–Esto es Cuba, mi hermano. ¿Quieres ver la realidad cubana? ¡Esta es la realidad cubana!
Me grita Yorman, un negro poderoso. Yorman está sentado a la entrada rota de una casa, su short de fútbol, sus chancletas. La fachada está en ruinas: unos arcos sin nada detrás, sin techo encima. Yorman me dice que si quiero ver, que pase. –¿Y cómo está la realidad cubana?
–En candela. Pésimo. Me dice y se sonríe. Los habaneros hablan como si les faltara boca, como si las palabras no les cupieran en la boca y tuvieran que abrirla tanto para hacerles lugar. Yo le digo que no tiene cara de pésimo y él me dice que el cubano siempre está alegre, pase lo que pase, y que él de todas formas ya es como si no estuviera, que en unos días se va a Suecia porque su mujer está allá y que acá siempre los mismos se lo quedan todo, que no tiene remedio, y que pase, que mire.
–¿Quieres ver la realidad cubana? Adentro, al final de un pasillo, tras las ruinas, hay un patio rodeado de cuartos: lo que aquí llaman un solar –y allí corrala o conventillo o inquilinato o vecindad, según. En el patio hay baldosas partidas, ropa tendida, adultos conversando, chicos a gritos, perros quietos. Cada cuarto tiene unos veinte metros cuadrados, una puerta, si acaso una ventana, su bañito y su rincón cocina; cada familia vive toda junta. En tantos otros sitios un sitio así alojaría pobres muy pobres, marginales varios; aquí, en este solar, me dice Yorman, hay una médica, un funcionario de la televisión, un utilero de teatro y siguen firmas. Y que no pagan alquiler y pagan, por agua, luz y gas, dos o tres euros al mes, pero a veces se quedan sin agua.
–¿Así que argentino, eh? Me dice Abel y me sonríe. Abel tiene la cara angosta y picada de granos, los ojos muy azules; me dice que su madre era de Santiago y llegó a este edificio en el ’56, huyendo de alguna persecución porque era del movimiento de Fidel y que él nació aquí mismo, en el solar, hace 40 años.
–¿Y qué tal con Macri? ¿Los está destruyendo? Yo le pregunto cómo sabe; porque lo ve en la tele. Abel tiene dos o tres dientes en la boca y una cruz dorada del tamaño de un plátano con su Jesús colgándole del pecho.
–Cada sistema tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Claro, a mí lo que me gustaría es el comunismo científico de Marx y Engels, pero eso es científico, en la vida real no se puede. Me gustaría, porque ahí no existe el dinero, todo se hace por camaradería, por solidaridad. Pero eso en este mundo no se puede, así que hay que sacar lo mejor de cada sistema. Hasta del capitalismo se pueden sacar cosas buenas.
–¿Como qué? Abel se hace el tonto, saluda a una vecina, azuza al perro. Yo le insisto: qué, por ejemplo.
–Y, que uno puede ser una persona. –¿Cómo? –Sí, en el socialismo todo lo hace el Estado, no hay lugar para las personas. Yo, la verdad, chico, prefiero cuando se puede ser una persona.
Yorman suelta su carcajada; Dirma –la esposa de Abel– le grita que otra vez diciendo tonterías. La discusión empieza; va a ser larga. Una sociedad donde el Estado intenta controlar tantas cosas será una sociedad donde muchas cosas se hagan al margen –por detrás, en contra, lejos, en detrimento– del Estado.
Diría que casi todos detestan la política y que no conozco otro lugar donde se hable tanto de política. O, por lo menos, de quienes gobiernan y de cómo, tan presente en sus vidas. Es el resultado de 60 años de un gobierno que decidió ser lo más importante que sucedía a sus ciudadanos. Pese a lo que algunos quisiéramos, la política suele importar a pocos: no hay nada menos masivo que la democracia. Aquellos movimientos revolucionarios supusieron que era un error, otro efecto de la alienación capitalista, e intentaron involucrar a todos.
(Y entonces ese momento estrepitoso en que unos pocos deciden que sí saben lo que millones necesitan pero ignoran –y se lanzan a dárselo, se sacrifican para dárselo, hacen de dárselo el centro de sus vidas. Y, si tienen mucha mucha suerte, se lo dan, lo imponen: millones viven entonces como esos pocos decidieron. Hay algo de monstruoso, de terrible en todo eso pero, sin esos pocos, sin los intentos tantas veces fracasados de esos pocos, ¿todo seguiría siempre igual? ¿Seríamos, digamos, siervos de la gleba?)
Y la invención de una época, una épica. Se precisaba un relato muy potente para mantener a millones de personas viviendo más o menos mal, sufriendo privaciones, aceptando mandos y controles, esperando un futuro que no llegaba nunca. Sorprende que algo así haya durado décadas. El problema es que al caer no dejó casi nada: el recuerdo de tanto sacrificio para muy poca recompensa, la urgencia de buscarse metas nuevas. Ahora, entonces, sin filtros ni barreras, el único set de metas que nuestro tiempo ofrece: el placer del yo, entendido como coche casa ciertos supuestos lujos, el consumo. La gran paradoja es que creer en el futuro es ser antiguo. Modernizarse es dejarlo atrás, vivir para un presente –algo– más cómodo.
Un barrio, llueve a mares. Bajo un techo de lata, en el bochinche, docena y media de refugiados esperamos que pase. El muchacho está por terminar ingeniería y me habla con envidia de un su abuelo que sí hizo cosas importantes, dice, cosas que quedan en la historia: a sus 20 se metió en la guerrilla, lo apresaron, lo torturaron, se escapó. –Mírame, a mi edad él ya había hecho una revolución. Esos sí que eran tiempos. –¿Y ahora, en estos, qué puedes hacer? –¿Qué voy a hacer? Si yo no creo en nada. La lluvia arrecia.
¿Cómo fue que el futuro se nos volvió pasado, tan callando? ¿Fue de tanto esperarlo? Hay una imagen de Ernesto Guevara que es el Che. Es esa imagen infinitamente repetida, impresa, pintada, embanderada, de una cara acuciante entre barbas, una boina, una estrella y los pelos al viento. Esa foto, esa imagen, resumió para muchos durante mucho tiempo la actitud a tomar: la mirada segura enfocada allá lejos, en las luces por venir, la definición de esa boina y esa estrella y la determinación de los pelos flameados por el viento de la Historia. Esa foto era una forma de estar en la Historia. Esa foto fue tomada en un acto protocolar, en una tribuna de altos funcionarios en La Habana.
Hay imágenes que son lo que no parecen; la mayoría ni siquiera parece, no figura, no imagina. Yo tenía 11 o 12 años, fines de los ‘60, en Argentina había una dictadura y mi padre, intelectual de izquierda, agitador, había imprimido unos afiches rojos con esa cara de Guevara que decían “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared”. Me lo mostró, le pregunté para qué entonces. –¿Entonces, pa, para qué se muere un guerrillero? Se le cruzaron, supongo, tres o cuatro respuestas, y prefirió el silencio.
Aquí en La Habana esa cara está por todas partes. Y, ahora, también, la del otro, su amigo, el jefe del que quiso separarse. Guevara joven, Castro viejo. Ahora que los dos, con medio siglo de diferencia, terminaron de morirse, sus caras llenan juntas la ciudad y cuentan dos historias tan diversas. Es brutal ver codo a codo la historia de ése que lo entregó todo y la de ése a quien todos se entregaron; el que siempre se escapó del poder, el que nunca dejó que el poder se le escapara; el que se volvió un modelo, el que construyó un modelo; el que quería que todos fueran como él, el que como él decía. Es extraño, casi cruel, tan elocuente ver colgados de las mismas paredes al joven triunfante en la derrota, el viejo derrotado en el triunfo; el que se hizo más y más global, el que se hizo más y más local; el que se compran los turistas, el que no.
–Por medio de este escrito hago constar que he decidido quitarme la vida por un problema personal. Digo, por un problema con personal, con el departamento de personal. Soy un trabajador humilde, cumplidor, nunca he faltado ni un minuto, pertenezco a varias organizaciones, pero estoy disconforme con lo que me pagan: considero que es mucho, demasiado.
El hombre flaco está subido a una especie de cubo negro y habla desde allí y dice que no soporta más, que ahora mismo se tira. Tiene la voz quebrada, plañidera. –Es tanto dinero que cuando cobro nunca sé lo que voy a hacer con esta cantidad. Le pedí al jefe de personal que me lo rebajara pero me dijo redondamente que no, que si me paga menos ya es ilegal, que puede ir preso. Eso es mentira. Aquí nadie va preso por pagar miseria. Si no, cuántos habría ya con pena de muerte.
El público se ríe a carcajadas. En un teatro que por alguna razón se llama “Karl Marx”, grande, bien hecho, humoristas celebran los 500 años de La Habana con un show. –Y no crean que no he buscado alternativas. Yo un día le dije mira, dame la baja que me voy pa’ otro lugar donde me paguen menos… Dice, y se calla: no necesita decir más; el público se ríe porque sabe. Hay una forma del humor de régimen que consiste en sugerir, nunca decir; callarse justo antes para que sea el espectador –la complicidad del espectador– quien escuche lo que no debe ser dicho. Una forma de crear un nosotros: somos los que sabemos, los que no necesitamos palabras para hablar. Otro, ahora, celebra la ciudad con una suerte de oda:
–¡Cuánto la quiero! La Habana, mi ciudad, mis recuerdos, mis escombros. ¡La Habana, donde nadie nunca se acuesta sin comer… Dice, y calla para que cada quien complete. Otro cuenta que ha recibido una postal de Italia de un amigo que le dice que ojalá algún día pueda viajar para ver esas ruinas magníficas. ¿Yo, viajar?, dice el cómico, ¿para qué quiero yo viajar? –y hace el mimo de abrir una ventana. Y que después sigue leyendo que su amigo le dice que aquello es especial, las ruinas espléndidas de una civilización próspera que fue invadida por un malvado imperio del Oriente. Ajá, dice, y otra vez las carcajadas sin palabras.
Era lunes. Ya había pasado cuatro días en La Habana cuando una amiga me llamó preocupada: –Del CPI te buscan. Me dijo, como si eso alcanzara para el pánico. –¿De dónde? –Del CPI, el Centro de Prensa Internacional. Quieren saber qué estás haciendo acá, si estás investigando algo.
Yo no investigo; miro, si acaso, escucho, escribo. El funcionario del CPI había dicho que lo llamara urgente: que si no me acreditaba, me expulsaban. Me pareció un exceso; lo llamé. El trato no fue amable: –Si usted vino a hacer alguna actividad periodística, no cumplió con las leyes de Cuba. –Disculpe, como no estoy haciendo nada de actualidad… Pero no hay problema, ¿qué quieren que haga? –No es lo que nosotros queramos, es que si usted va a un país tiene que cumplir con sus leyes. Si yo voy a la Argentina o a España me van a hacer cumplir la ley, ¿o no? –Seguramente, pero nadie lo va a buscar para averiguar qué está haciendo. –¡Cómo que no! ¿Usted se cree que yo me chupo el dedo? Yo he viajado mucho y sé cómo es.
El diálogo no siempre acerca a los pueblos. Al final me dijo que me presentara al día siguiente para pedir una acreditación. Era tajante: si no, tendría problemas graves. Al otro día, cuando fui a reportarme, una recepcionista hosca me dijo que el funcionario estaba reunido y tardaría un par de horas. Yo, una vez más, no supe cómo interpretarlo. Me fui, le dije que volvería al día siguiente. –Ya tú sabes, chico. Ya tú sabes. Al otro día volví. El funcionario seguía ausente o reunido o incapaz de verme. Si los buenos trabajan así, no es extraño que ganemos los malos. Dejé anotado mi teléfono y dije que si me precisaban me llamaran.
¿Hace cuánto que no me despertaba sin noticias? ¿Cuánto, desde la última vez en que empezar el día no consistió en manotear una pantalla y mirar si pasó algo en casa, si me escribieron del trabajo, si el mundo sigue andando? La Habana no solo es una ciudad –casi– sin coches; también es una ciudad –casi– sin internet.
Es decir: una donde los hogares no tienen internet, donde los teléfonos móviles no tenían internet hasta hace unos meses y donde, todavía, la mayoría no lo tiene: el 3G es demasiado caro. Así que, cuando un cubano quiere llamar, por ejemplo, a sus parientes de Miami para pedirles algo o mirar el último video de Maluma o el resultado del Madrid, se compra una tarjeta que le da un tiempo de internet y se suma a ese paisaje tan radicalmente habanero: personas –docenas de personas, mayoría de jóvenes– sentadas o paradas en todos los rincones de una plaza que tiene un “punto wifi”, cada cual enfrascada –enfrascada es la palabra– en su teléfono. Se reúnen para aislarse, se encuentran en un lugar para acceder a otros.
O sea que en La Habana “conectarse”, estar comunicado, no es algo que existe por defecto, no una fatalidad, no una constante; es una decisión que hay que tomar, un momento elegido. Supone volver a aquellos días en que la comunicación sucedía en ciertos tiempos y lugares. Aquí, ahora, es como entonces: debo llegar a un lugar donde pueda conectarme y ver cómo ha cambiado –sin cambiar– mi vida en las seis horas anteriores. Y eso por no hablar de la aventura inmarcesible de llegar a los lugares sin google maps ni google leches.
Pero la resistencia del gobierno cubano a abrir el internet a sus súbditos se parecía tanto a esos intentos de tapar el sol con cuatro dedos. El 3G cada vez más accesible producirá un cambio que quizá cambie mucho más que el reemplazo de un viejo jerarca del Partido Comunista por un jerarca maduro del Partido Comunista: la irrupción de internet en la vida cotidiana. Mientras tanto, siguen siendo tiempos del paquete. Probablemente nada, en las últimas décadas, cambió la vida cubana tanto como el paquete.
Dicen que todo empezó en esa Universidad de las Ciencias Informáticas que creó Fidel Castro a principios de siglo. Era uno de los pocos lugares de Cuba con buenas conexiones; allí, entonces, a alguien se le ocurrió bajar y compilar cada semana gigas y gigas de programas de televisión mayormente americanos –deportes, músicas, noticias, series, espectáculos varios– y armar una red para distribuirlos. Lo llamaron el paquete y los habaneros se fueron acostumbrando a pasar, cada lunes, a cargar su pendrive en la casa de su distribuidor vecino. Con el tiempo los vendedores se fueron haciendo menos clandestinos; ya no hay barrio que no tenga sus puestitos: un tera de tele por un dólar. Su aparición fue un cataclismo: el taladro que rajó el muro de silencio. Durante décadas, los medios oficiales habían creado el paraíso dibujando el infierno: todos sabían que aquí no se vivía muy bien, pero la tele y la radio contaban lo horrible que se vivía allá afuera. El paquete fue la primera grieta seria en la fortaleza del relato; el Estado perdió el monopolio de la información.
Abdel La Esencia o Michel Butic, jerarcas del paquete, tienen el poder que antaño tenían ciertos burócratas: el de armar la escena cultural. Antes un músico –digamos un músico– para ser escuchado debía salir por la televisión o la radio oficiales, los únicos que había. Ahora le basta con pagar a estos señores para que lo incluyan. Sin el paqueteno podría explicarse, por ejemplo, el triunfo del reguetón cubano.
La música retumba y unas chicas bailan alrededor de un chico; en Prado, el paseo más tradicional de La Habana, un reguetonero principiante está grabando su video. El chico hace como que canta y hace gestos; a sus lados las chicas muy chicas, de espaldas, zarandean sus glúteos con denuedo. –Dale lai. Dale lai. Conecta y dale lai, que todo Cuba lo consuma, dale lai. Canta, poco más o menos, el chico y tardo en descubrir que lai es like y que el chico se llama José y que eso es lo que quiere.
José usa esos jeans angostos que terminan encima del tobillo, las zapatillas gordas, las cadenas doradas guesas sobre el pecho, los colmillos de oro, los aritos de oro en la nariz y oreja. Su familia siempre vivió en el Cerro, un barrio modesto. Su papá es médico neurólogo, su mamá es maestra, y él, cuando salió del colegio, hace seis o siete años, estudió para fisioterapeuta; era serio, terminó sus estudios.
Pero, mientras, intentó una carrera más rentable: decidió hacerse del santo. Fue a ver a un babalao –sacerdote del culto yoruba– que le dijo que el suyo era Changó, y ahí mismo empezó su formación. Así que tuvo que buscarse la vida para encontrar la plata necesaria: casi dos mil dólares. –Es caro, sí. Hay que pagarle al babalao. Y hay que comprarse muchas cosas: los instrumentos, los recipientes, los animales. –¿Qué animales? –Los animales para sacrificar, chivos, gallos, gallinas, codornices. Dice, y que eso está muy difundido en Cuba, que por supuesto hay personas que creen en Dios solamente, pero que él cree en los dos, en Dios supremo omnipotente y en su santo.
–Hay quienes se hacen del santo por salud, para ganar más, para tener éxito. Yo me hice para estudiar, para ser babalao y ganarme la vida. Es una carrera buena, se gana buen dinero. Sus clientes lo contactan por las redes sociales; en esos ritos, José aprendió a tocar los tambores, empezó a pensar más en música.
–Pero nunca se me había ocurrido ser reguetonero, hasta que me vinieron a buscar. Un amigo me llevó a un estudio, me dijo que probara. Y yo me sentí bien, como si hubiera encontrado mi lugar. Y entonces, cuando tuvo que hacerse un nombre, se hizo llamar El Like porque, dice, cada vez que subía una foto en Facebook le daban muchos likes. José es grandote, cuerpo bien trabajado, cara bien dibujada. José sonríe como esos que saben que su sonrisa los ayuda, les consigue cosas; una sonrisa que se sonríe a sí misma.
En los últimos años el reguetón se ha convertido en la banda sonora de América Latina –y La Habana es uno de sus nidos. Es, también, para Cuba, un fracaso cultural muy bruto: con sus letras, sus coches, sus mansiones, sus oros y sus culos es un canto al capitalismo más extremo. Las autoridades, al principio, lo combatieron; el paqueteles ganó la batalla. Ya hace un tiempo que aceptaron su derrota, y ahora tratan de unirse a él, de cooptarlo: postulan un reguetón cubano “con valores distintos”. No es el que más se oye.
–Tú eres una loca calurosa/ que te gusta hacerte la fría/ pero conmigo tú gozas,/ así que quítate la ropa y conmigo retoza./ Como te gusta el chucuchucuchú/ no te pongas nerviosa… Canta José en otra de sus obras. Y después me dice que sí, que él sabe que la imagen del reguetón es un poco turbia, de pistola, pero que él nunca se ha fajado con nadie.
–¿Por qué elegiste el reguetón? –Porque camina mucho. Por lo menos aquí en Cuba camina, llega rápido a todas partes. El año pasado, cuando empezó, Butic le metió un par de canciones en el paquete “gratis, porque es hermano de la religión”, y le fue bien, empezó a hacer eventos, a ganar un dinero, pero entonces descubrió que su representante le robaba y lo echó, y su carrera volvió a fojas cero. –Hay que tener paciencia, mucha paciencia. A veces te pasas días y días sin trabajar, que no te llaman. Pero yo tengo esperanzas de que vamos a salir adelante, yo sé que a la gente le gusta lo que hago. Y eso es lo que yo quiero, que la gente me conozca y me valore, que reconozca mis canciones, que me aplauda.
José tiene claras sus metas: dice que lo primero que hay que buscar es la fama “porque si llega la fama después el dinero viene solo”. –Y nosotros los cubanos somos conformistas. Como no somos capitalistas, como nunca hemos tenido tanto, uno se conforma con un carro, una casa, unos viajecitos, unas mujeres buenas… Sería un sueño.
–¿Y si no funciona? –Va a funcionar, va a funcionar, no te preocupes. Yo no me preocupo, pero lo vuelvo a preguntar. José me mira con fastidio –Mira, chico, si al final no funciona yo me vuelvo a mi santo y santas pascuas.
La mujer –negra, las carnes desbordadas, pura licra– viene orgullosa por la calle portando dos cartones de 30 huevos cada uno, porque hoy llegaron huevos a mi barrio, y el jolgorio y las colas infinitas. En la puerta de su casa su marido –negro, flaco, pantalón corto, sus chancletas– la espera de muy mala cara, un cigarro en la boca:
–¿Mujer, no hiciste nada de comer? Ella se calla. –¿No ves que tengo hambre? ¡Coño, tengo hambre!
Media libra de aceite – Tres libras de azúcar blanca – Una libra de azúcar morena – Cinco libras de arroz – Una libra de frijoles – Un paquete de pasta – Una libra de pollo – Una caja de fósforos – Un cuarto de libra de café mezclado a 50% con chícharo – Diez huevos – Dos libras de papa – Un pan al día. (Una libra son 453 gramos; estos son los productos que recibe cada mes, contra un total de dos o tres euros, cada cubano con su libreta de abastecimientos. El resto tiene que comprarlo al precio que pueda.)
Pero antes, te dicen, la libreta traía mucho más: había comida en cantidad. Y entonces, te dicen, todos comían y tenían más o menos lo mismo –salvo, quizá, algunos jefes escondidos. Pero la población en general estaba acostumbrada a esa igualdad. Un hombre me cuenta que cuando era chico sus parientes de Miami a veces le mandaban algo de ropa y le daba vergüenza: –Todos los chicos teníamos la misma ropa, las mismas zapatillas. Yo no quería ponerme eso que me mandaban, yo con eso era el friki, el diferente, no quería. Todo era más sencillo, más sano...
Alguien alguna vez instalará una instalación: una góndola medio vacía, ocho o diez productos de colores tristes repetidos hasta lo indecible, que llamará “Socialismo real” o “¿Socialismo?” y alguien dirá que ya es hora de cambiarle el nombre. Que cuando algo fracasó en el 98,6 % de los casos es mejor barajar y dar de nuevo. O sea: buscar nuevas ideas, nuevos nombres para la noble intención de construir sociedades que no resulten tan indignas. (El mes pasado un amigo actor le pidió que se quedara con su perro una semana, que él tenía un trabajito fuera, y Zulma le dijo que sí. Entonces su amigo le dejó una decena de filetes de hígado para el animal; Zulma tardó dos días en decidirse, al tercero explotó: no podía ser que el perro comiera mejor que ella. Y, además, seguro que no iba a contar nada. Zulma dice que nunca en su vida había comido tanta carne.)
Así que hay colas: de pronto en cualquier calle aparece una cola porque hay que hacer un trámite o acaba de salir el pan del horno. La diferencia de clase también está en las colas. Están los pringaos habituales, los que tienen que hacer cola para casi todo. Y están los nuevos ricos, los que, ante cualquiera cola, siempre pueden conseguir un empleado que, por una propina, les permita no hacerla. Esperar. Tania me dice que la vida habanera es una educación de la paciencia. Esperar en la calle a ver si llega, si acaso, algún transporte; esperar en la cola a ver si llega, si acaso, tu momento de comprar o pagar o tramitar o presentarte; esperar, si acaso, que algo llegue.
Esperar, por ejemplo, más de sesenta años.
–¿Tú eres un privilegiado? –Sí, seguro que sí. Soy un privilegiado porque mi padre es un gran actor, una personalidad, así que me ha hecho conocer a personas que son difíciles de llegar para una persona normal, artistas, dueños de lugares, todo eso. Adán mide como dos metros de alto, alguno de ancho, pelo y barba levemente hipsters; Adán tiene 22, estudió piano clásico, toca en un grupo pop y no había cumplido 18 cuando se embarcó con su padre en la aventura de convertir una panadería semiderruida de San Isidro, un barrio duro de La Habana, en un centro de arte. Ahora se pasa los días en su Galería Gorría; está terminando de poner en marcha el hotel boutique del segundo piso y el bar de la terraza, sus vistas rimbombantes. Pero pretende más: quiere armar en ese barrio portuario un distrito de arte que se pueda caminar, con galerías, teatros, espacios culturales.
–Muchos vecinos son difíciles, la mayor parte no trabaja.. –¿Y qué hacen? –Nada. No sé, pasa mucho aquí en La Habana Vieja, en Centro Habana, especialmente la gente joven no está trabajando, se dedican a ver lo que les cae por ahí, el turista que le pueden raspar algunos dólares… Inventan, inventan. Dice Adán, y que intenta que participen de sus iniciativas, que organiza conciertos, festivales, cursos infantiles, murales grafiteros, y que es muy bonito hacer un trabajo comunitario y social, que tiene toda esa parte filosófica.
–Pero además a mí, como cuentapropista, me conviene que la gente de aquí cambie su manera de pensar, deje de ser marginal. Yo quiero traer turismo, que va a ser nuestro mayor ingreso; para que vengan, las calles tienen que estar más limpias, la gente tiene que dejar de botar la basura, no meter bulla, no pelearse por una botella de ron en la esquina, todos esos cambios que necesitamos para que esto funcione. Me dice, y que La Habana ha envejecido porque muchos jóvenes se fueron, pero que ahora se están yendo menos.
–Ya no es tan fácil irse a Estados Unidos, y además ahora el que trabaja aquí en un bar gana lo mismo que en Miami. Un primo mío que está de bartender saca 800, 900 dólares al mes, que con eso aquí vives espectacular porque no tienes que pagar renta, no tienes que pagar nada, puedes vivir bien. Y ahora además puedes viajar, no como antes, que ahora a mí me parece una cosa loca, que no podías salir, para salir de Cuba tenías que pedir un permiso especial.
–La Habana es un lugar maravilloso, pero también te asfixia. Si puedes tienes que irte, coger aire, para volver mejor. Tania tiene como 50 años, una sonrisa ancha, mucha prisa porque está por tomarse un avión. Tania es una artista de fama global, que ha expuesto en la Tate Gallery, la Bienal de Venecia, Documenta y tantas más, pero ahora en su ciudad no puede. Es famosa, también, por sus críticas a la inmovilidad y a ciertos cambios. Tania vive en una casa de La Habana Vieja y me dice que la mayoría de sus vecinos ya son extranjeros, europeos, una china.
–Ya están volviendo las cosas malas del capitalismo, el clasismo, el racismo. Yo conozco personas que sus hijos no se mezclan con personas de otras clases. Tienen un mundo construido donde van a tomarse un helado en dólares, a los restauranes, a las fiestas. Ya empezaron a existir varios mundos… Ya existen; también en eso –sobre todo en eso– La Habana empieza a ser una ciudad como las otras. Pero no del todo: ninguna lo es del todo.
Y la manera en que el viejo del piano de ese hotel se recuesta sobre el piano después de cada pieza, agotado, acabado, y se acaricia la cabeza. Y la manera en que esa madre gorda negra le pega a su nena de seis o siete años y le grita que corra más despacio, que no se vaya a lastimar. Y la manera en que dos hombres flacos recogen los escombros de una pared caída, con tanta parsimonia, tanta calma, como si cada piedra fuera un mundo. Y la manera en que esa cuarentona con uñas como fuegos y pelos como llamas y piernas como piernas en su falda tan corta camina con la cabeza gacha, como quien vuelve de allí mismo.
Y la manera en que esos dos muchachos con ropas de colegio se amenazan que se van a pegar y no se pegan y se insultan pero con cuidado porque saben que no vale la pena. Y la manera en que ese negro flaco, ropa pobre, gorra descolorida, baila solo en la calle frente a la ventana de uno de esos cafés con orquesta, puro goce. Y el gato que se detiene y que lo mira, y el policía que no quiere mirarlo, y el chico rubio que lo mira y se ríe. Y el olor de basuras y de aguas y las voces de tantos y los ruidos y sones y la pereza y todo el tiempo por detrás, y alguno por delante. La Habana Vieja; llueve, pero poco.
Martín Caparrós
El País Semanal, 27 de abril de 2019.Foto: Yander Zamora, tomada de El País Semanal.