lunes, 29 de junio de 2020

El Mariel cambió a Miami



Dos motivos fundamentales impulsaron a miles de cubanos a una travesía incierta durante la avalancha producida por el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, Florida, a mediados de abril de 1980. El deseo de vivir en libertad y la necesidad de un mejor futuro económico. Ambos se complementan, aunque no son sinónimos.

Con una audacia que en más de una ocasión se interpretó como falta de agradecimiento, cuando no como poca capacidad de adaptación e indisciplina, los marielitos -la palabra se ha ganado el honor de poder rechazar las comillas- conquistaron su lugar bajo el sol de Miami. Lo consiguieron con trabajo y dedicación.

Ahora que se destaca el triunfo económico de quienes llegaron sin un centavo -con apenas la ropa que traían puesta, hecha jirones por la espera de varios días y el viaje- no debe olvidarse que su integración a la sociedad estadounidense tuvo un carácter transformador.

La llamada Generación del Mariel fue la que cambió de forma irrevocable a Miami, al ampliar el consumo, la fuerza de trabajo y el uso del idioma español hasta rincones que hasta ese momento habían resistido “la invasión cubana”.

Los marielitos llegaron cargando diversas “culpas”, de las que le costó trabajo librarse. La primera fue haber vivido hasta ese momento bajo el régimen de La Habana. No importó que fuera por fecha de nacimiento, ideales políticos o imperativos familiares. Durante los primeros años, a cada momento se les recordó sus errores o los de sus familiares, que imposibilitaron una “salida a tiempo del comunismo”. Si hoy en Miami es normal que al iniciar una nueva vida cualquier cubano no tenga que ocultar su pasado en la isla, es gracias al Mariel.

Mientras que hasta ese momento la mayoría de los exiliados habían llegado gracias a sus esfuerzos y los de sus familiares, luego de un recorrido que podía incluir una estancia de varios años en un tercer país y una larga espera -que para muchos significó también largos períodos de trabajo obligatorio en la agricultura antes de lograr la salida-, estos recién llegados habían simplemente aprovechado una oportunidad única.

Tras tomar la decisión de abandonar la isla -algunos fueron obligados a irse-, los habían montado en un bote, propiedad de unos desconocidos la mayor parte de las veces y desembarcado en Cayo Hueso. No habían venido, los “habían traído”.

Esa fue la segunda culpa a cargar. Lo ocurrido años antes -en el puerto de Camarioca, Matanzas, y luego durante los Vuelos de La Libertad- fue un éxodo escalonado que no llegó a causar esa división tan precisa y repentina entre unos y otros: “Yo estaba aquí y tú acabas de llegar”.

También a diferencia de quienes salieron primero, los marielitos se encontraron una estructura creada de negocios cubanos que les facilitó su inserción laboral -con mayores o menores ventajas, con un grado más elevado o más moderado de explotación- e hizo posible que en cierto sentido fuera menos “traumática” su nueva vida.

Quien se estableció en esta ciudad en 1980 tuvo que pasar por dos procesos distintos de asimilación. Uno fue la adaptación clásica a un nuevo país, nuevas costumbres y un nuevo idioma. El otro fue el descubrir de que junto con una serie de principios elementales -que en Cuba se habían ido deteriorando y continúan aún en crisis-, en Miami subsistían una serie de valores caducos que el recién llegado pensaba superados. Fue en parte una vuelta a los años 50 en el mundo de los 80: el futuro en forma de pasado.

El álbum fotográfico de lo ocurrido en los días del Mariel y las imágenes de la vida actual de esos miles de protagonistas, constituye un poderoso instrumento de propaganda. Entonces la historia se captó en blanco y negro. Fueron días extremos, de grandes contrastes.

La adopción de Miami como patria no deja de tener un carácter contradictorio, aunque puede justificarse. A diferencia de los que llegaron durante las décadas de 1960 y 1970, la Cuba que los marielitos dejaron atrás no significa añoranza, salvo en los recuerdos personales.

El triunfo del inmigrante es mayor en la medida que se integra más al país de adopción. Quienes llegaron por el Mariel no han abandonado por completo el sentirse cubano, más bien han aumentado la geografía de su patria.

Alejandro Armengol
Cubaencuentro, 22 de abril de 2020.
Leer también: "Me daba igual llegar a Estados Unidos que a las Malvinas" y El orgullo de ser gusano.

lunes, 22 de junio de 2020

Cuaderno de Travesía (II y final)



Una multitud desesperada, triste, fatigada y con incertidumbre, aguardaba presuntamente a ser llamada, humillada y conminada a montar, cuando había espacio disponible, en uno de los ómnibus que irregularmente llegaban al lugar procedentes de Santiago de Cuba u otros puntos de la región oriental del país, en su trayecto hacia La Habana. El sol de mayo quemaba, expuestos como estábamos a la resolana. Aunque había algunos espacios sombreados, se nos prohibía pisar el césped, obligándonos a permanecer al sol, aún a mediodía.

De vez en cuando “daban” -en realidad debíamos de pagar por ellas en efectivo, pero en el lenguaje revolucionario el verbo “dar” constituye un axioma- unas raciones de arroz cocido sin sal, ni gusto a nada remotamente bueno, que nos servían en unas cajas de cartón cuyo olor se impregnaba al arroz. Bebíamos -también pagando por ellas- las raciones de un agua soleada que más parecía un caldo espeso, cuando la oficialidad determinaba que se nos debía “despachar” o “darnos” el agua.

A pocos metros había una fuente de agua helada, vedada para nosotros. El intento de beber de ella le había costado patadas y culatazos a un jovencito flacucho y desnalgado, de pómulos prominentes en la cara desdentada, apodado Chucho. Al noveno día de estar allí, fui llamado por los altoparlantes. Ningún autobús había arribado, de manera que no me llamaban para autorizarme a partir. Se trataba de un ajuste de cuentas para decirlo en sus propias palabras, que un oficial recién llegado al lugar exigía. Este oficial -un verdadero animal con ropa, con perdón de cualquier animal vestido- había sido, en Vertientes y Camagüey, figurón de proa del Ministerio de Cultura.

Con la preparación de un analfabeto funcional, lo habían colocado en esos puestos, atendiendo a su condición de oficial de la contrainteligencia. Lo había conocido cuando, siendo un joven escritor, había pertenecido a los talleres literarios primero, y luego, antes de ser separado de esta organización, a la Brigada Hermanos Saíz, de jóvenes escritores y artistas cubanos, de la que fugazmente fui miembro sin haberlo solicitado, y con la misma fugacidad dado de baja de su nómina. De algún modo, descubrir mi presencia en aquel conglomerado suscitó en el oficial no se qué pruritos revolucionarios que lo llevaron a provocarme.

Comenzó por decirme que hablara claro, que le dijera bien claro allí, delante de todo el mundo, por qué razón estaba yo en este lugar. En las manos sostenía una carta autoincriminatoria, escrita por mi mano y firmada por la responsable del CDR al costo de 150 pesos cubanos de entonces, más de la mitad de mi salario de un mes. Le hice ver que la carta se lo explicaría mejor de lo que yo podía hacerlo en ese momento. Me dijo que no estaba pidiéndome explicaciones sino exigiéndomelas.

Lo fraseó con otras palabras, naturalmente, y por último con las manos en jarras me espetó: "La revolución es muy justa y generosa, chico; lo que no consiente es que se burlen de ella para que lo sepas, so maricón. ¡Qué eso es lo que tú eres! Una escoria de mierda". En ese instante, debí estar loco, con esa locura temeraria que a veces da la desesperación, o el sentido de haber tocado fondo. Le respondí con ostensible ironía que “seguramente, gracias a las virtudes y a la generosidad de la revolución, personas como él estaban en el lado decente, y yo en el lado de la escoria”.

Dudo que pudiera entender exactamente mis palabras, pero tal vez eso mismo excitó más su odio y su vesania. Lo vi quitarse la gruesa faja militar y pensé que me iba a matar con su pistola. En esos instantes lo hubiera deseado. En lugar de esto, lo que hizo fue comenzar a azotarme con la faja. Pronto, se le sumaron otros militares, que me dieron golpes y patadas. Gracias a la intervención de un oficial de mayor rango, que apareció caído del cielo, se detuvo la paliza y ordenó que fuera cargado por algunos de mis compañeros de infortunio y colocado bajo la sombra escasa que ofrecía un alero cercano.

Al poco rato, un médico o enfermero me practicó un somero examen y dictaminó que lo único que necesitaba era un poco de descanso. Con un ojo semicerrado a causa de la paliza, no alcancé a distinguir si lo decía con sarcasmo. A los once días de estar en este campamento, presa de un profundo abatimiento, y aún adolorido, me llamaron nuevamente, pero esta vez se trataba de salir con destino a La Habana. En algún lugar del camino, no sé si antes de entrar a Las Villas o en la actual provincia de Ciego de Ávila, el autobús hizo escala en un merendero o lugar turístico completamente desierto para que bajáramos a comer algo.

El autobús había salido de Santiago de Cuba, de madrugada, y esta era la primera parada que hacía para que los viajeros comieran alguna cosa. Las empleadas del lugar -atemorizadas, sin dudas- daban la impresión de ser nórdicas de nacimiento, tan glacial y distante era su trato. Estiré cuánto pude el dinero que todavía me quedaba escondido en la planta del calcetín en previsión de cualquier eventualidad, y pagué tres pesos por un emparedado de pan viejo, que sólo contenía un trozo de requesón. No había agua, o las empleadas tenían orientado decir aquello, y pagué otros dos pesos por una limonada del tiempo.

Llegamos muy tarde a La Habana, ya de noche y no supe que recorrido hizo la guagua hasta llegar a la siguiente escala, un lugar conocido como Cuatro Ruedas, tal vez un antiguo aserradero o un campo de entrenamiento de algún tipo, rodeado por una cerca muy alta de tablones de madera, que impedía ver y ser vistos desde fuera. En este lugar nos obligaban a deshacernos del carné de identidad, que depositábamos en una cubeta desbordante de aquel odioso documento, y nos volvían a “examinar”, como si quisieran asegurarse de quiénes éramos.

Parecía cosa de rutina. Allí había muchas mujeres oficiales, que se esforzaban por dar pruebas de su celo revolucionario conminando, por ejemplo, a uno de los recién llegados, una “loquita” a la que llamaban “la holguinera”, a que se bajara los pantalones; y a un viejo vencido por la edad, y quién sabe cuántas otras vivencias, a que le tocara las nalgas. Cuando el viejo se negó con determinación a cumplir la orden, las oficiales revolucionarias lo ofendieron llamándolo viejo bugarrón barato, y lo amenazaron con echárselo a los presos comunes que se lo iban a comer como pirañas.

En Cuatro Ruedas se suscitaron varios incidentes entre perros y la población no canina, en la que los primeros llevaron la mejor parte. En este sitio esperé cuatro días a ser llamado para embarcar, y el último, presencié uno de tales ataques. Más bien, en el estado de depauperación física y mental en que me hallaba supe de algún modo de que estaba sucediendo alguna cosa de la que rogué a Dios que me librara. No sé qué cosa específica hizo saltar el detonante que provocó la agresión de los canes entrenados para reprimir.

Alguien me había ofrecido su espalda y había requerido la mía para poder recostarnos y dormir algo, y dormido estaba -profundamente dormido- cuando sentí repetidamente en la cara el contacto de algo frío, húmedo. Al abrir los ojos, tenía delante de mí un enorme perro pastor alemán que me lamía la cara. No sentí miedo. Inexplicablemente, no me dio miedo alguno. O tal vez tuve tanto miedo que no lo supe. Lo cierto es que el perro no me agredió.

El caos a mi alrededor era tremendo, pero no había conseguido arrancarme de mi sueño, tampoco a mi compañero lo habían despertado los gritos ni el corre-corre. Cuando finalmente los perros fueron atraillados nuevamente, había muchos heridos entre nosotros. Unos mordidos por los perros, otros pisoteados por los que trataban de escapar al ataque de estos, o golpeados -dirían los guardias- en la confusión producida, por otros que buscaban cobrarse un viejo agravio.

En el autobús que me llevó desde Cuatro Ruedas al Mosquito, punto de preembarque en la costa, viajaron varios heridos. Uno de ellos había perdido un ojo, vaciado, sin saber cómo ni cuándo. Lo llevaron a curar a algún lugar fuera de allí y lo trajeron nuevamente a tiempo para embarcar en el autobús que nos llevaba al campamento improvisado en la costa.

Al Mosquito llegamos de noche. Nos indicaron bajar y buscar donde colocarnos. Apenas si había espacio disponible y, a menos que uno se acomodara sobre el diente de perro pelado, debía permanecer de pie. A veces se suscitaban peleas por un palmo de tierra, que los guardias unas veces ignoraban, y otras acababan a culatazos. Creo que nos mantenían separados o tal vez sólo agrupados en categorías que no preciso. Sólo me parece recordar que los presos políticos (¿o eran los criminales más peligrosos?) ocupaban un área adyacente a la nuestra, asignada por las autoridades.

En el perímetro donde me hallaba las autoridades no intervenían cuando prácticamente a la vista de cualquiera -aunque era de noche el lugar estaba profusamente iluminado por muchas luces y reflectores- dos hombres tenían sexo, y algunos otros esperaban en fila su turno. Se había impuesto un ambiente carcelario al que cualquiera estaba sujeto. Toda la noche estuvieron llamando por los altoparlantes los nombres de aquellas personas que debían embarcar, no sé si de inmediato, o luego de algún otro escrutinio previo.

Como a las seis de la mañana oí que me llamaban. Nos fueron concentrando en el interior de una pileta o piscina vacía, a la espera de algo. Creo que fuimos separados los hombres de las mujeres, pero no podría asegurarlo. Me sentía afiebrado y estaba mareado como si hubiera bebido alcohol. Antes de bajar a la piscina, nos obligaron a desnudarnos mientras permanecíamos apelotonados allí, y una vez en cueros nos hacían subir nuevamente, y avanzar hasta colocarnos frente a unas mesas a las que estaban sentados varios oficiales que formulaban algunas preguntas y autorizaban a seguir de largo o por el contrario obligaban a volverse a cualquiera.

Aquellas preguntas formuladas a veces por una muchacha de bello rostro, y no siempre con la voz crispada, eran de este tenor: ¿Y tú por qué te vas del país, si aquí no te hemos hecho nada? ¿Te gustan más las pingas de los imperialistas? Chico, ¿tú no crees que hasta para ser maricón hay que tener un poquito de dignidad? ¡Aquí no se persigue a nadie por ser homosexual! ¿No te queda ni un poquito de patriotismo por ahí?

En El Mosquito conocí y traté brevemente a personas como Patricio y Delfín. Este último decía tener quince años, luego me confesó tener solamente trece. No sé de qué manera se las arregló para colarse allí, pero su edad no pareció nunca delatarlo o constituir motivo de rechazo por parte de las autoridades. Decía no tener padres. Ambos habían muerto. El en Angola, ella suicidada.Una tía que se había hecho cargo de Delfín estaba medio loca. Tal vez me vi reflejado en el muchacho. Por un tiempo pensé que se trataba de una alucinación. Todo lo era para mí en aquellos momentos.

Cuando finalmente me autorizaron a partir, perdí de vista al muchacho, y ya no lo volvería a ver sino hasta que coincidimos nuevamente en alguna ocasión, en la base militar de Indiantown Gap, en Pennsylvania. Un oficial nos indicó el muelle y allí nos dirigimos en una fila apretada y silenciosa. El barco ya estaba atestado y nos fuimos haciendo sitio como pudimos, con la ayuda de algún marino preocupado por la distribución del peso a bordo del viejo camaronero.

De las gavias del barco colgaban los hombres como racimos, y los había también sobre el techo del camarote y donde quiera que fuera concebible meterse. Para las pocas mujeres, los enfermos, los viejos y los niños que iban a bordo, se había reservado el área más protegida de la cabina de mandos y el interior del barco. Cuando se autorizó la salida del Coral Reef, nos hicimos a la mar con una carga humana de unas 250 personas. según mis cálculos. Las cifras oficiales indican una cantidad mucho menor. La travesía nos tomó aproximadamente unas diecisiete horas hasta alcanzar Key West, en La Florida.

En Indiantown Gap, Pennsylvania, conocí a Luis y a su mamá. Era un retrasado mental de unos 50 años, y ella una señora que debía pasar de los 70, que habían emigrado porque el gobierno castrista decidió vaciar cárceles y hospitales psiquiatátricos, aprovechando la avalancha desde Mariel hacia Estados Unidos. Luis resultó uno más entre los invitados a irse de Cuba y -generosamente- le ofrecieron a su madre la posibilidad de acompañarlo, ya que ella era su único familiar en Cuba.

Los dos estaban en una situación física y mental tan precaria que quienes hacíamos trabajo voluntario en la Mental Health Clinic improvisada por profesionales cubanos y de otras nacionalidades nos turnábamos en alimentarlos, bañarlos y vestirlos. Otro hijo de la señora, que desde hacía muchos años vivía en Puerto Rico, tras muchas averiguaciones consiguió saber que su madre y su hermano se encontraban en la base. Nunca olvidaré el momento de aquel reencuentro.

Mi reencuentro familiar, sin embargo, tendría lugar más de quince años después, cuando luego de haberme denegado la autorización en varias ocasiones, las autoridades consintieron que volviera de visita al país. La necesidad del Estado cubano de conseguir dólares, y no un acto de compasión, había hecho posible el regreso temporal de la "escoria". En ninguna de mis visitas, mis padres me comentaron lo que sufrieron, luego de mi salida de casa y de Cuba, supe, por amigos y vecinos, que mi familia sufrió varios actos de repudio y mi padre fue amenazado de muerte y soportó el lanzamiento de huevos, tras cubrir con lechada los insultos escritos en la fachada de nuestra casa.

Mi abuela murió seis meses después de mi salida de Cuba, lo supe por una carta de las que consiguió llegar a mis manos. En aquella época de insolente procacidad y desparpajo del régimen castrista, cuando el destino del país parecía garantizado por la protección y el subsidio soviético, las comunicaciones postales o telefónicas desde el mundo libre con la isla, eran poco menos que inexistentes.

Como mis padres no disponían de teléfono, debía solicitar con antelación una llamada previamente convenida con ellos mediante un cablegrama (que podía no llegar a sus manos) al número de alguien de confianza, y entonces, de producirse la conexión el día y a la hora indicados intentar comunicarnos por el exiguo tiempo que nos concedieran las operadoras de uno u otro lado del océano. De más está decir que dichas comunicaciones se interrumpían de repente sin que uno pudiera apelar a nadie, u obtener una explicación medianamente satisfactoria. El tiempo concedido y las circunstancias apenas si daban en ocasiones para intercambiar unos saludos crispados o frases que intentaban expresar los sentimientos recíprocos.

Durante mucho tiempo me sentí culpable de que la muerte de mi abuela hubiera ocurrido poco tiempo después de mi salida. Me culpaba por la precipitación conque había salido de casa, por no haberme despedido de ella debidamente, informándola de lo que me estaba ocurriendo. Debo confesar que me embargaba la infundada esperanza de regresar a mi país en poco tiempo. El régimen colapsaría. La implosión era poco menos que inminente. El colapso moral ya se había producido, y luego vendría el otro. Eran juicios de valores no fundados en realidades más burdas. ¿Quién dice que no vivíamos ya hacía mucho bajo los escombros?

En 1987, fui el primero de los marielitos, según indican los anuarios encargados de recoger y divulgar estos hechos, en recibir un doctorado de una universidad americana. Y ese mismo año comencé a dictar clases en Tulane University, en Nueva Orleans. Desde mi llegada, o más bien después de mi salida del campamento de refugiados en Pennsylvania, había pasado a residir en Philadelphia. En esta ciudad, luego de trabajar en infinidad de cosas el primer año (1980-81) comencé estudios en la Universidad de Pennsylvania y más tarde en la Temple University, de la que me gradué finalmente en el área de estudios latinoamericanos.

En 1981, conocí a quien ha sido desde entonces mi compañero de ir por la vida, y por el regresé a Philadelphia luego de pasar tres años en Luisiana pues la distancia física se nos hacía verdaderamente intolerable. Mi primer libro de relatos en los Estados Unidos, Algo está pasando, no vio la luz hasta 1992 a instancia de amigos buenos y generosos, entre los que puedo mencionar señaladamente a los doctores Matías Montes Huidobro, el reconocido hombre de letras cubano y su esposa la ensayista y profesora Yara González Montes, y la doctora Alicia Aldaya quien fuera mi colega en Nueva Orleans y la prologuista de la primera edición del libro.

Juntamente con mis actividades académicas y mis investigaciones en el campo de la literatura cubana y latinoamericana que podríamos llamar sumergida o postergada, tales como la narrativa de José María Heredia o la autobiografía de la infancia de la poeta camagüeyana Emilia Bernal Agüero. . Como parte de unos y otros intereses, en 2005 participé con mi compañero Kurt O. Findeisen, médico, traductor y músico, en la fundación de Ediciones La gota de agua que, hasta el momento, ha publicado un buen número de títulos.

Dieciséis años después de mi partida regresé a Cuba. Antes de esta fecha los numerosos intentos de mi parte fueron en vano. Luego de ese primer viaje, volví otras veces. He presenciado lo indecible y he sido amenazado, arrestado e intimidado, y han tratado de captarme para servir a los intereses del régimen fuera de Cuba. Por negarme, nunca más puedo volver a mi patria. He sido devuelto a México desde el aeropuerto de Rancho Boyeros cuando viajé para asistir a los funerales de mi padre. Cinco años después de su fallecimiento me permitieron volver. Y una vez más se me acercaron durante mi corta estadía con el propósito de "persuadirme" y colaborar con el régimen.

Básicamente se trataba de comprometer mi integridad, mi libertad e independencia a cambio de prebendas como la publicación y promoción de mis libros dentro y fuera de Cuba (una vez despojados de su espíritu de denuncia o, estridencia en el lenguaje empleado por ellos) y, por supuesto, la facilidad para entrar y salir del país a conveniencia, entre otras promesas.

El mejor elogio que me han hecho en mucho tiempo, y que conservo con aprecio, lo oí de boca de amigos y viejos conocidos durante algunos de mis viajes a la isla. “Tú sí que sigues siendo el mismo”. Por supuesto que no se referían a la apariencia física o al semblante, que no podrían ser los de hace cuarenta años, sino a un modo de conducirme y de pensar en términos generales.

Claro que he cambiado, que las experiencias de toda índole han influido en mí de un modo u otro; que mi vida se ha enriquecido considerablemente en todos los aspectos, gracias a mi salida de Cuba, a pesar de muchos despojos que tal decisión o circunstancia llevaran aparejadas. Pero en lo esencial soy la misma persona. Cuando conseguí poner pie nuevamente en Cuba creyendo que, en cierto modo se trataba de un regreso, me di cuenta de que el país amado había dejado de existir allí donde se suponía radicaba su asiento geográfico. Se trataba de un secuestro, de una deserción inconcebibles.

Los que habíamos sido tildados de traidores y a quienes ahora se llamaba 'traidólares' no sólo proveíamos las tan necesitadas divisas para el régimen de Castro, más importante aún, éramos en más de un sentido los portaestandartes naturales de una forma de ser cubanos no reñida con la libertad personal, y ello me sirvió para reflexionar que por ahí mismo había comenzado la isla a ser patria alguna vez para los cubanos ansiosos de un suelo propio afincado en la dignidad de la persona.

Por eso la experiencia toda del Mariel representa para mí, visto en retrospectiva, la oportunidad única que alguna vez nos fue dada, de retener ese ideal de patria y de dignidad personal, en el que otros compatriotas de la isla, menos dichosos, puedan mirarse y reinventarse algún día, sin obstáculos onerosos ni mermas a la libertad personal.

Rolando Morelli
CiberCuba, 3 de mayo de 2020.
Foto: Embarcación a punto de zarpar en el puerto del Mariel. Tomada de CiberCuba

lunes, 15 de junio de 2020

Cuaderno de travesía (I)



Algo fuera de lugar, o más bien, algo que sacó definitivamente de sus estancos la vida en Cuba tuvo lugar en abril y mayo de 1980. Los hechos ocurrieron lejos, en La Habana, pero las sacudidas alcanzaron de un extremo a otro de la isla.

En el interior del país -como si se tratara de muchos países contenidos en uno- las noticias de lo que ocurre en la capital llega con retraso mediante un viajero de absoluta confianza, o de terceras personas que las comentan con alguien cercano. Tal vez por ello el provinciano desarrolla un tercer oído ubicuo y siempre alerta. Si además de vivirse en la provincia se vive en un pueblo -o entre el pueblo y la ciudad- uno puede llegar a desarrollar una percepción epidérmica casi como de radar.

Yo vivía entonces entre Camagüey y Vertientes. Además de un central azucarero con el cual a veces se le confunde, Vertientes fue un pueblo adyacente al central y durante años constituyó un apéndice municipal de la ciudad camagüeyana. En los momentos de ocurrir los hechos de la Embajada de Perú en La Habana, enseñaba español y otras materias relacionadas, en el Instituto Superior Educacional, a la vez que fungía -y fingía- como jefe de departamento de dicha cátedra. Era bien considerado entre mis estudiantes. A causa de este vínculo, y en parte gracias a él, había conseguido matricular una carrera -la de pedagogía, naturalmente- luego de circunvalar durante mucho tiempo enormes obstáculos para acceder a la enseñanza universitaria.

Cursaba el cuarto año en la Facultad de Pedagogía, cuando tuvieron lugar los hechos de la Embajada del Perú y el puerto del Mariel. Alguien llegado de la capital, el mismo día de los sucesos anunciados por la prensa, me había comentado que algo grande estaba ocurriendo allá, que se rumoreaba un éxodo masivo inexplicable hacia la Embajada del Perú, pero la persona pensaba que se trataba de un operativo para atrapar a gente descontenta, por lo cual no se había arriesgado.

Simulé no darle mucha importancia al asunto, e incluso mostrarme consternado con las noticias, pero internamente me decía que había que informarse bien de lo que pasaba, y aguardar. Una tensa calma -una sensación de vacío en la que esperábamos tal vez una orientación específica de quienes siempre nos lo habían orientado todo para cada hora-, se adueñó del país. En La Habana la situación parece que fuera otra, pero de ello no estoy en condiciones de hablar en primera persona.

Luego se ha sabido que las autoridades llegaron a bloquear o a controlar las salidas de personas y autobuses desde las provincias, con destino a la capital, a fin de canalizar el éxodo procedente del interior de la isla. Pero debo admitir que una premonición, o lo que fuera, me persuadió de no intentar siquiera explorar el campo mediante una visita relámpago a la capital.

¿Qué explicación convincente hubiera podido ofrecer en el Instituto donde trabajaba, para ausentarme sin despertar sospechas? ¡Ah! ¿Y si me hubieran preguntado en la estación de ómnibus, qué justificación tenía para hacer un viaje a La Habana en esos precisos momentos? ¿Qué habría podido responder? A la espera de algo impreciso estaba cuando comenzaron a tener lugar los actos de repudio orquestados por el gobierno.

La señal para tal movilización de masas la dieron un editorial del diario Granma, del que no casualmente se hizo eco inmediato el obligado Noticiero ICAIC, a cargo del documentalista Santiago Álvarez: “Ahora entrará en acción el pueblo”.¿Cómo era posible? ¡Claro que en ningún caso uno se pensaba parte de aquella escoria social que se presentaba a los ojos del país y del mundo en las imágenes televisivas, fílmicas o gráficas!

A un homosexual connotado -como rezaría su ficha policial- de la ciudad de Camagüey, quien hallándose ya en el campamento habilitado por la policía para concentrar a “la escoria”, en las afueras de la ciudad, se negaba a marcharse del país protestando porque debía tratarse de un error, porque él tendría esa desgracia -todo el mundo lo sabía, no pretendía ocultarlo- pero había sido una persona cumplidora y respetuosa, que nunca se había metido en problemas de ninguna clase. Siempre se había ocupado de su mamá y ahora no podía dejarla sola y desamparada. La solución que le ofrecieron fue que su mamá lo acompañara en ese viaje a Estados Unidos.

Para ese entonces me hallaba dentro del mismo campamento, y había presenciado más de una o dos cosas, pero mirando atrás, recuerdo que antes de pasar yo mismo por tal situación, pensaba que aquello no les ocurría a todos los que decidían irse, sino sólo a aquellos que debían ser por su extracción social, delincuentes y gente de “mala vida”. No era por lo general hasta el momento mismo de ponerle una cara concreta a la noticia de que alguien había sido repudiado públicamente por manifestar su deseo de irse del país, que uno podía reflexionar, tal vez, en lo que aquello significaba verdaderamente. Por otra parte, hasta entonces no me había visto obligado o presionado a tomar parte de ninguno de aquellos actos de repudio, y de algún modo iba escapando.

El primer acto de esta naturaleza que presencié por puro azar ocurrió en la ciudad de Camagüey. Me hallaba en la oficina central de correos, situada en los aledaños de la llamada Plaza de los Trabajadores. Primero, a la distancia, se oyeron voces de niños que entonaban algún “chia” revolucionario. Se trataba de una o más escuelas a las que guiaban sus maestros en una especie de procesión infernal. Pronto pudieron distinguirse con claridad las voces y los cantos.

El objeto de su persecución lo constituía una señora de mediana edad y magra de carnes, a quien venían siguiendo desde hacía varias cuadras, la mujer acosada hasta hacía sólo pocas horas según se dijo, era la directora de una de tales escuelas. Lo singular de aquella manifestación era el paso con que marchaba, luego cobrarían un ritmo de conga carnavalesca. Aunque las consignas y gritos que se proferían contra la mujer eran soeces o procuraban serlo, había algo cansino como del golpe de una aguja sobre el disco rayado.

He llegado a pensar que en la rutina misma del crimen organizado, calculado hasta el mínimo detalle y practicado durante años, la maquinaria represiva del estado había entrado en una especie de sonambulismo institucional, muy distinto de aquella fase explosiva de los primeros tiempos del “Proceso”, cuando el propio Ernesto Guevara llegó a pronunciarse hipócritamente contra el “terror rojo”, en un discurso por entonces secreto antes los oficiales del Ministerio del Interior. Sí, dicha maquinaria estaba necesitada nuevamente de fogueo. La “institucionalización” de la violencia revolucionaria plantea inconvenientes de esta índole, pero el “espíritu de superación” de los revolucionarios acaba por crecerse precisamente ante tales dificultades, y las supera.

Algunos de los que esperaban su turno en la cola del correos, se sumaron con entusiasmo al acto de repudio atraídos por la diversión que les proporcionaba inesperadamente, y se alejaron calle abajo. Los demás permanecíamos envueltos en un penoso y reconcentrado silencio. Mientras estas cosas tenían lugar, uno de mis mejores amigos de entonces, vino a verme a la casa que yo compartía con mis padres. Tenía una proposición que hacerme, y aunque consiguió maquillarla y dilatarla a fin de sondear mis posibles reacciones, al cabo la formuló. Me propuso irnos juntos del país.

Aquéllos que no tenían un pariente en el extranjero -concretamente en Estados Unidos- que pudiera pagar un barco u otra embarcación para sacarlo de Cuba, sólo podían intentarlo mediante la fórmula promovida y aceptada por las autoridades cubanas de presentarse a cualquier sede policial y declararse “escoria social”. Las aflicciones de este mal abarcaban una amplia gama de elementos: Testigos de Jehová y personas de cualquier persuasión religiosa, homosexuales y descontentos de cualquier otra latitud ideológica; a los que las autoridades mezclaron con delincuentes, incluidos criminales, en su afán de construir una imagen denigrante de la emigración cubana.

Un conjunto de circunstancias -entre ellas las mismas dudas suscitadas por la propuesta de mi amigo, y las consecuencias que seguramente se derivarían de dar un paso en tal sentido- abortaron aquel sueño antes de que entre nosotros se esbozara cualquier plan concreto. El arbitrio del miedo y la desconfianza acendrados en el espíritu machacado triunfó sin dudas en esta oportunidad.

No sé si me había resignado ya a renunciar a la posibilidad de intentar irme de Cuba, cuando los hechos, inopinadamente, me colocaron de un modo providencial en capacidad de realizar mis más íntimos deseos de ser libre. Pocos días después de la propuesta de mi amigo, una amiga y colega a la que me unían lazos muy profundos, y a la que había visto taciturna y sentido distante, me informó de su decisión de “abandonar Cuba” para reunirse con sus padres y familiares en Miami.

Algo más de trece años tenía ella cuando, sus padres habían tramitado y conseguido finalmente la salida del país por la vía legal. Más tarde, las autorizaciones para salir fueron suspendidas y las salidas cerradas por las autoridades cubanas de manera terminante. Para nosotros también había caído definitivamente el telón de acero. En aquel momento crucial, la adolescente había decidido, unilateralmente, no acompañar a sus padres, y las autoridades -haciendo ver el gesto de la niña como una actitud de madurez e integridad revolucionaria- la autorizaron a permanecer en el país sin su familia.

En premio a su actitud, la muchacha gozó por un tiempo de cierto mimo y se le otorgó el carné de militante de la Unión de Jóvenes Comunistas cuando aún no estaba en edad de ser admitida a la organización según los estatutos de la misma. Aquel “mérito”, andando el tiempo, pesó lo suyo al concedérsele -también antes de haber arribado a la edad para ello- el carné de militante del Partido. Había, sin embargo una decencia profunda en la persona, a no dudarlo inculcada o alimentada por la educación familiar, que la llevó a mantener en secreto una correspondencia bastante asidua con los suyos, pese a la prohibición terminante en tal sentido, de parte del Partido y sus organizaciones.

Con los años, la madurez emocional y política adquirida y la experiencia de vida, acabaron por deshacer cualquier espejismo o presunto idealismo que hubiese albergado respecto al “Proceso”. Alguna vez (cuando el tiempo de hacer confesiones ya había llegado para nuestra amistad) me dejó entrever su profunda desolación y su desencanto. Pero aún entonces quiso aferrarse -ambos solíamos hacerlo- a sus racionalizaciones un tanto irónicas.

De haber acompañado a sus padres, llegó a decirme, según recuerdo claramente, a lo mejor se habría hallado en Miami o Nueva York, queriendo saber qué cosa era Cuba, según les ocurría a tantos otros. ¡Ahí estaban! ¿No los veía yo? Los muchachos de “Areíto” y de la “Brigada Antonio Maceo”, tan despistados y “seguramente” bien intencionados.

-¿Te imaginas cómo sería yo de Maceíta?, me espetó a boca de jarro, y ambos nos reímos de la ocurrencia. ¡Insoportable! ¿No?

Esta vez, mi amiga me anunciaba que había hablado por teléfono con sus padres en Miami, y que sus familiares habían resuelto venir a buscarla. Su hermano Eduardo ya tenía la embarcación y el dinero para pagar a alguien con experiencia en cosas de mar. Ella se había informado de todo lo requerido, y sería cosa de presentar la renuncia a su trabajo y de nada más.

En vano le aconsejé no hacer tal cosa. Presentarse en el trabajo con el anuncio de que “renunciaba” era una locura. Además, de cualquier modo que se viera, ella no renunciaba, sino que “era separada automáticamente de su trabajo”. Lo mejor que hacía era irse para La Habana y tratar de comunicarse desde allá con su hermano, lo que a fin de cuentas se vería obligada a hacer. Pero a estos argumentos opuso ella que en su caso no pensaba marcharse como “escoria”, sino con el consentimiento de las autoridades y de manera “legal”.

Sus papeles ya estaban en regla, actualizados según se le requería, y debidamente pagados. Las autoridades de Inmigración no le habían causado el menor problema al ser llamada a sus oficinas. Quise alegrarme por ella, creer en la racionalidad de semejante razonamiento, pero un sexto sentido me advertía de que las cosas no podían desarrollarse según ninguna lógica conocida. El suyo, fue el segundo acto de repudio que presencié.

Para entonces, ya la maquinaria represiva había entrado en movimiento. Calibrada, y sometida a respiros de cuando en cuando, ya contaba con su cuota de muertos y lesionados a lo largo y ancho del país. En uno de sus discursos “orientadores”, Castro había advertido finalmente contra la posibilidad de “dar mártires a la contrarrevolución”, por lo que el Estado y las autoridades animaban ahora a ejercer contra los que se iban cualquier tipo de violencia, menos la de darles muerte en la vía pública. La prohibición, que no era tal, sino un intento de descalificación anterior al crimen, condicionaba la violencia poniéndola por entero en las manos del Estado.

Mi amiga había acudido personalmente a presentar su carta de renuncia, y la estaban despidiendo con un acto de repudio previamente organizado por colegas, compañeros y estudiantes. Yo acababa de impartir una conferencia a un grupo de estudiantes de pedagogía, cuando se presentó un estudiante con la encomienda de sumarnos todos de inmediato a un acto de repudio que estaba teniendo lugar contra alguna profesora. No consigo precisar todas las cosas que pasaron entre este momento específico y aquel en el que me hallé entre los manifestantes, temiendo por mi propia vida. Lo que no he conseguido olvidar es ese otro momento en que, sin saber cómo, pasé a hallarme al lado de ella, en medio de un coro vociferante. Creo haber dicho en alta voz, o intentado razonar con la turba algo relacionado con aquello de que “el socialismo se construía voluntariamente”, según lo expresado por “el Máximo Líder” en su discurso.

Todo sigue sucediendo tan rápidamente aún en el acto de recordar, que no sé de fijo cómo fue que pasó lo que pasó. La turba nos fue empujando hacia la carretera, mientras nos arrojaba cualquier objeto -recuerdo particularmente unos despreciables centavos de calamina- huevos y tomates apolismados (acumulados indudablemente con este propósito) y nos gritaban más que consignas, insultos impropios de aquel lugar que representaba la más alta educación y cultura del país.

Unas veces nos acompañaban por la interminable carretera, y otras parecían impedirnos marchar adelante. Dábamos vueltas protegiéndonos con los brazos en alto e instintivamente nos desplazábamos en cualquier dirección pues habernos detenido hubiera significado seguramente una señal de consecuencias fatales. Nuestros acosadores no consentían que abordáramos ningún taxi u otro vehículo, y sólo gracias a la Divina Providencia conseguimos que un automóvil se detuviera y que el conductor, desafiando la furia de la turba nos instara a subir.

En la ciudad de Miami, años después, me encontré cara a cara con uno de los estudiantes que participó en este acto de repudio. No supo qué decir, aunque no hubiera sido preciso decir nada. Recuerdo aún los ojos muy abiertos. Se puso pálido como de cera, bajó los ojos y los hundió en un plato que acababan de ponerle delante. No sé si vomitó o no, porque no pude ya quedarme en el mismo lugar, y durante años, cada vez que me invitaban al Versailles, no podía menos que recordar la escena.

Gracias al chofer del taxi, a quien no conocíamos -se llamaba Manuel, es todo lo que sé- escapamos con vida de aquella turba ensoberbecida y cobarde. Ella logró llegar a La Habana, tras muchos tropiezos, y al fin y al cabo tuvo que salir del país como una “escoria” más. Se instaló en Miami donde intentó suicidarse en dos ocasiones. Más adelante se desplazó a Carolina del Norte.

Por mi parte, el problema que ahora tenía ante mí consistía en encontrar pronto una fórmula que me salvara de perecer, de ser encarcelado o muerto. No sabía qué cosa pensar en tales circunstancias. A los ojos de mis vecinos y de todos aquellos que me importaban, nada había sucedido, es decir, mientras las autoridades no se encargaran de informarlo, lo cual podía tomar horas o días, según razonaba. Mis padres y mi abuela, con 105 años entonces, no debían saber nada de lo ocurrido, pero ¿de qué manera librarlos del ensañamiento contra ellos?

No tuve que esperar tanto como habría deseado a que todo se supiera y otro acto de repudio esta vez contra la casa de mis padres tuviera lugar. Desesperado, hice varias diligencias y me acerqué a la persona que presidía entonces el Comité de Defensa de la Revolución. La confronté con determinación y decidí tentar la suerte ofreciéndole dinero para que facilitara en cuánto estuviera a su alcance mi salida del país.

Me había hecho de una carta según un modelo provisto por las autoridades, en la que me acusaba de los peores desmanes y atributos, ella sólo tendría que firmar y dotar el documento de cuantos o cuños tuviera a mano. Yo me iría de la casa, y no volvería a ella, por lo que mis padres y familiares no debían ser molestados. Se lo hacía saber para que ella lo informara oportunamente a su vez.

En efecto, dejé mi casa, con alguna excusa. Me había puesto de acuerdo con un amigo médico -hoy en los Estados Unidos- para escapar juntos. Había sido él quien me informó detalladamente de cuanto debía hacerse. De repente, los acontecimientos se precipitaron de tal manera que no había mucho tiempo para pensar en un curso de acción. Una decisión de tal magnitud requería arrestos sin dudas, pero no me consideraba valiente.

A mis padres les había explicado algo del asunto sin atreverme a ser transparente: un malentendido, sugerí, una acusación contra mí, una expulsión de la universidad… Salí definitivamente de mi casa con la impresión -luego llegué a advertir lo disparatado de la misma- de que se trataba de resolver algún asunto y regresar. Tal vez por esta misma razón no me despedí de mi abuela.

Cuando los meses pasaron sin que se tuvieran noticias mías, ella llegó a asumir el duelo por mi ausencia diciéndose que, seguramente, me habían mandado a cumplir alguna misión en Nicaragua o Angola, como alfabetizar o enseñar en la universidad. Conociéndola, y sabiendo lo amplias que eran sus luces aún a sus años, y lo bien que conocía mis más íntimos pensamientos, se que se trató de un recurso desesperado para aceptar los hechos, y tal vez para resignarse a la circunstancia de no volver a verme en esta vida.

Salí de Vertientes y, en la ciudad de Camagüey, nos encontramos mi amigo el médico y yo, en un punto acordado para encaminarnos al punto de reconcentración de “la escoria”. Se trataba de una unidad de la policía de tránsito (apéndice del Ministerio del Interior), que quedaba en la carretera que lleva hacia el Hospital Psiquiátrico. El ómnibus que hacía esta ruta iba siempre abarrotado, pero aquella vez eran contados los pasajeros que viajaban un poco más tarde del mediodía.

El chofer de la ruta se dirigió a sus pasajeros con absoluta confianza y desfachatez, y dijo que si lo que queríamos era “pedir asilo en la escoria” -sus palabras exactas- deberíamos bajarnos un poco antes de llegar a la parada. Él nos dejaría allí, precisó. Todos permanecimos en silencio, pero cada uno de nosotros sabía que el asunto iba con él. Al llegar al lugar, paró el autobús, bajamos todos los que íbamos a bordo, excepto una señora muy mayor y un joven que la acompañaba, y cruzamos la avenida. Éramos un grupo de unas veinte personas. En ese instante, mi amigo el médico vaciló y finalmente se despidió de mí diciendo, o balbuciendo, que él no iba a arriesgarse. Era mucho lo que tenía que perder sin dudas, me dijo.

Esta decisión le valió varios años de ostracismo, pues a nadie se le escapaba como tal vez llegó a pensar él que sucedería, que aún sin haber llevado a cabo su propósito en el último momento, se trataba de alguien con cuya lealtad al régimen no podía contar. Aunque al cabo de más de dos largas décadas, este amigo consiguió al fin salir y establecerse en los Estados Unidos, su experiencia de marielito o escoria a contracorriente merecería una novela, como sucede igualmente con tantos otros que por diversas razones no consiguieron a última hora la anhelada salida del país.

Yo sentí que había cruzado ya la línea de demarcación y quemado mis naves, y sin volverme a mirar hacia atrás entré en la unidad del Ministerio del Interior de la que ya no dejarían salir a nadie. Allí comencé la primera etapa de mi viaje. Un viaje a través del infierno para alcanzar la libertad.

Rolando Morelli
CiberCuba, 3 de mayo de 2020.
Foto: Acto de repudio en 1980. Tomada de Cubanet.
Leer también: La historia no contada.

lunes, 8 de junio de 2020

La avalancha inaudita


En las embajadas pueden darse episodios extraordinarios. Basta recordar lo que sucedió con la del Japón en Lima en 1996 o con la toma de la de Estados Unidos en Teherán en 1978. Pero la avalancha de asilados que en 1980 inundó la sede de Perú en La Habana fue inaudita. Alentada inicialmente por el propio gobierno de Fidel Castro, se convirtió en una pesadilla para el instigador. La revista Caretas  envió a César Hildebrandt, quien logró primicias testimoniales y gráficas excepcionales.

Hasta mediados de 1979, como lo precisó Caretas en su edición 595, la Embajada del Perú en La Habana, situada en el residencial barrio de Miramar, era la plácida sede de un país amigo. Entonces, un buen día de agosto, el policía de tránsito cubano Ángel Gálvez dejó su motocicleta en la vereda, saltó la alambrada del jardín y pidió asilo.

El episodio se mantuvo en reserva y no empañó mayormente las relaciones entre los dos países. Pero el 17 de enero de 1980 una camioneta con 12 familiares, amigos y hasta una suegra, atravesó el portón del jardín diplomático y dio inicio a una racha de incidentes que culminaría en una increíble situación.

Las idas y venidas inconsultas de ese primer grupo (que terminó saliendo de la embajada) le costaron el puesto al embajador Edgardo de Habich. El diplomático había permitido la salida de doce ingresantes, luego, según declaró, de ser persuadidos por él y altas autoridades locales. Además, publicó en La Habana un comunicado no consultado con nuestra cancillería.

El 31 de enero, tres cubanos más traspusieron tranquilamente la puerta principal de la legación acompañando a un extraño peruano apellidado Antúnez, hombre que entraba y salía fácilmente también de Cuba. Una vez adentro, el trío pidió asilo. Antúnez los increpó –“¡cómo me hacen esto!”– y se fue. Diplomáticos peruanos creen que contaron con la complicidad de la posta policial y que Antúnez era un agente cubano.

El 28 de marzo penetró al jardín un ómnibus con su conductor y dos muchachos. La cuenta llegó a 19 ingresantes. Y tres días después se registró el episodio que serviría de detonante a la crisis. Una “guagua” de la misma línea volvió a derribar el portón a las 5 de la tarde del 1 de abril, pasando entre dos centinelas de la Policía Revolucionaria. Ambos hicieron fuego sobre el vehículo e hirieron a dos de sus 6 ocupantes.

Pero lo más grave: un policía mató al otro. La embajada hizo inmediatas indagaciones sobre el custodio muerto, pero el gobierno cubano no respondió. Entonces, el 4 de abril, a las 8 en punto, convergieron sobre la Embajada tres grandes grúas motorizadas y vehículos policiales. En minutos, arrancaron de cuajo las casetas de cemento que utilizaban los centinelas y cargaron los pedrones que habían sido colocados días atrás en la Quinta Avenida y la Calle 72 para impedir otra incursión.

Simultáneamente, los diarios y la radio empezaron a repetir un violento comunicado que culpaba al Perú por los incidentes, anunciaba la muerte del policía, e invitaba a todos los que quisieran salir del país, “cualquiera sean sus antecedentes delictivos”, a acudir a nuestra desguarnecida embajada. El insólito y sorpresivo procedimiento sembró el pánico entre los ya instalados en la embajada, quienes suponían que una turba se aprestaba a lincharlos, y los dos diplomáticos, cuatro oficiales de la policía peruana y tres secretarias administrativas se prepararon para lo peor.

El primer secretario Ernesto Pinto, a cargo de nuestra representación, envió un mensaje cifrado al canciller Arturo García y García en Lima: “Señor, hemos izado el Pabellón Nacional y estamos dispuestos a enfrentar cualquier eventualidad”. En otro mensaje posterior se le consultó sobre el uso de las armas –cuatro exiguos revólveres– y García lo vetó.

La tenebrosa calma que siguió al retiro de la vigilancia empezó a ser alterada muy pronto por personas que merodeaban en las afueras de la reja. Después un grupo de hombres jóvenes saltó la reja. Parecían la avanzada de un comando miliciano. Los oficiales peruanos Carbonell, Hernán Ayulo y Juan Bellón los cachearon: no portaban armas pero llevaban la huella de portar usualmente cartuchera de tobillo.

–¿Qué haces aquí, colega?, le preguntó bromeando a medias uno de los oficiales peruanos. Siguieron más, después parejas, también jóvenes, algunos luciendo blue jeans y polos estampados de evidente procedencia norteamericana. Posteriormente fueron llegando los asilados de verdad, con niños y abuelas.

Al final de la tarde los refugiados sumaban más de 300. El riesgo del hacinamiento se hacía presente. Ya en la mañana habían surgido rencillas para lograr acceso a los servicios higiénicos. A eso de las 7 de la tarde, iluminados por la luz del atardecer, comenzaron a sobrevolar bajo helicópteros artillados, generando un conato de pánico. Todos pugnaban por meterse bajo techo mientras los funcionarios peruanos hacían lo imposible por impedirlo.

Se fueron los helicópteros y, alguien comenzó a cantar el Himno Nacional, acompañado por vivas al Perú por los que la embajada llamó “ingresantes”. En la calle, una manifestación de protesta se acercó a la embajada e hizo llover sobre los jardines insultos, piedras y botellas contra las “lacras, el lumpen, los homosexuales” presuntamente reunidos allí. Varios refugiados resultaron heridos.

Ya hacia la medianoche, se corrió la voz: “Fidel anda por allí afuera”. Y, en efecto, el conocido auto soviético de Castro, negro y blindado, pasó lentamente por la Quinta Avenida frente a la embajada, con las luces apagadas y rodeado de cuatro Alfa Romeo, con su guardia personal. En la esquina dio una vuelta en U y volvió a pasar, haciendo el recorrido tres o cuatro veces. Los refugiados en la embajada lo contemplaron en silencio. Nadie silbó o hizo un gesto hostil.

Finalmente, Pinto se plantó en la vereda y Castro se detuvo y lo invitó a subir. En el vehículo estaba también Manuel Piñeiro, viceministro primero del Ministerio del Interior de Cuba, hombre duro del régimen, casado con Martha Hannecker, marxista chilena y más conocido por su apelativo de Barbarroja. En algún momento, recuerda Pinto, Piñeiro dijo que había que disparar cuatro tiros al aire para que los ingresantes se asustaran y salieran de la embajada. Castro prestó más atención a la idea del diplomático peruano sobre el estadista moderno, que recurre más a la conciliación que a la fuerza.

Con la consabida costumbre caribeña de dar el tú a las personas, Castro dijo al peruano:

–¿Y tú por qué te interesas tanto por ayudar a estas personas?

–Porque yo he sido una especie de refugiado. Nací en Münich y después de la Segunda Guerra Mundial, regresé, siendo niño, a mi país en un barco de la Marina del Perú, junto con otros ciudadanos.

Tras casi una hora de recorrido, con breves paradas, Pinto pidió volver a la embajada. Tenía que comunicarse con Torre Tagle para informar del estado de la situación. Al poco rato volvió a la calle, y Castro reapareció con su auto y lo invitó de nuevo a subir. En esta ocasión ya no estaba Piñeiro. Literalmente, Fidel lo había desembarcado.

Pinto volvió con su esposa, Lily Barandiarán. Castro quería escuchar la opinión de una mujer. No se saben detalles de la conversación, pero al día siguiente Pinto partió hacia Lima en un jet proporcionado por Castro. Fue acompañado al aeropuerto por el embajador de México como precaución.

El líder cubano buscaba discutir el impasse directamente con Francisco Morales Bermúdez, pero la gestión fue inútil: el general consideraba la posibilidad de romper relaciones, lo que felizmente no hizo.

Ese sábado, por cierto, empezó la avalancha verdadera. Lo que quizás se había pensado como un castigo irracional para el Perú, se convertía en una pesadilla para Cuba. Soldados y reclutas se quitaban distintivos militares en plena calle para poder entrar sin molestias; parejas y grupos familiares enteros dejaban sus vehículos –en su mayoría vejestorios de los 50’s– con las llaves puestas y entraban sin mirar atrás.

El diario Gramma publicó un segundo comunicado iracundo. Un extracto: “Tal como se esperaba…, antisociales, vagos y parásitos en su inmensa mayoría se dieron cita en la embajada del Perú…”

Gutiérrez, cónsul y segundo secretario, había quedado solo y en situación desesperada. Cuando ya la multitud sobrepasaba los 10 mil, las autoridades cubanas decidieron impedir el acceso al área. Alguien comunicó a la embajada que camiones llenos de campesinos estaban siendo detenidos en puentes que conducían a la ciudad.

Ante la inminencia de una catástrofe dantesca, se hizo presente la Cruz Roja y el gobierno se comprometió a proveer alimentos. Luego llegó un equipo diplomático especial de Lima encabezado por Armando Lecaros, entonces ministro-consejero y ahora secretario general de la cancillería, acompañado de cuatro diplomáticos y dos nuevos oficiales de la policía.

Esa situación, en la que en su punto cumbre hacinó a 10,865 empadronados en poco más de 2,000 metros cuadrados, duró algo más de una semana. Entonces, por la presión y colaboración internacional, fueron saliendo por grupos hacia Costa Rica, desde donde fueron redistribuidos. Al Perú llegaron 800 entre los últimos.

Quedaron 23 ingresantes sin salir durante años, y el policía de tránsito aún más. El primero en ingresar a la embajada fue el último en salir, ocho años después de su ingreso.

César Hildebrandt
Caretas, 6 de marzo de 2016.
Video de la Fundación Nacional Cubano Americana realizado en 2017.

Nota al margen.- En abril de 1980, César Hildebrandt cumplió una hazaña periodística que se desplegó a lo largo de reportajes y entrevistas publicados en tres ediciones sucesivas de Caretas. Hildebrandt fue el único periodista peruano que ingresó a la embajada peruana en La Habana cuando ya se hacinaban allí miles de cubanos que buscaban salir de su país. “Había un pasadizo, que servía de urinario y de letrina, y que despedía un hedor insoportable. Algunos de los refugiados creían que el régimen de Fidel Castro buscaba hacer insoportable la permanencia allí”, recuerda. Hildebrandt no sólo tomó fotos en el escenario del drama: hazaña mayor fue quizá el salir con los rollos fotográficos de regreso al Perú. “En la sede diplomática había gente adversa al régimen, tanto disidentes políticos como gente marginal. Al final, Castro aprovechó para librarse de todos ellos. Fue el preludio de la operación del Mariel, el éxodo de 120 mil cubanos que el gobierno de Castro dejó salir del país, y entre los cuales emigraron intelectuales y profesionales opositores, pero también delincuentes, vagos y hasta locos extraídos de un centro psiquiátrico”.


lunes, 1 de junio de 2020

Cuarenta años de una infamia



Hace 40 años que ocurrió el “éxodo del Mariel”. Ciento veinticinco mil cubanos arribaron a Estados Unidos entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980.

Jimmy Carter no fue reelecto como presidente del país en las elecciones de noviembre de ese año como consecuencia, al menos en parte, de su manejo de la crisis. Se negó a seguir los consejos de un almirante implacable: “Yo no he sido elegido presidente de Estados Unidos para matar refugiados”. Tampoco el gobernador de Arkansas, Bill Clinton, pudo repetir su mandato. Lo acusaron de “blando” por acoger a unos centenares de cubanos en Fort Chaffee.

Menos del 10 por eran locos o criminales, pero el estigma les afectó a todos los “marielitos”, e incluso a los cubanos en general. Cuarenta años después los “marielitos” tienen un desempeño económico y social semejante al de la media blanca norteamericana, pero han servido, además, para revitalizar el mundo artístico hispano en Estados Unidos.

Todo comenzó cuando llegó a Cuba un joven diplomático peruano llamado Ernesto Pinto-Bazurco Rittler. Sería el nuevo Encargado de Negocios de la legación de su país en La Habana. Afortunadamente para los cubanos, el embajador en propiedad estaba fuera de la Isla. De lo contrario, probablemente todo hubiera sido diferente.

El 1 de abril a bordo de un autobús conducido por Héctor Sanyustiz viajaba media docena de cubanos desesperados por salir del país. Estrellaron el vehículo contra la entrada y lograron franquear el portón. Los guardias dispararon, hiriendo a Sanyustiz, pero le costó la vida a uno de los policías. Murió víctima del “fuego amigo”.

Como consecuencia del incidente, Fidel Castro solicitó a los diplomáticos peruanos que entregaran a los nuevos asilados. Pinto-Bazurco se negó, y el “máximo líder” de la revolución decidió darles un escarmiento: levantaría la custodia de la Embajada para que los peruanos sufrieran la presencia incómoda de unas docenas de disidentes legítimos entre los que camuflaría a unos cuantos de sus agentes de seguridad.

Craso error. En tres días entraron en la Embajada 10,856 personas: 5 personas por metro cuadrado de jardín. Fue un caso único en la historia de las relaciones entre países. Las más de diez mil personas eran una muestra absoluta de la sociedad: había médicos, ingenieros, agricultores, abogados, gente muy educada, menos educada y nada educada. Había personas vinculadas a la revolución, incluso miembros del Partido Comunista, y desafectos. Había niños llevados por sus padres, adolescentes estimulados por la aventura y ancianos. No eran solo habaneros. Se corrió la voz por toda la isla.

Continuaron las presiones sobre el diplomático Pinto-Bazurco. Una noche lo recogieron en la Embajada. El Comandante quería verlo. Se proponía intimidarlo personalmente. Fidel primero fue amable. Pinto-Bazurco se mantuvo en sus trece. Era abogado y diplomático. Se aferraba a la defensa de ley y de los derechos humanos. Se atrevió decirle a Fidel que el responsable de que se hubieran asilado casi once mil personas en tres frenéticos días era quien eliminó la guardia que custodiaba el recinto diplomático, violando las leyes internacionales. Pero cuando, para salvar vidas, el peruano rechazó la propuesta de que solicitara el allanamiento de la Embajada por parte del ejército, Fidel se indignó. “Yo –le dijo- soy el que decide en este país las personas que vivirán o morirán”.

Al cabo, Fidel aceptó, de hecho, que se había equivocado. Organizó un puesto de mando cerca de la Embajada. Le preguntó a Víctor Bordón, uno de sus comandantes, cuántas personas estaban contra la revolución. Bordón le dijo que había oído que la mitad del país. Fidel lo insultó y lo echó del recinto. Era asombroso que cuanto él más brillaba era mayor el rechazo. Había triunfado en Angola, en Ogaden y en Nicaragua, se había convertido en la cabeza del Movimiento de los No-Alineados, pese a ser un prosoviético consumado, y en Cuba crecía la protesta. Fidel no entendía que el costo de su liderazgo y de la presencia de la Isla en los asuntos internacionales era inmenso. Los cubanos querían ser razonablemente felices, no héroes forzados al sacrificio de sus vidas por un personaje sediento de gloria.

Fidel enseguida pensó en trasladar el problema a los odiados gringos. Lo había hecho en 1965. Provocó una crisis, admitió que los cubanos del exilio recogieran a sus parientes, lo que se convirtió en un dolor de cabeza para el gobierno de Lyndon Johnson, y les dio salida por el puerto de Camarioca. Washington entró por el aro. Estableció una válvula de escape legal y le llamó “Vuelos de la Libertad”. Entre 1965 y 1973 salieron 300,000 cubanos ordenadamente. Otros dos millones se quedaron almidonados y compuestos, listos para partir.

En 1980 insistió en el mismo esquema. Primero creó el conflicto. De nuevo autorizó la flotilla de exiliados que recogieran a su parentela, pero para evitar vacilaciones utilizó y "quemó" a Napoleón Vilaboa para iniciar los viajes. Se trataba de un teniente coronel de la inteligencia infiltrado entre los exiliados que le fue muy útil a La Habana. Sólo cambió el puerto de salida. En esta oportunidad no sería Camarioca sino Mariel.

Fidel aprovechó para insultar a todos los presuntos emigrantes. Los llamó “escoria”, “gusanos” y sacó a niños y jóvenes de las escuelas para dar “mítines o actos de repudio”. Granma, el diario del Comité Central, compiló una lista de cien insultos para gritarles a los “malnacidos” que habían decidido emigrar. Fue una época terrible. Fidel desde la tribuna hablaba de un “gen” revolucionario. Era una especie de nazi desatado. Un camarógrafo apellidado Muiñas –eso me lo contó llorando en Madrid-, cuando dijo que se iba del país, lo obligaron a caminar de rodillas entre compañeros de trabajo que lo escupían, insultaban y golpeaban. Perdió un ojo en la golpiza.

Todos debían embarrarse las manos de sangre. El cantautor Silvio Rodríguez participó en un acto de repudio que duró varios días contra Mike Porcel, su talentoso compañero de la Nueva Trova. Nunca pidió perdón por su miserable proceder. Porcel ni siquiera pudo largarse de Cuba. Debió permanecer en la Isla, como “no-persona”, durante nueve años. Al académico Armando Álvarez Bravo no lo dejaron embarcar junto a su mujer y sus hijas. A la esposa la mandaron a Perú. A Armando, unos años más tarde, le permitieron emigrar a España. El régimen cubano, impulsado por Fidel, se dedicaba a dividir y disgregar a las familias.

El castrismo odiaba a los homosexuales, al extremo de encerrarlos en campos de concentración en los años sesenta para “curarles” la perversidad por medio del intenso trabajo agrícola. El régimen tuvo que aplazar esa monstruosidad y cerrar los campos por la presión internacional que, en este caso, provenía de la izquierda. Pero Fidel Castro vio en el éxodo de Mariel la oportunidad de librarse de miles de homosexuales acusados de ser “contrarrevolucionarios por naturaleza”. ¿No había, según Aristóteles, “esclavos por naturaleza”? Pues había, también, personas genéticamente incompatibles con un proceso político inspirado por el marxismo-leninismo: los homosexuales.

Vale la pena subrayar que no hubo propósito real de enmienda cuando cerró los campos de concentración de la UMAP en los que aglomeró homosexuales y creyentes. La homofobia de los años sesenta seguía intacta en los ochenta. Los homosexuales fueron maltratados durante el éxodo de Mariel y después. Las asambleas laborales y estudiantiles, en las que públicamente se les acusaba de esta “conducta impropia”, fueron frecuentes en la década de los ochenta.

Afortunadamente, el crimen y las barbaridades que les hicieron a los “marielitos” fueron documentados por medio de la prensa, libros y películas. Karen Caballero, periodista de TV Martí, ha filmado entrevistas muy valiosas para explicarlo. Uno de los libros que más impacto causó fue Mañana de la periodista Mirta Ojito. Tenía 15 años cuando abordó el barco que le dio su nombre a la obra. Hay una descripción minuciosa de lo que sucedió en ese episodio terrible de la historia del castrismo. Otro libro valioso fue Al borde de la cerca, de Nicolás Abreu, escritor de lo que llaman “Generación de Mariel”, a la que se adscriben, entre otros, sus hermanos Juan y José, el poeta y narrador Vicente Echerri o Luis de la Paz, aunque no necesariamente pasaron por el trauma de “Cayo Mosquito” (el lugar inhóspito y desolado en el que esperaban la embarcación que les llevaría a la libertad).

Entre los materiales realizados sobre aquellos hechos, elijo el documental En sus propias palabras del cineasta Jorge Ulla. Dejo que sea él quien le ponga fin a este doloroso recuento:

“La película En sus propias palabras fue una encomienda de la administración Carter. La idea era documentar cómo las diferentes agencias gubernamentales prestaban sus servicios en medio de la crisis. Cuando se escuchó lo que decían los recién llegados se reveló ante todos otra película: la de un testimonio coral que desmontaba una serie de mitos ambiguos sobre Cuba y se hacían visibles muchas grietas sociales a través de las cuales muchos de los enamorados del 'proyecto cubano' podrían, de repente, cuestionar o revalorizar aquel proyecto de una manera crítica.

"En el documental de 29 minutos hablaban con desazón desde el trabajador, un ciudadano de a pie, hasta un novelista de la talla de Reinaldo Arenas. Sería la primera vez que Arenas hablaba ante una cámara. Se trataba de un fenómeno insólito que hallaría su mejor repercusión entre la intelectualidad y las izquierdas más entusiastas. De pronto, el paraíso era una fuente de desencanto. El presidente Carter le cogió cariño a esa película y estuvo mostrándola en la Casa Blanca a varios invitados. La USIA la pasó en más de 50 países.

"Jack Anderson escribió en The Washington Post algo exagerado: 'Bastan 29 minutos para revelar lo que pasa en Cuba'. Como era un material de la USIA no se podía exhibir en Estados Unidos. Una resolución del Congreso permitió que se pasara aquí y que quedará archivada en la Biblioteca del Congreso. A partir de ahí, la vieron en cientos de universidades y bibliotecas públicas”.

En menos de media hora, Jorge Ulla cuenta la infamia de Mariel. Cuarenta años después, el documental conserva toda su vitalidad.

Carlos Alberto Montaner
CiberCuba, 4 de abril de 2020.
Leer también: El gran éxodo que desnudó al castrismo.