Tres días antes del 20 de agosto de 2020, cuando el presidente Miguel Díaz-Canel visitó la barriada pobre de La Güinera, al sur de La Habana, brigadas de constructores asfaltaban sus destrozadas calles, cimentaban nuevas aceras y con premura daban una mano de pintura barata a las fachadas de algunas casas.
Joel, chofer de un camión de volteo de la era soviética, cuenta que llevaba dos meses sin trabajar por déficit de combustible. Pero la semana anterior a que “Díaz-Canel pasara por La Güinera, nos asignaron suficiente petróleo para acarrear tierra y trasladar una decena de arbustos del Jardín Botánico y plantarlos en el barrio”. Vecinos recuerdan que “surtieron el mercado con cuartos de pollo, bolsas de galletas y paquetes de perritos (salchichas). Con varios ómnibus reforzaron el transporte urbano y la recogida de basura era diaria”. La puesta en escena fue al detalle.
Un empleado del partido comunista en el municipio Arroyo Naranjo, rememora aquellos días: “Los ‘factores’ (instituciones del Estado) se movilizaron para reparar los salideros de agua, instalar el alumbrado público y en la farmacia aparecieron medicamentos que estaban perdidos. Pesos pesados del gobierno de La Habana se reunieron con delegados del poder popular, presidentes de CDR y miembros de la Asociación de Combatientes de la zona y activaron un grupo de bienvenida al presidente. La Seguridad del Estado se encargó de neutralizar a familiares de participantes en los disturbios ocurridos el 12 de julio en La Güinera y a personas marcadas como desafectas al gobierno. Existía la preocupación que le corearan insultos a Díaz-Canel. Por si acaso se movilizó a decenas de militares vestidos de civil que se mezclaron con vecinos del lugar. La intención era demostrar que el barrio de La Güinera apoya a la revolución”.
Los montajes que contribuyan a generar un estado de opinión positivo en la población sobre el desempeño del gobierno es una vieja estrategia. Sergio, licenciado en ciencias políticas, expresa que esas tácticas son habituales en los regímenes totalitarios. “En la Unión Soviética se erigieron fábricas y ciudades en pocos meses. Franco, el caudillo español, construyó pueblos en medio de la nada. Y el dictador de Corea del Norte ha edificado rascacielos y hoteles en Pyongyang que por dentro están sin terminar. El mensaje de esa grandiosidad es demostrar la supuesta superioridad del sistema”.
El surrealismo político está entronizado en Cuba desde 1959. Fidel Castro fue su máximo exponente. Era un mensaje publicitario dirigido al exterior. En los años que el Kremlin enviaba un chorro de rublos y combustible, Castro inauguraba con frecuencia textileras, fábricas de cemento y hospitales, alardeando que eran “los más modernos del mundo”. Prometió grandes cosechas de viandas, cítricos y café que transformarían a Cuba en la primera potencia del planeta exportadora de productos agrícolas.
En sus extensos discursos repetía que la Isla superaría a Uruguay y Argentina en la producción de carne de res. Y que en 1970, con la zafra de diez millones de toneladas de azúcar, el país saldría del Tercer Mundo. Cualquier delegación extranjera que aterrizaba en La Habana tenía preparado un recorrido diseñado por el 'comandante' para recorrer "obras construida por la revolución": vaquerías climatizadas con ordeño mecánico y música clásica que contribuían al rendimiento lechero del ganado; presas recién construidas o escuelas en el campo donde los estudiantes mostraban su 'cariño' al visitante agitando banderitas de papel y gritando consignas aprendidas para la ocasión.
Los nacidos en las décadas de 1960, 1970 y 1980, sesenta, estaban convencidos, según las lecciones de historia aprendidas en las escuelas y los vaticinios ‘infalibles’ del ‘compañero Fidel’, que el capitalismo y el imperialismo yanqui tenían sus horas contadas.
La debacle del comunismo en la URSS y sus estados satélites fue un batacazo para la economía cubana. El PIB cayó un 35%. La gente comenzó a pasar hambre, sufrir apagones de doce horas diarias y el pueblo aterrizó ante una dura realidad: todo había sido un espejismo. El supuesto desarrollo económico no era sustentable. La descapitalización de la industria fue atroz. Las producciones ganaderas, azucareras, agrícolas y pesqueras comenzaron a rodar cuesta abajo.
El sistema era irreformable. La solución lógica era haber desatado las fuerzas productivas, autorizar en una escala amplia los negocios privados y apostar por la economía de mercado. Pero, en un error estratégico, la dictadura cubana siguió cavando por decreto su propia tumba. A falta de leche, carne de cerdo, frijoles y limones, el único sostén del régimen es la propaganda, la manipulación y la mentira.
Díaz-Canel y su equipo de funcionarios, por miedo al cambio o por su escaso poder real como estadista, más que por la continuidad del castrismo, que terminó en los años 80 con la caída del comunismo ruso, apuesta por el suicidio político. Si usted visita Cuba, por favor, hable con la gente en la calle, camine por sus ciudades, visite hospitales públicos, escuelas, recorra el campo o los destartalados centrales azucareros que aún funcionan.
No hace falta ser un genio para sacar una conclusión: el país tocó fondo. La economía no va echar a andar con fórmulas marxistas ni experimentos de bodegueros. La Cuba perfecta solo existe en el periódico Granma y el Noticiero Nacional de Televisión. La Cuba real es la de las cosechas que no satisfacen la demanda de un 60 por ciento de la población y la de los trabajadores que cobran en pesos devaluados y tienen que comprar bienes en dólares.
El gasto de recursos para mantener el descomunal aparato burocrático del régimen es incalculable. Gustavo, economista cree que “un 70 por ciento del presupuesto nacional se malgasta en la estéril infraestructura productiva del país. Es como tirar dinero a la basura. Y tal vez un 30 por ciento, se derrocha en la colosal infraestructura del Estado”.
Saque la cuenta de las instituciones parásitas existentes en Cuba que no aportan nada al erario público. En cualquier Estado moderno, la educación, sanidad y fuerzas armadas son los tres grandes depredadores del presupuesto. Es entendible. Representan el futuro con la formación del relevo generacional, el cuidado de la salud y calidad de vida de sus ciudadanos y la seguridad nacional. En Cuba, en los últimos diez años esos gastos sociales se han recortado en un 30 por ciento, pero se mantiene un conglomerado de organismos burocráticos que no aportan beneficios a la sociedad.
En cada uno de los 168 municipios de la Isla, hay sucursales del Partido Comunista, la Unión de Jóvenes Comunistas y Comité de Defensa de la Revolución, entre otras organizaciones improductivas que consumen dinero del presupuesto, combustible, recursos materiales e inmuebles.
“Es una auténtica locura la cantidad de entidades que solo aportan gastos y tienen estructura municipal. Cientos de miles de personas que el Estado mantiene por intereses politicos porque no aportan nada a la economía. Algunas, como Vivienda, se ha convertido en un clan mafioso a todos los niveles. El gobierno habla de burocratismo y reducir plantillas, pero nunca mete la tijera a fondo, pues si deja desempleada a todas esas personas que viven del nepotismo y la corruptela, además de perder una base importante de apoyo (ellos por oportunismo simulan lealtad), si dejaran de chupar la teta del Estado podrían convertirse en potenciales disidentes”, asegura un ex funcionario.
Raúl Castro intentó cambiar la carrocería del modelo cubano pretendiendo que funcionara con el mismo motor. No fue posible. Miguel Díaz-Canel recurre a una estrategia peor. Rescatar el relato de Fidel Castro. Pero sin los rublos del Kremlin. Improbable que funcione.
Iván García
Video: Fragmento del filme cubano La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea, estrenado en 1966 y protagonizado por el actor Salvador Wood (Santiago de Cuba 1928-La Habana 2019).
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