lunes, 28 de octubre de 2019

"Estoy en manos de la Seguridad del Estado"



Después del mediodía, los barrios de La Habana entran en un letargo temporal hasta que ceda la canícula. Caminando por la Avenida 19, rumbo a casa de la profesora Omara Ruiz Urquiola, rebelde con causa y disidente por convicción, el despiadado sol de agosto parece que va reventar el asfalto.

La gente se esconde del calor en cualquier portal y los perros callejeros se cobijan bajo los árboles. En un agromercado en la calle 72, un dependiente ronca plácidamente encima de una tarima, en un garaje improvisado dos jóvenes reparan una moto eléctrica, y antes de llegar al domicilio de Omara, se escucha un reguetón que desafina con la abulia vespertina.

La vivienda de Omara, sin grandes pretensiones arquitectónicas, es un chalet de dos pisos construido a finales de la década de 1940, durante la expansión al oeste de la capital de la pujante clase media habanera. No más entrar, ella se excusa: “No mires el reguero, es que estamos intentando arreglar la casa”. Tres sacos de arena reposan en el piso. Por una escalera estrecha se llega a la cocina. En una repisa, un pequeño televisor de pantalla plana trasmite la competencia de clavados en los Juegos Panamericanos de Lima, Perú.

Omara, 46 años, se graduó de Historia del Arte en 1996. El sencillo vestido, con un estampado estilo hindú, y el hecho de estar descalza, le da una apariencia ghandiana. Lleva el pelo recogido, es muy delgada, tiene la frente amplia y es de hablar pausado. Una mujer con un respeto a prueba de bala por los valores cívicos y ciudadanos.

En una semana le han hecho numerosas entrevistas. “Casi una diaria”. Pero el tono de su voz no suena a molestia. Por el muro de la terraza, con una abundante vegetación, un hermoso gato blanco y negro camina en perfecto equilibrio. Luego de encender la grabadora de mi teléfono móvil comenzamos a hablar. “El apellido Urquiola es de origen vasco. En Cuba la mayoría de los Urquiola son oriundos de Pinar del Río, aunque hay también en Holguín”, aclara.

Las discrepancias familiares con la revolución de Fidel Castro llegaron cuando Omara era adolescente. “Mi papá, Máximo Omar Ruiz Matoses, fue detenido por la Seguridad del Estado en 1990. Tenía grado de coronel y era jefe del grupo de desarrollo científico del MININT (Ministerio del Interior). Cumplió 17 años de prisión. En esa fecha yo tenía 17 años. Recuerdo las visitas a la cárcel La Condesa y cómo nuestra familia se convirtió en una suerte de apestada social. Mi hermano Ariel y yo éramos los hijos de un ‘traidor a la patria’”, cuenta Omara y añade:

“Fueron años durísimos. Cuba entraba en pleno Período Especial, que afectó a la gente con apagones, escasez de todo tipo y hambre. Ya mi padre había confrontado a las máximas autoridades del país. Él, como muchos oficiales, conocía de la tenebrosa crisis económica que afectaría al país. Pero los altos cargos acallaron los deseos de cambio en el cuerpo militar con represión, cárcel y una limpieza a fondo en el MININT y las FAR (fuerzas armadas)”.

Ya en aquel tiempo, Omara comenzó a tener demasiadas preguntas sin respuesta sobre el modo de gobernar en Cuba. “Nunca quise ser de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas). Mi desilusión contra el sistema comenzó en la adolescencia. Fue un proceso lento, pausado. Un hecho que me marcó mucho fue la represión sin sentido desatada por la policía después que culminara un recital de Carlos Varela en el campo deportivo Eduardo Saborit. Allí con mis ojos vi la represión. Por gusto, la policía repartió golpes y bastonazos a los jóvenes que acudieron al recital”.

En el verano de 1996 se gradúa en Historia de Arte. Termina su servicio social en 1998 y comienza a dar clases en la Escuela Nacional de Arte. También fue profesora del Instituto Superior de Arte. Los dos trabajos los simultaneó hasta 2009. Llegó a ser jefa de departamento.

En 2005, a Omara le diagnostican un cáncer hereditario avanzado en uno de sus senos. Es precisamente su enfermedad el detonante del calvario, acoso y encarcelamiento que ha sufrido su hermano Ariel Ruiz Urquiola, doctor en Ciencias Biológicas. Repetidas veces, Omara ha tenido problemas con su tratamiento en el Instituto Nacional de Oncología. En ocasiones malos procedimientos de los doctores, negligencias, falta de medicamentos. Esa realidad ha provocado que la profesora denunciara el sistema cubano de Salud Pública.

Señala que “muchos pacientes estuvieron dos meses sin medicamentos. Esas vidas estaban en riesgo. Fue entonces que mi hermano Ariel decidió iniciar una huelga de hambre y sed hasta que no me entregaran los medicamentos”. En la Isla de los hermanos Castro hay tres cosas que el régimen autocrático no perdona: criticar a la revolución y sus gestores, exigir democracia y libertad de expresión, y hacer huelga, de hambre o laboral.

Ariel y Omara cruzaron esa frontera. Desde ese mismo momento comenzaron los operativos de la policía política, la intromisión en su vida privada y las detenciones arbitrarias. Omara está convencida de que detrás de su destitución como profesora del Instituto Superior de Diseño Industrial (ISDI) está la mano de la Seguridad del Estado.

“Varias veces he dicho que no me considero opositora. Aunque tengo amigos disidentes y periodistas independientes, no milito en ninguna organización. Pero cuando en Cuba tú ejerces como ciudadana, todo comienza a convertirse en un problema político. Ya sea exigir tus derechos o darle apoyo a un grupo minoritario”.

El jueves 25 de julio, su jefa la citó para una reunión extraordinaria el lunes 29 de julio. Nadie supo explicarle el motivo de esa reunión, ni siquiera Milvia Pérez, la decana del ISDI. “No sabemos nada de la reunión. Es una indicación de la dirección de la Universidad de La Habana”, le respondió Pérez.

El 29 de julio, a las diez de la mañana, comenzó el proceso para destituir a Omara Ruiz. “Fue un encuentro plagado de mentiras y mediocridades. Era evidente quien estaba detrás de aquella farsa. Técnicamente fui despedida, no expulsada. Se ha manejado el término expulsión, pues está claro que me dieron una patada. Legalmente fui separada de mi puesto de trabajo, porque, según ellos, no cumplí con los parámetros administrativos para seguir en el centro”, explica Omara y subraya: “Daré pelea legal, pero no voy a consumir mi existencia en ese proceso. Se sabe que en Cuba las instituciones jurídicas están secuestradas por la Seguridad del Estado”.

El acoso contra Omara no se detiene. Quieren invisibilizarla como profesional. Anularla como ciudadana. "Hace unos días, me comunicaron que he sido vetada para participar en el encuentro sobre el Centenario de la Bauhaus, que organiza el Palacio del Segundo Cabo y el Centro para las Interpretaciones de la Relaciones Culturales Cuba-Europa. Yo iba a ser panelista. Ese evento es auspiciado por la Embajada de Alemania y la Oficina del Historiador de la Ciudad y es esta Oficina la que veta mi participación. ¿Hay o no hay campaña en mi contra?”, se pregunta la profesora.

Intenta ver las cosas con un prisma optimista. En las redes sociales, varios alumnos suyos e innumerables personas, incluso algunas que coquetean con la cultura oficial, le han brindado apoyo. Se siente fuerte. “Vengo de luchar por la vida, de respirar, ellos (los del régimen) no tienen para enfrentarse a mí”, argumenta sin altanería.

Pero reconoce que es una simple ciudadana que batalla contra fuerzas poderosas. Los servicios especiales pueden atormentarla de diversas formas, demorando la entrega de sus medicamentos y prohibiéndole viajar al exterior.

Omara lo sabe. “Porque de cierta forma, yo estoy en manos de la Seguridad del Estado”.

Texto y foto: Iván García

lunes, 21 de octubre de 2019

¿Cómo una comisión de evaluación hubiera juzgado al Benny?



El 24 de agosto se cumpió el centenario del nacimiento, en 1919, en Santa Isabel de las Lajas, en la entonces provincia Las Villas, de Benny Moré (Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez era su verdadero nombre).

Todos los homenajes resultaron insuficientes para celebrar el aniversario tan redondo del que sin dudas es el más grande cantante que ha dado la música cubana. Se suele exagerar con el calificativo de genio, pero no es el caso del Benny.

Si alguien fue genial fue él, que, sin haber estudiado música, solo a fuerza de sentimiento y de su innato sentido musical, fue el mejor intérprete del son, el bolero, la guaracha y el mambo. Nadie ha podido superarlo en fraseo e improvisación. Su talento era sobrenatural, como si le hubiese sido concedido como don por los dioses de sus antepasados africanos.

Había que verlo, luego de dar tres patadas en el piso, dirigiendo con sus gestos, con todo su cuerpo, aquella prodigiosa orquesta que creó a su medida en los años 50, la Banda Gigante, una jazz band de vendaval, con percusión afrocubana, que sonaba como un conjunto sonero y que no le constreñía su libertad, sino que le permitía adelantar y atrasar el tiempo, cambiar de tono a su antojo y a la que agradecía cada proeza sonora con un “anjá”.

No abundo más sobre la importancia del Benny en la música cubana. Muchos lo hacen mejor que como yo pudiera hacerlo. Por ejemplo, Faisel Iglesias, abogado y escritor cubano residente en Puerto Rico, en Oh vida (Ediciones Unos & Otros, 2019), un libro que acabo de leer y que me ha dejado fascinado por la visión que da del Bárbaro del Ritmo y su música.

Prefiero elucubrar un poco y suponer qué habría sido de Benny Moré y cómo hubiese sido su vida de no haber muerto de cirrosis hepática, a los 44 años, el 19 de febrero de 1963. ¿Pueden imaginar cuán desolado se sentiría cuando de la noche a la mañana se fueron del país, huyendo del huracán revolucionario, Celia Cruz, Olga Guillot, Rolando La Serie, Orlando Contreras, y muchos otros soneros y boleristas amigos suyos?

Si Benny se quedó en Cuba, en El Conuco, como llamaba a su casa en el barrio La Cumbre, cerca de San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana, fue porque su salud estaba demasiado deteriorada, no porque simpatizara y se sintiese a gusto con el régimen. De haber vivido unos años más, hubiese tenido muchos problemas. Una persona tan libre como él, por muy querido que fuese por el público, no hubiese encajado en la rígida sociedad instaurada por Fidel Castro en 1959. Dudo que los mandamases hubiesen podido domeñarlo.

¿Cómo habría juzgado una ridícula comisión de evaluación al Benny, que no estudió música, no sabía leer una partitura, y que, en vez de anotarlas en papel pautado, tenía que tararear las melodías que se le ocurrían?

No puedo imaginar a Benny Moré, por muy humilde y sencillo que fuese, como empleado de una empresa artística estatal que se apropiara de la mayor parte de sus ganancias y le ordenara qué hacer y cómo, luego de asignarle turno en una larguísima cola, que podía demorar años, para grabar un disco en la EGREM.

¿Pueden imaginarlo componiendo por encargo oficial, cantando en un coro al estilo de We are the world, junto a reguetoneros y timberos tracatanes, para homenajear a Fidel, los CDR, el MININT o el 26 de julio?

Era tan impuntual que en el cartel del Alí Bar lo anunciaban como “Benny Moré, si viene…” Y si venía, con horas de atraso, llegaba tambaleándose y dando tropezones, aunque no por ello dejase de cantar como siempre, con el alma, como si le fuese en juego la vida…

¿Hubiesen podido contar con él para animar las tribunas y los guateques fidelistas? Con el mal carácter que tenía, con unos tragos de más encima (que era casi siempre), y peor si había fumado marihuana, ¡ay de los funcionarios que se hubiesen atrevido a ir a regañarlo y amenazarlo con imponerle sanciones disciplinarias!

Luis Cino
Cubanet, 24 de agosto de 2019.
Foto: Estatua de Benny Moré en el Paseo del Prado de Cienfuegos. Tomada de Cubanet.
Leer también: Benny, no me vuelvas a cantar esa canción.

lunes, 14 de octubre de 2019

Ir a la escuela en La Habana de mi infancia (1948-1954)



Nací en 1942 y en 1948 comencé a ir al kindergarten (preescolar), en una escuela pública de enseñanza primaría que había casi llegando a la Esquina de Tejas, en el tramo de Monte entre San Joaquín e Infanta, en el municipio habanero del Cerro. El kindegarten pude haberlo hecho a la edad de cinco años, en 1947, pero mis padres consideraron que era mejor que lo hiciera a los seis, en 1948. La maestra, como todas las que entonces atendían las aulas preescolares en Cuba, era graduada de la Escuela del Hogar. No recuerdo su nombre, pero sí que asistía por las mañanas, de lunes a viernes, sin uniforme, con ropa de calle.

La enseñanza primaria la cursé en la Escuela Pública No. 126 Ramón Rosaínz, situada en Monte y Pila, también en El Cerro, a tres cuadras de mi casa, en Romay entre Monte y Zequeira. El primer grado (1948-49) lo hice con la Srta. Roxana; el segundo grado (1949-50), con la Srta. Inés, en 1950-51; el tercer grado (1950-51), con la Srta. Carmen; el cuarto grado (1951-52), con la Srta. Margarita, que era hermana de Carmen. El quinto grado (1952-53) con la Srta. Adolfina y el sexto y último grado (1953-54), de nuevo con la Srta. Carmen.

Todas ellas habían estudiado en la Escuela Normal de Maestros de La Habana y graduado de la carrera de Pedagogía en la Universidad de La Habana. En el caso de las hermanas Margarita y Carmen, de apellido Córdova, tenían el título de Doctora en Pedagogía. Amelia se llamaba la maestra de Educación Física y Lucila, la de Música fue la única maestra negra que tuve. No volví a tener cuando matriculé hasta que matriculé en la Escuela Nocturna de Inglés, que funcionaba en la misma escuela Ramón Rosaínz, en los horarios de 6 a 7, de 7 a 8 y de 9 a 10 de la noche. Las clases eran gratuitas y podían asistir personas de cualquier edad y clase social. Tomasito se llamaba ese profesor negro de inglés y se distinguía porque siempre iba trajeado, con cuello y corbata.

Procedo de una familia humilde. En mi casa solo entraba el sueldo de mi padre, guardaespaldas de Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular; nunca supe lo que le pagaban, pero no debe haber sido más de 150 pesos mensuales, por eso mi madre dos veces a la semana lavaba y planchaba a domicilio. La estrechez económica no impidió que siempre tuviera batas bonitas, gracias a dos de mis tías paternas, Cuca y Lala, que eran modistas. Mis padres solo tenían que gastar en ropa interior, medias, calzado, útiles escolares, un par de juguetes el Día de Reyes y poco más. Zapatos siempre tuve tres pares: uno para andar en casa y jugar, otro para ir a la escuela, los llamados 'colegiales' (de piel negra, con cordones) y otro para salir, que en verano solían ser de color blanco y en invierno negros, por lo regular de charol. Sandalias usé de pequeña, después zapatos con correíta, que no se salían del pie. En aquel tiempo no recuerdo haber usado ballerinas ni mocasiones.

Antes de 1959, en Cuba habían escuelas públicas, privadas y religiosas y la enseñanza estaba separada en hembras y varones. A las privadas y religiosas había que ir con los uniformes, zapatos, medias, corbatas o lazos que cada escuela diseñaba y era obligado comprarlo en determinadas tiendas. En La Habana, en El Encanto, Fin de Siglo, La Época, Ultra, Sánchez Mola y El Bazar Inglés, entre otras. A las públicas también se iba con uniforme, que podías comprar ya hecho en las tiendas, a precios accesibles, o comprar la tela y si nadie en la casa sabía coser, se lo encargabas a una de las muchas costureras que había en los barrios y cobraban barato, unos 5 pesos. Las hembras usábamos saya azul prusia, blusa blanca y lazo azul, de la misma tela de la saya. En el medio del lazo, se ponía y quitaba, con broches de presión, el monograma de la escuela, que vendían en las tiendas de la zona donde radicaba la escuela y uno creo que costaba 0.50 centavos o menos.

La Escuela Ramón Rosaínz se encontraba en El Pilar, una barriada de familias pobres y trabajadoras y también de gente marginal. La calle Pila, que quedaba frente a nuestra escuela (empezaba en Monte y terminaba en Cristina) y era una calle de 'mujeres de la vida', como entonces le decían a las mujeres que se ganaban la vida ejerciendo la prostitución. Algunas de mis compañeras de primaria eran hijas, sobrinas o primas de alguna prostituta, de la calle Pila o de los alrededores, pues por la cercanía del Mercado Único o Mercado de Cuatro Caminos, el más grande de La Habana, era fácil conseguir buenos clientes con los guajiros que traían sus productos del campo, comerciantes, vendedores y choferes de camiones.

Lo sabíamos nosotras y nuestras familias, pero al menos en mi casa, eso no fue un problema para que compartiera con aquellas niñas. Nunca vi a nadie burlarse de una compañerita de aula porque vivía en una casa en mal estado o porque sus zapatos eran más baratos o no tuviera maleta (entonces no habían mochilas, eso era algo que usaban los militares, igual que los pantalones de mezclilla, que era cosa de obreros y mecánicos) y tuvieran que llevar los libros y libretas en la mano o en una jaba de tela hecha por su mamá o su abuela.

Tampoco nos molestaba ni nos daba envidia ver a los estudiantes de las escuelas privadas y religiosas, con sus uniformes vistosos y un ómnibus escolar los recogía en la puerta de su casa por la mañana y por la tarde los dejaba de nuevo allí, aunque vivieran cerca de la escuela, como una vecina mía de la Víbora, que vivía a dos cuadras del Instituto Edison e iba y venía en el bus escolar. Mi prima Lydia Roca, hija mayor de mi tía Dulce Antúnez y Blas Roca, estudió en el Instituto Edison. Me parece estarla mirando, con su uniforme blanco, el monograma con las iniciales IE bordadas en carmelita y zapatos colegiales también carmelitas. Sin embargo, sus tres hermanos, mis primos Paquito, Pepe (Vladimiro Roca) y Joaquín estudiaron en escuelas públicas.

Hasta 4to. grado, dimos clases de música y dibujo y en 5to. y 6to. grado, clases de bordado, economía doméstica y educación física, que dos veces a la semana la dábamos en la azotea de la escuela, que colindaba con el local donde durante muchos años estuvo la COA (Cooperativa de Ómnibus Aliados), una de las organizaciones sindicales más fuertes de la capital (entonces a diario circulaban decenas de rutas de ómnibus por toda la ciudad). Esos dos días, íbamos a la escuela con el uniforme de educación física: blusa blanca, saya azul marino abierta alante con botones y debajo, un short azul y tenis blancos. La marca más conocida era U.S. Keds.

Terminé el 6to. grado en 1954 y matriculé en la Escuela Superior (antes no se llamaba Secundaria), donde cursaban dos grados, 7mo. y 8vo. No sé en otras localidades o provincias, pero en la Superior usé el mismo uniforme de la primaria, pero con otro monograma. Por mi lugar de residencia, me tocó ir a una gran edificación escolar que recientemente se había inaugurado, detrás de la Escuela Normal de Maestros de La Habana, situada en San Joaquín entre Pedroso y Amenidad, Cerro. En una parte del moderno edificio, quedaba la Escuela Superior Anexa La Normal, que así se llamaba, y en la otra, más grande una escuela primaria (después del 59 quitaron la Superior, dejaron la primaria y le pusieron Nguyen Van Troi, igual que el parque que queda enfrente).

Una asignatura nueva eran las clases de cocina, en un salón con mesas, closets, un gran refrigerador y cuatro cocinas de gas, Made in USA (entonces, lo raro era que algo no fuera hecho en Estados Unidos, a Cuba llegaba lo último que se produjera en USA: autos, electrodomésticos, ropa, calzado, películas). Fue algo novedoso para mí, porque hasta 1959 en mi casa no tuvimos refrigerador, comprábamos una piedra de hielo cada día. Y hasta 1968, cuando por la llamada Ofensiva Revolucionaria, nacionalizaron las bodegas y pequeños comercios, entre ellos la carbonería del asturiano Fermín, en la esquina de Romay y Zequeira, mi madre cocinó con carbón.

Los 28 de Enero, aniversario del natalicio de José Martí, nos vestíamos de blanco y desde la Escuela Ramón Rosaínz, por la calle Monte íbamos caminando hasta el Parque Central (unos dos kilómetros), a depositarle rosas blancas al Apóstol. Con uniforme íbamos a visitar la casita donde nació Martí, en Paula 102, o a las charlas que a las alumnas de la Asociación Martiana nos daban en la Fragua Martiana. Uniformadas íbamos también a la Semana del Niño, cuando visitábamos industrias de la zona (Canada Dry, Sabatés, La Estrella o La Española, fábrica de chocolate en Infanta y Estévez). Llevábamos una bolsita, para echar las chucherías que nos regalaban. A las excursiones fuera de la capital (Cuevas de Bellamar, Valle Viñales) íbamos con camisa, pantalón, calzado apropiado y podíamos llevar un cartucho con merienda y un sombrero para protegernos del sol.

La Habana de mi infancia apenas se parece a la del siglo XXI, a no ser por el Malecón, que sigue en pie, con el muro dañado y aceras destrozadas; el Capitolio, recientemente restaurado; el Parque Central, con menos árboles y ya sin su vieja vecina, la Manzana de Gómez, reconvertida en el hotel de lujo Manzana Kempinski. La estatua de Antonio Maceo (el actual espacio recreativo en nada se asemeja al Parque Maceo de mi niñez) y La Giraldilla, entre otros monumentos que no han sido derribados o vandalizados. Teatros como el antiguo Nacional, después García Lorca, hoy Alicia Alonso; restaurantes y bares, como La Bodeguita del Medio y El Floridita, ahora dedicados a sacarle divisas a los usuarios. De los cines que han sobrevivido a la desidia del castrismo, Radiocentro (Yara), Rodi (Mella), América y Riviera, de los pocos a los cuales no les han cambiado el nombre.

La Universidad de La Habana, con su escalinata y su Alma Mater. La Biblioteca Nacional a la que iba a estudiar cuando fui alumna de la Escuela Profesional de Comercio de La Habana (1957-59). Iglesias como la de los Pasionistas en la Víbora y, por supuesto, la Catedral, en la Habana Vieja. Antiguas mansiones coloniales hoy sedes de museos y paradores turísticos administrados. Hoteles como el Nacional, Inglaterra, Sevilla, Plaza, Havana Hilton (Habana Libre), Riviera, Comodoro, Capri, Deauville... Pero sobre todo, el emblema de la capital y del país: El Castillo de los Tres Reyes del Morro, que lleva más de cuatro siglos siendo testigo de asedios de piratas, conquistadores ingleses, guerras de independencia, ciclones, revueltas populares y turbulencias sociales y políticas.

Para los cubanos nacidos en la década de 1940, si sus padres eran auténticos, liberales, ortodoxos o comunistas, como era mi caso, no veíamos a Estados Unidos como un enemigo. Desde pequeños, en los estanquillos veíamos periódicos y revistas americanas; en los cines, si las películas no eran mexicanas, eran americanas. En la radio igual, lo mismo escuchábamos a Joseíto Fernández en aquel programa donde a ritmo de la Guantanamera narraba asesinatos y crímenes que los programas con Frank Sinatra, Nat King Cole, Elvis Presley... O dedicados a la música de Ernesto Lecuona o Sánchez de Fuentes, autor de Habanera tú. O los espacios fijos que había en las emisoras, con Vicentico Valdés, Blanca Rosa Gil, Panchito Riset, Barbarito Diez, Tejedor y su Grupo, Benny Moré... O los dedicados a la música clásica, española, mexicana o argentina. A los seguidores del feeling, guaguancó, danzones y décimas campesinas. O cuando podías escuchar lo último de las orquestas cubanas de moda (Jorrín, América, Aragón, Riverside, Sonora Matancera, Roberto Faz) o de jazz bands estadounidenses que eran muy escuchadas en Cuba, como las de Benny Goodman y Glenn Miller.

Parece que no, pero todo eso influye, porque uno crece con la posibilidad de escuchar la música que tu quieras, de leer el libro del autor que más te guste y ver o no películas de México, Estados Unidos o Argentina (de Cuba no recuerdo haber visto ninguna). Ver muñequitos (comics), impresos, en la tele o en la prensa nacional (mis preferidos, Trucutú y Benitín y Eneas). Seguir o no las aventuras, primero en la radio (Los Tres Villalobos, la más popular) y después en la televisión. Las aventuras tenían tantos oyentes como las radionovelas (El derecho de nacer) o Divorciadas, un programa basado en hechos reales. Podías seguir el espiritismo de Clavelito, los espacios humorísticos y las actuaciones musicales en vivo, en Radio Progreso y otras emisoras. Comprar o no la revista Bohemia o Carteles o las de temas femeninos, como Romance y Vanidades, la más vendida, costaba 20 centavos, salía una vez al mes y cada número traía una nueva novelita de Corín Tellado.

Uno estaba al tanto de lo que se usaba en Estados Unidos, que ya desde entonces era un país de referencia para el cubano de a pie, aunque la gente rica prefería la moda y los perfumes de París. Si querías un vestido igual al que viste en el catálogo de Lana Lobell, ibas al Ten Cent, te comprabas un sobre que dentro traía los patrones o moldes y costaba menos de un peso. Si vivías en La Habana, ibas a Muralla, la calle donde se vendían más telas, encajes, botones, bieses, serpentinas, zippers e hilos del país, y por tres o cuatro pesos, cuando mucho, comprabas dos o tres varas o yardas (antes no se decía metros) del tejido que el modelo requería. Nadie en mi escuela, mi barrio y mi familia sufría si no podía comprar lo que estaba de moda en USA.

Quienes tal vez sufrían un poco eran los apasionados de los autos, pero en las agencias que había en la capital, podían comprarlos a plazos, igual que los aires acondicionados, refrigeradores, cocinas, batidoras y otros electrodomésticos americanos. Entonces, cualquiera podía sacar un pasaje en avión a Cayo Hueso (Key West) o Miami, pasarse allí unas horas haciendo compras y regresar ese mismo día. Mejor aún si ibas en el Ferry, donde podías venir con autos, muebles y todo lo que necesitaras para tu casa o para tu taller de mecánica, chapistería o carpintería.

Pero todo se acabó cuando en 1959 llegó el comandante y como para él todo eso formaba parte de la "diversión", mandó a parar. Y fue cuando los cubanos empezaron a joderse, a ir pa'trás, a estancarse, viviendo con libreta de racionamiento desde 1962, cada vez con más escasez y penurias, sin democracia ni libertades. Sesenta años después, Cuba está peor que en 1959. Con niños, adolescentes y jóvenes a quienes no les motiva estudiar y trabajar para desarrollar y modernizar el país en que ellos, sus padres y sus abuelos nacieron.

Tania Quintero

Foto: Las alumnas que cursamos el 2do. grado con la Srta. Inés, en 1950-51 y no en 1951-52 como yo alguna vez puse en la foto. Después de terminado ese curso escolar, la Srta. Inés se sucidió dándose candela. Una noticia muy dura para quienes fuimos sus alumnas, pues era una de las maestras más dulces y risueñas de la escuela. Al menos yo nunca supe los motivos que le llevaron a acabar con su vida. Soy la primera a la izquierda, en la segunda fila, con el pelo recogido y lazos blancos.

Nota.- Antes de su publicación, Lola, una cubana que vive en España y hace años es lectora del blog, leyó Ir a la escuela en la Habana de mi infancia, y a través del email, me envió el siguiente testimonio:

Estimada Tania: Me encanta leer esos recuerdos suyos, porque son muy parecidos a los míos. Nací en 1951, aunque mi familia, por ser mi padre dueño de un negocio, por el régimen que se instaló en Cuba en 1959 podría ser considerada "burguesa", aunque excesos ni lujos jamás hubo en mi casa. Fuimos al kindergarten de una escuela pública, luego a un pequeño colegio privado y más tarde a Baldor. Mi madre, por cierto, nunca compró los uniformes que vendían ya confeccionados en las tiendas. Ella sabía coser y me los hacía. Había aprendido a coser con Juana Dueñas, una modista que cosía a gente rica, vivía en La Habana y a veces íbamos de visita a su casa. Mi padre siempre nos decía que su obligación era trabajar para mantener a la familia y que la nuestra, los hijos, era estudiar. A mis hermanos mayores les pagaba un pequeño sueldo por unas horas que trabajaban en la cafetería, siempre sin dejar los estudios. Mi padre diariamente se levantaba a las cinco de la mañana para atender su negocio. Él consideraba que había que enseñarnos que el dinero no crece en los árboles, se gana trabajando. Mi madre tenía amistades que vivían en barrios humildes y muchas veces íbamos a visitarlos. Yo disfrutaba enormemente jugando con aquellos niños y nunca me sentí diferente a ellos ni ellos a mí. Sencillamente éramos niños y como tal nos comportábamos. Es una pena saber que ahora en Cuba existen más diferencias sociales que hace 60 años. Un saludo afectuoso, Lola

Leer también: Colegios privados existentes en Cuba antes de 1959, Instituto Edison, la escuela y el libro, Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, Comercio y Bachillerato, El Cepero, serie de cuatro posts con relatos de Alfredo Zayas sobre el Instituto Preuniversitario Especial Raúl Cepero Bonilla, en el antiguo Colegio de Maristas de la Víbora: 1ra., 2da. , 3ra.  y 4ta. parte y final . Ver fotos escolares en Mi generación de los 60.

lunes, 7 de octubre de 2019

La educación en Cuba no es gratuita



Después del acto de inicio del curso escolar en Santa Clara, el lunes 2 de septiembre, la maestra pidió a los padres que entraran al aula con sus hijos. Les dio la bienvenida, se presentó, les habló de los horarios, de lo importante que era aprobar ese año, de la merienda, de lo que se puede y lo que no se puede hacer, de las reuniones de padres que supuestamente se harán durante el curso… y también del calor, del intenso calor que esos niños sufren debido a la escasa ventilación de un recinto adaptado para ser aula.

“Nos dijo que se iban a recoger 4 cuc por alumno para comprar ventiladores cuando sacaran en las TRD (tiendas recaudadoras de divisas)”, asegura Yanara, joven madre cuya hija cursa el tercer grado en una escuela cuyo nombre prefiere no mencionar. “Es la maestra de la niña y lo menos que quiero es buscarle problemas allí en la escuela, pero sí hay que decirlo para que se sepa que desde el primer día de clases, ya le están sacando dinero a los padres. Sé que es verdad, las temperaturas con altas y los niños pasan calor, pero debiera ser la misma escuela, creo yo, la que garantice todas esas condiciones si saben que no hay casi ventanas en las aulas”.

Tras la reunión otra madre se atrevió a preguntarle a la educadora ¿por qué pedían tanto dinero por cada alumno? "Y ella respondió que los ventiladores estaban muy caros, y que, como hay padres que se hacen los zorros, tenían que asegurar el dinero suficiente. Que no se preocupara, pues a los hijos de quienes dieran el dinero los pondría en la parte más ventilada del aula, y los que no, bueno, pasarían calor”.

Yanara reflexiona: “¿Puede decirse que eso sea justo y equitativo? ¿Qué culpa tiene un niño? Eso mismo es lo que hacen algunos maestros con aquellos alumnos cuyos padres le hacen regalos: los tratan mejor”. Yo tengo el dinero para el ventilador, pero hay padres que no es que sean descarados o zorros, es que no lo tienen. Solo pueden comprarle zapatos, medias, ropa para la educación física, una mochila...Todo eso cuesta mucho dinero”. Y recuerda que el año pasado también recolectaron dinero para un ventilador, cestos de basura, y materiales de limpieza, “porque la escuela no los garantizaba”.

Si bien para lectores de otros países pudieran resultar desconcertantes estas situaciones, para los de Cuba se trata de algo normal y corriente. Desde hace mucho tiempo y de manera creciente los padres han sacado de sus bolsillos el dinero con que se mejora buena parte de las condiciones de vida y estudio de sus pequeños en las aulas cubanas. Sin embargo, la enseñanza primaria está lejos de ser hoy la que mayor desembolso supone para los padres.

Tener un estudiante becado puede convertirse en un verdadero tormento: además de ropa, calzado y otros accesorios, debe conseguirse una taquilla para guardar las pertenencias y en algunos casos hasta pequeñas neveras o frigoríficos para conservar sus alimentos de la semana. “Antes sí se ponían pesados, pero ya los profes se hacen los de la vista gorda y no nos dicen nada, porque saben que a golpe de comedor no hay quien pueda. En el curso anterior, la propia facultad ajustaba las clases para que los jueves nos fuéramos a nuestras casas, a veces los miércoles, porque la alimentación estaba crítica y también había que ahorrar electricidad”, cuenta una estudiante de tercer año de la Universidad Central Martha Abreu de Las Villas, quien asegura que su familia “no es pudiente, pero hicieron un esfuerzo y le compraron una neverita criolla”.

"La educación en Cuba cada vez está más lejos de ser gratuita.y quizás donde mejor se percibe ese cambio es en las universidades. Hoy, muchas veces el estudiante que no tiene una laptop en el aula se siente mal, y en buena medida algunos profesores indican las actividades docentes asumiendo que todos tienen idénticas posibilidades, cuando en realidad no es así En Cuba aumentaron el salario, es verdad… pero, ¿cuánto cuesta una laptop, donde la venden? ¿Qué sucedió con las GDM que en su momento tanto celebraron los dirigentes del gobierno y hasta el presidente cubano?”, se pregunta una profesora universitaria.

Estos son solo algunos de esos costos que suponen mejorar las condiciones de vida de los estudiantes, pero otros fenómenos más complejos e igual de lamentables se aprecian hoy en las aulas del país. “El mismo proceso de gentrificación que se ha venido observando en algunos barrios de la capital y otras ciudades cubanas, incide igualmente en la esfera educativa”, explica la docente entrevistada. En su opinión, es tan creciente y profunda la corrupción que hoy se aprecia en las escuelas del país que no solo se compra un examen o los favores de un maestro, sino que se resuelve la matrícula en determinados centros.

“Los individuos que por determinadas circunstancias han logrado hacerse de grandes capitales, porque dirigen una empresa o tienen cierta influencia en el gobierno, no solo logran hacerse de aquellas casas que un día fueron de la clase más adinerada, sino que ubican a su hijo en el preuniversitario que desean, y pueden hasta comprar profesores y moverlos de una escuela a otra, pagar repasadores exclusivos”, comenta la profesora.

Son varias las maneras para conseguir los favores de un profesor o director de una escuela. Van desde el simple tráfico de influencias, hasta el pago directo o indirecto de dinero, en pesos convertibles. El curso pasado, varios padres denunciaron que algunos profesores del preuniversitario Osvaldo Herrera de la ciudad de Santa Clara, aceptaban recargas telefónicas y favorecían a ciertos alumnos en los exámenes.

Al encontrarse ubicado en el mismo centro de la ciudad, justo en el perímetro del Parque Vidal de Santa Clara, una matrícula en este preuniversitario es altamente cotizada. Más de una vez se han hecho cuestionamientos y críticas debido al tortuoso sistema de matrícula. No pocos padres argumentan que allí se compran las ubicaciones.

La profesora universitaria afirma que "es una competencia desigual, pues el listón le queda más alto a aquellas familias que sin disponer de suficientes recursos se ven obligadas a desembolsar su dinero para pagar un repasador, comprar una computadora, o asegurarse de que su hijo tenga iguales oportunidades formativas. Poco a poco se va profundizando una realidad: ¿quiénes viven en los mejores barrios y las mejores casas? ¿quiénes van a las mejores o más céntricas escuelas? Lo mismo pasa en la salud, ¿quiénes consiguen ese medicamento que escasea o disfrutan de la mejor atención médica?”, argumenta la profesora entrevistada.

Nuestra entrevistada se declara defensora de la educación pública.“No quiero que se privatice la educación en Cuba, no quiero una educación religiosa tampoco, nada más alejado de mis deseos. Quiero que la educación sea laica, universal y gratuita, y que tenga los mismos niveles de calidad que un día tuvo. Reconozcámoslo, ya esto no se parece en nada a lo que un día tuvimos en Cuba”.

Santiago García Abreu
Cibercuba, 4 de septiembre de 2019.
Foto: Primer día de clases en una escuela de Guantánamo. Tomada de Havana Times.