a volverse a cualquiera.

Aquellas preguntas formuladas a veces por una muchacha de bello rostro, y no siempre con la voz crispada, eran de este tenor: ¿Y tú por qué te vas del país, si aquí no te hemos hecho nada? ¿Te gustan más las pingas de los imperialistas? Chico, ¿tú no crees que hasta para ser maricón hay que tener un poquito de dignidad? ¡Aquí no se persigue a nadie por ser homosexual! ¿No te queda ni un poquito de patriotismo por ahí?

En El Mosquito conocí y traté brevemente a personas como Patricio y Delfín. Este último decía tener quince años, luego me confesó tener solamente trece. No sé de qué manera se las arregló para colarse allí, pero su edad no pareció nunca delatarlo o constituir motivo de rechazo por parte de las autoridades. Decía no tener padres. Ambos habían muerto. El en Angola, ella suicidada.Una tía que se había hecho cargo de Delfín estaba medio loca. Tal vez me vi reflejado en el muchacho. Por un tiempo pensé que se trataba de una alucinación. Todo lo era para mí en aquellos momentos.

Cuando finalmente me autorizaron a partir, perdí de vista al muchacho, y ya no lo volvería a ver sino hasta que coincidimos nuevamente en alguna ocasión, en la base militar de Indiantown Gap, en Pennsylvania. Un oficial nos indicó el muelle y allí nos dirigimos en una fila apretada y silenciosa. El barco ya estaba atestado y nos fuimos haciendo sitio como pudimos, con la ayuda de algún marino preocupado por la distribución del peso a bordo del viejo camaronero.

De las gavias del barco colgaban los hombres como racimos, y los había también sobre el techo del camarote y donde quiera que fuera concebible meterse. Para las pocas mujeres, los enfermos, los viejos y los niños que iban a bordo, se había reservado el área más protegida de la cabina de mandos y el interior del barco. Cuando se autorizó la salida del Coral Reef, nos hicimos a la mar con una carga humana de unas 250 personas. según mis cálculos. Las cifras oficiales indican una cantidad mucho menor. La travesía nos tomó aproximadamente unas diecisiete horas hasta alcanzar Key West, en La Florida.

En Indiantown Gap, Pennsylvania, conocí a Luis y a su mamá. Era un retrasado mental de unos 50 años, y ella una señora que debía pasar de los 70, que habían emigrado porque el gobierno castrista decidió vaciar cárceles y hospitales psiquiatátricos, aprovechando la avalancha desde Mariel hacia Estados Unidos. Luis resultó uno más entre los invitados a irse de Cuba y -generosamente- le ofrecieron a su madre la posibilidad de acompañarlo, ya que ella era su único familiar en Cuba.

Los dos estaban en una situación física y mental tan precaria que quienes hacíamos trabajo voluntario en la Mental Health Clinic improvisada por profesionales cubanos y de otras nacionalidades nos turnábamos en alimentarlos, bañarlos y vestirlos. Otro hijo de la señora, que desde hacía muchos años vivía en Puerto Rico, tras muchas averiguaciones consiguió saber que su madre y su hermano se encontraban en la base. Nunca olvidaré el momento de aquel reencuentro.

Mi reencuentro familiar, sin embargo, tendría lugar más de quince años después, cuando luego de haberme denegado la autorización en varias ocasiones, las autoridades consintieron que volviera de visita al país. La necesidad del Estado cubano de conseguir dólares, y no un acto de compasión, había hecho posible el regreso temporal de la "escoria". En ninguna de mis visitas, mis padres me comentaron lo que sufrieron, luego de mi salida de casa y de Cuba, supe, por amigos y vecinos, que mi familia sufrió varios actos de repudio y mi padre fue amenazado de muerte y soportó el lanzamiento de huevos, tras cubrir con lechada los insultos escritos en la fachada de nuestra casa.

Mi abuela murió seis meses después de mi salida de Cuba, lo supe por una carta de las que consiguió llegar a mis manos. En aquella época de insolente procacidad y desparpajo del régimen castrista, cuando el destino del país parecía garantizado por la protección y el subsidio soviético, las comunicaciones postales o telefónicas desde el mundo libre con la isla, eran poco menos que inexistentes.

Como mis padres no disponían de teléfono, debía solicitar con antelación una llamada previamente convenida con ellos mediante un cablegrama (que podía no llegar a sus manos) al número de alguien de confianza, y entonces, de producirse la conexión el día y a la hora indicados intentar comunicarnos por el exiguo tiempo que nos concedieran las operadoras de uno u otro lado del océano. De más está decir que dichas comunicaciones se interrumpían de repente sin que uno pudiera apelar a nadie, u obtener una explicación medianamente satisfactoria. El tiempo concedido y las circunstancias apenas si daban en ocasiones para intercambiar unos saludos crispados o frases que intentaban expresar los sentimientos recíprocos.

Durante mucho tiempo me sentí culpable de que la muerte de mi abuela hubiera ocurrido poco tiempo después de mi salida. Me culpaba por la precipitación conque había salido de casa, por no haberme despedido de ella debidamente, informándola de lo que me estaba ocurriendo. Debo confesar que me embargaba la infundada esperanza de regresar a mi país en poco tiempo. El régimen colapsaría. La implosión era poco menos que inminente. El colapso moral ya se había producido, y luego vendría el otro. Eran juicios de valores no fundados en realidades más burdas. ¿Quién dice que no vivíamos ya hacía mucho bajo los escombros?

En 1987, fui el primero de los marielitos, según indican los anuarios encargados de recoger y divulgar estos hechos, en recibir un doctorado de una universidad americana. Y ese mismo año comencé a dictar clases en Tulane University, en Nueva Orleans. Desde mi llegada, o más bien después de mi salida del campamento de refugiados en Pennsylvania, había pasado a residir en Philadelphia. En esta ciudad, luego de trabajar en infinidad de cosas el primer año (1980-81) comencé estudios en la Universidad de Pennsylvania y más tarde en la Temple University, de la que me gradué finalmente en el área de estudios latinoamericanos.

En 1981, conocí a quien ha sido desde entonces mi compañero de ir por la vida, y por el regresé a Philadelphia luego de pasar tres años en Luisiana pues la distancia física se nos hacía verdaderamente intolerable. Mi primer libro de relatos en los Estados Unidos, Algo está pasando, no vio la luz hasta 1992 a instancia de amigos buenos y generosos, entre los que puedo mencionar señaladamente a los doctores Matías Montes Huidobro, el reconocido hombre de letras cubano y su esposa la ensayista y profesora Yara González Montes, y la doctora Alicia Aldaya quien fuera mi colega en Nueva Orleans y la prologuista de la primera edición del libro.

Juntamente con mis actividades académicas y mis investigaciones en el campo de la literatura cubana y latinoamericana que podríamos llamar sumergida o postergada, tales como la narrativa de José María Heredia o la autobiografía de la infancia de la poeta camagüeyana Emilia Bernal Agüero. . Como parte de unos y otros intereses, en 2005 participé con mi compañero Kurt O. Findeisen, médico, traductor y músico, en la fundación de Ediciones La gota de agua que, hasta el momento, ha publicado un buen número de títulos.

Dieciséis años después de mi partida regresé a Cuba. Antes de esta fecha los numerosos intentos de mi parte fueron en vano. Luego de ese primer viaje, volví otras veces. He presenciado lo indecible y he sido amenazado, arrestado e intimidado, y han tratado de captarme para servir a los intereses del régimen fuera de Cuba. Por negarme, nunca más puedo volver a mi patria. He sido devuelto a México desde el aeropuerto de Rancho Boyeros cuando viajé para asistir a los funerales de mi padre. Cinco años después de su fallecimiento me permitieron volver. Y una vez más se me acercaron durante mi corta estadía con el propósito de "persuadirme" y colaborar con el régimen.

Básicamente se trataba de comprometer mi integridad, mi libertad e independencia a cambio de prebendas como la publicación y promoción de mis libros dentro y fuera de Cuba (una vez despojados de su espíritu de denuncia o, estridencia en el lenguaje empleado por ellos) y, por supuesto, la facilidad para entrar y salir del país a conveniencia, entre otras promesas.

El mejor elogio que me han hecho en mucho tiempo, y que conservo con aprecio, lo oí de boca de amigos y viejos conocidos durante algunos de mis viajes a la isla. “Tú sí que sigues siendo el mismo”. Por supuesto que no se referían a la apariencia física o al semblante, que no podrían ser los de hace cuarenta años, sino a un modo de conducirme y de pensar en términos generales.

Claro que he cambiado, que las experiencias de toda índole han influido en mí de un modo u otro; que mi vida se ha enriquecido considerablemente en todos los aspectos, gracias a mi salida de Cuba, a pesar de muchos despojos que tal decisión o circunstancia llevaran aparejadas. Pero en lo esencial soy la misma persona. Cuando conseguí poner pie nuevamente en Cuba creyendo que, en cierto modo se trataba de un regreso, me di cuenta de que el país amado había dejado de existir allí donde se suponía radicaba su asiento geográfico. Se trataba de un secuestro, de una deserción inconcebibles.

Los que habíamos sido tildados de traidores y a quienes ahora se llamaba 'traidólares' no sólo proveíamos las tan necesitadas divisas para el régimen de Castro, más importante aún, éramos en más de un sentido los portaestandartes naturales de una forma de ser cubanos no reñida con la libertad personal, y ello me sirvió para reflexionar que por ahí mismo había comenzado la isla a ser patria alguna vez para los cubanos ansiosos de un suelo propio afincado en la dignidad de la persona.

Por eso la experiencia toda del Mariel representa para mí, visto en retrospectiva, la oportunidad única que alguna vez nos fue dada, de retener ese ideal de patria y de dignidad personal, en el que otros compatriotas de la isla, menos dichosos, puedan mirarse y reinventarse algún día, sin obstáculos onerosos ni mermas a la libertad personal.

Rolando Morelli
CiberCuba, 3 de mayo de 2020.
Foto: Embarcación a punto de zarpar en el puerto del Mariel. Tomada de CiberCuba

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