Once de la mañana en una tienda Best Buy de Miami especializada en la venta de equipos electrónicos. Un joven de complexión maciza con los brazos tatuados, chancletas de cuero, bermudas con la bandera británica y una gorra azul oscura de los Yankees de Nueva York, casi gritando comenta por su teléfono inteligente a un pariente que reside en Cuba: “Men, esto es la yuma. Acá hay pa’ comer y pa’ llevar”.
El tipo se pasea por toda la tienda con su celular grabando la gama de televisores y computadoras mientras habla por la aplicación IMO y conduce el carrito de compras cargado de pacotillas electrónicas.
Jorge, dependiente de Best Buy de origen cubano que reside en la Florida desde los años 80, hace un gesto despectivo con la boca. “La verdad que nuestros compatriotas que vienen llegando son meao de perro. No tienen clase. Escupen en cualquier lado. Botan los papeles en la calle. Siempre hablan gritando y gesticulan como si fueran monos en un zoológico”, dice enfadado.
Para Jorge, la Ley de Ajuste no tiene sentido. “Esta gente solo viene a Estados Unidos a comer y vivir de las ayudas. Son emigrados de caldero. No les gusta trabajar duro y creen que se lo merecen todo”.
Nicolás, chofer a tiempo completo de Uber, coincide que los malos modales, groserías y comportamiento delincuencial es bastante frecuente en los cubanos recién llegados.
“Llegué cuando la ola migratoria de 1994. Es cierto que algunos cubanos afincados en Miami nos trataban como bichos raros. Muchos llegaron aquí sin un centavo y nunca se acogieron a ninguna ayuda del gobierno federal. Pero la mayoría se solidarizó con nosotros, al igual que los que llegaron por el Mariel, cuando el gobierno de Fidel Castro, exportó miles de delincuentes y presidarios. Pero esta gente que llega ahora es el retrato perfecto del hombre nuevo cubano. Vago, apolítico y escandaloso”, apunta, mientras conduce por Kendall.
En el restaurante Versalles, atestado a la hora de almuerzo, agitados meseros toman el pedido de los comensales. Muy cerca de un mostrador de dulces y confituras, Sergio, ex preso político, con una guayabera blanca y un sello en el bolsillo derecho promocionando el voto a favor del candidato presidencial republicano Donald Trump, mueve la cabeza de un lado a otro cuando se le pregunta su opinión sobre los nuevos emigrados cubanos.
“Qué se puede esperar del comunista de Obama. Si gana Hillary será más de lo mismo. Cada año, 50 mil cubanos huyendo de la dictadura de los Castro, vienen a vagabundear y vivir de los contribuyentes. Por eso voy votar por Trump. Si a los cubanos no les importa la política y les da igual que apaleen a las Damas de Blanco, pues que se jodan en Cuba. Estados Unidos solo debe aceptar a los refugiados políticos que de verdad son perseguidos”, subraya con énfasis y grita Abajo la Ley de Ajuste, y sus amigos lo aplauden.
Pablo, ingeniero que trabaja para la empresa de telecomunicaciones Verizon, intenta ser sensato, pero reconoce que los cubanos que llegan, “no todos, pero al menos con los que he hablado, tienen una mentalidad de sanguijuela. No vienen con espíritu de prosperar. Lo de ello son las broncas, beber ron y vacilar. No quieren estudiar ni superarse ni trabajar duro”, expresa. Y se pone de ejemplo.
“Hace ocho años llegué a esta país. A pesar de ser ingeniero en telecomunicaciones, comencé limpiado baños en Walmart. Revalidé mi título estudiando duro todas las noches. Estoy ganando cincuenta dólares la hora. Pero me esforcé. Men, la mayoría de los cubanos que llegan ahora quieren vivir de fly al catcher”.
Zaida, graduada de ciencias sociales en Estados Unidos, opina que el tema tiene mucha tela por donde cortar. “Esta ola migratoria es diferente. Las dos primeras fueron los desclasados y un estamento intelectual y político importante. Muchos eran personas preparadas y con profundas convicciones anticomunistas y anticastristas. En el éxodo del Mariel en 1980 y en la estampida de 1994 comenzó la etapa de los cubanos que huyen debido de la miseria y falta de futuro. Algunos tenían motivaciones políticas, porque cuando una persona decide emigrar, siempre hay un trasfondo político”.
Según Zaida, “la nueva ola migratoria está formada por una mayoría son jóvenes que han vivido fuertemente adoctrinados. A pesar de tener un buen nivel educacional, traen consigo la degradación de valores que actualmente se vive en Cuba. Son indiferentes a la política de su país y del mundo. Hablan un español reinventado. Y tienen profundas lagunas culturales e históricas. Son el producto de Facebook, la frivolidad y la pacotilla”.
Oscar Luis, 25 años, llegó a Miami hace cinco meses y considera que los cubanos de la Florida son demasiado esquemáticos. “En cualquier grupo humano existen marginales, delincuentes y vagos, pero no creo que sean todos. Es cierto que somos más apolíticos. Hay que entender la dinámica social de Cuba, con un gobierno que te adoctrina desde niño. Y por acto de reflejo, nuestra conducta es huir del relato político. A la vuelta de cinco años, la mayoría se integrará a esta sociedad. Casi todos venimos a trabajar y vivir con decoro”, indica, mientras despacha sus maletas para viajar cinco días a La Habana.
Eduardo, trabajador del aeropuerto de Miami que lo escucha y reside en Miami hace 43 años declara: “Ésa es la diferencia. Los nuevos que llegan vienen para hacer dinero y luego disfrutarlo en Cuba. Los que sufrimos por culpa del castrismo no podemos regresar a un país secuestrado por esa pandilla”.
Para un segmento importante de cubanos radicados en Miami, la indiferencia hacia los compatriotas que llegan no es un problema de resentimiento. Es un asunto de percepción política. Ellos no anclaron en Miami por razones económicas. Fidel Castro los obligó al destierro.
Su primer tumbao lo tocó, dice, estando ya en el Instituto Superior de Arte (ISA). Toda esa música popular, “ligera” (que él aclara no ser tan ligera cuando en realidad la conoces) fue más bien una cuestión práctica. Tenía ya 19 años y empezaba a sentirse un poco incómodo con la manutención de sus padres. Comprendió que necesitaba un trabajo, pero fuera de la música no sabía hacer casi nada.
Al principio, a Gabriel se le hizo un lío trabajar dos o tres noches por semana tocando el piano en un grupo de salsa del que no se quiere ni acordar. “Era un asco, pero daba algo de dinero”. Su preparación fue siempre clásica. Y después de tocar varias timbas debía regresar al ISA para estudiar a Bach, Mozart y Beethoven.
Empezó a mezclársele todo, sentía como se iba deformando. Así que tomó elementos de la música popular y los llevó a la música de concierto. “Mira, ¿tú has oído sobre los Preludios y Fugas de Bach? Yo hice un ciclo de Preludios y timbas: con armonías y secuencias cubanas de son y montuno y una fuga a 3 y 4 voces con tumbao”.
Cuando tenía 10 años, su tío, que es tresero, guitarrista y laudista, lo llevó a la escuela de música de Bayamo. Quería estudiar guitarra o percusión, que es lo que todo el mundo conoce. Pero el único instrumento disponible era el fagot. Y con el fagot se graduó cinco años después, mientras cursaba el noveno grado. Fue un tiempo en el que comprendió que era un instrumento “muy lindo, pero en Cuba no tiene mucha cabida, a no ser en las sinfónicas”.
Presentarse al ISA fue también una cuestión práctica: solo se estudia en La Habana. Ahora lleva una doble carrera junto al fagot, y otra que él llama paralela: el reguetón.
“Ser compositor clásico consagrado y vivir de eso es difícil en Cuba. Se estrena una pieza y se acabó. Los graduados de composición terminan, con suerte, como profesores. Además, ya no hay casi sinfónicas. Ahora mismo si yo escribo una obra ¿quién la va a tocar? Y todos los años se toca lo mismo, la 5ta Sinfonía de Beethoven, que es fabulosa, pero que ya todo el mundo la ha escuchado”.
Gabriel no tiene la postura correcta que supondría un músico clásico. No habla pausado ni camina despacio. No podría, digamos, reconocérsele en plena calle como un fagotista. No encaja en el estereotipo. En parte es su suerte, su versatilidad.
Va, como él mismo dice, de lo sublime a lo ridículo. Horas y horas de estudio al piano y dos minutos en un tema de reguetón. “La mayoría de los reguetoneros no estudiaron música, no les hace falta. Lo que sí necesitan es tener buenos músicos detrás. El reguetón es un mundo que nada tiene que ver con el arte, es solo dinero”.
Por ello asegura que, económicamente, a un músico cubano nunca le irá mal con lo popular, porque “nos hemos convertido más en un mercado que en un país de arte y tradición cultural”.
De Cuba hacia fuera. Así es como Gabriel tiene pensado su triunfo. Así es como dice que llegó Van Van a ser Van Van, porque en una isla chiquita lo grande resalta más.
Este muchacho es todo un provocador. Quiere lograr lo que Stravinsky en 1913 con La consagración de la primavera: un escándalo total. Subir al escenario del Gran Teatro de La Habana una orquesta sinfónica con El Micha que es un buen reguetonero, e invitar a "lo más cutre del reggaeton cubano", Osmani García o Yomil y el Dani, para hacer un contraste. Y su maestro Roberto Varela delante, dirigiendo la Obertura de Reggaeton No. 1.
Yo, la periodista, moriría por ver eso.
Cynthia de la Cantera
El Toque, 22 de junio de 2016.
Foto de Gabriel hecha por Alba León. Tomada de El Toque.
Mi amigo Raymel Capote, arquitecto de baja intensidad y filósofo por cuenta propia, insiste en que el pueblo de Cuba no le ha agradecido lo suficiente a José Luis Cortés por la música que nos regaló durante el Período Especial.
Argumenta que El baile chino es un tema lo suficientemente críptico y bizarro como para apartar a la erosiva cotidianidad de nuestro pensamiento. Yo debo admitir que ahí tiene un buen punto.
Extrapolada a los días que corren, esa razón por sí sola basta para afirmar que sí, que es cierto, que nos han ganado, que “hay reguetón pa’rato”, porque también nos aparta de la erosiva cotidianidad.
Mi teoría es simple: este es un país en el que hemos hecho del sacrificio un objetivo y no un medio, en donde no solo pasamos trabajo para lograr las cosas, no solo pasamos trabajo para NO lograr las cosas, sino que ensalzamos el trabajo que pasamos, lo colocamos en un pedestal, demostrando que el Cornudo y Apaleado de Bocaccio es un texto de suprema vigencia. En este país, el viaje a una vida llana y hedonista que nos ofrece el reguetón es necesario para quien no puede o para cuando no se puede más con la realidad.
Piense por ejemplo en ese tema de Ramón Lavado Martínez, alias El Chacal (cantando en featuring con su alter ego malvado Luis Javier Prieto Cedeño, Yakarta):
En eso consiste la noche
En hacer el sexo después que la disco se acaba
Quédate callada, no me digas nada.
Llano, directo, preciso… En verdad no queda nada por decir. Todo el que emplea la noche para andar haciendo guardias, confeccionando artículos manufacturados o resolviendo los grandes problemas de la Física moderna necesariamente se sentirá bastante tonto a la altura de la segunda repetición del estribillo. Porque la noche no es para nada de eso.
De hecho, si juzgamos a partir de una saga de audiovisuales de factura amateur destinados al entretenimiento para adultos que han circulado de flash en flash y de Zapya en Zapya, el señor Chacal no se limita a cantar y predica con el ejemplo.
Y está el ejemplo legado por Roberto Hidalgo Puentes y Daniel Muñoz Borrego (Yomil y el Danny para los legos), en su disco debut Doping:
Te paso a buscar pa’ irnos por ahí
Te quiero invitar todo va por mí
No lo pienses más, solo di que sí
La vamo’ a pasar de ...
Con los problemas de transporte que tenemos en este país, basta el “te paso a buscar” para derretir al más endurecido de los corazones.
El reguetón cala dentro del espíritu independiente del cubano, o de su ausencia de él, o de su deseo de él: no pretendo pasar por sociólogo. Es un ritmo que ofrece mercancía de alto valor, un universo paralelo en el que las cosas son como quisiéramos.
Aporto un último argumento: piense en los términos y expresiones que la Lengua Española y el habla coloquial cubana han acuñado para referirse al acto de hacer lo que se nos antoja. ¡Pues al reguetón no le son suficientes! De hecho, tiene que llevar el concepto a un nivel superior, generar nuevas categorías como “Alamailó” o “Alafockinnigga” que se refieren, no a un evento puntual, sino a un lapso de tiempo indeterminado (que se sugiere todo lo largo posible) en el que hacemos solo lo que nos da la gana.
El truco yace en que el concepto detrás del término resiste a la crítica, a la razón, al análisis del musicólogo, a las pataletas del político y a las lecciones de moralidad del casto; porque, usted que me lee, dígame si no es rico, rico, delicioso, el salirnos con la nuestra, pasarla a buscar, irnos por ahí, dársela, salir por ahí pa’llá. En ese orden.
Es por eso que digo que la antítesis del reguetón no es la música de cámara (de hecho Mozart no puede ser más sospechoso) sino la canción protesta, neurótica y enchufada, comprometida, abstemia, militante y vegetariana. Reprimida dentro de los cánones de su propio kit de moral y buenas costumbres, enamorada platónica y planificadora familiar.
Un buen modo de acabar con el reguetón (esa “solución final” que deja sin sueño a un par de funcionarios ministeriales) sería obligarlo a no ser, a negarse, a cantar sobre reciclaje y el cuidado de las especies en peligro, sobre la prevención del embarazo precoz y el desarrollo turístico sostenible. Transformar, en el más megalítico anticlímax de la historia de la música cubana, al prosaico y erógeno de Hyde en un anodino y descafeinado Jeckyll.
¿Alguien ha escuchado lo que dicen algunas canciones de reguetón? Yo casi no las entiendo, me resulta difícil comprender las letras, pero cuando le he prestado atención, no me han gustado.
Es cierto que el ritmo es contagioso. Confieso que he bailado con varios temas en alguna que otra fiesta, pero el mensaje que traen consigo casi todos los temas, deja bastante que desear.
Detrás de mi casa hay una discofiñe, una discoteca para niños. Funciona todos los viernes y sábados y reúne gran cantidad de muchachos que, sin tener a donde ir y tener poco dinero, acuden cada fin de semana en busca de diversión. Hasta aquí bien. La idea es buena y barata y hasta ofrecen bocadillos a precios módicos.
El único problema es que no ponen otra música que no sea reguetón. No cualquier canción, sino las más vulgares que puedan imaginar. Una y otra vez se escuchan los mismos temas, dos, tres y más veces por noche. Y vuelvo a preguntar: ¿alguien se ha puesto a pensar en lo que dicen las letras de esas canciones? ¿O es que solo a mí me llaman tanto la atención?
Por lo general, las letras suelen plantear problemas, sociales, familiares, conyugales y políticos, entre otros. Junto con los problemas, proponen también soluciones. Y esas “soluciones” no son siempre las más adecuadas, por decirlo de alguna forma.
Lo más triste es ver cómo muchos jóvenes -y también algunos adultos- hacen del reguetón una filosofía de vida. Estribillos de las canciones pasan a formar parte del argot popular, y donde quiera se puede escuchar a alguien que cita un fragmento de cualquier tema reguetonero.
El cubano es dicharachero, en su hablar cotidiano utiliza refranes, frases jocosas, pero de ahí a incluir en las conversaciones y en su quehacer diario partes de los temas más vulgares, hay un gran trecho. Y sin una pizca de elegancia o de humor.
Dicho esto pienso en esos niños y adolescentes que cada noche de viernes y sábado acuden a la discofiñe, y lo que están aprendiendo es a seguir una modo de vida vulgar. Pienso también en los dueños del lugar y en el mensaje que indirectamente le envían a seres en plena formación.
¿Dónde están los padres de esos muchachos? Como madre de una niña, confieso que el tema me preocupa. Sé de otros padres jóvenes -y no tan jóvenes- que igualmente se sienten preocupados.
No hago crítica del género, solo llamo a la reflexión. Si usted no lo ha hecho aún, siéntese y póngale atención al mensaje de uno de esos reguetones de moda y pregúntese si haría de ello su filosofía de vida. Pregúntese más ¿es eso lo que queremos para el futuro de nuestros hijos, de nuestra familia, de nuestra sociedad?
Mujeres bailando, con poca ropa, besándose sin un macho que las dirija. Se las ve libres y disfrutonas. "Yo te lo digo, va de mil amores, pero a ése par de nalgas le han falta propulsores, no te dejes llevar por los opresores", la artista argentina Romina en su último single, Cómo me gusta a mí. El vídeo de Youtube que acompaña a la canción lleva un aviso de Explícito que se corrobora desde mucho antes que se cumpla el minuto uno. La etiqueta lesbian reguetón que acompaña a su proyecto musical, Chocolate Remix, también.
Resulta chocante en un terreno tan reservado para la heterosexualidad del macho dominante. El imaginario se ha construido -tanto en vídeos como en las letras- en torno al falo del reguetonero al que decenas de culos femeninos en movimiento rinden pleitesía. Agáchate, menéalo, dale duro, hasta abajo, abre las piernas. Porque en el reguetón, la mujer es eso, un cuerpo, un conjunto de nalgas, tetas, piernas, labios... Chocolate Remix quiere invertir los papeles. "El nombre de Lesbian reguetón me parecía gracioso de entrada, aclara Romina. Me hace gracia eso de la lesbiana que venía a ocupar el lugar del macho reguetonero y le dice, eh, soy mejor que tú". Y soy mujer, y encima, bollera, exclama. Romina escuchaba reguetón desde siempre, pese a las letras.
Sus orígenes se sitúan en Centroamérica, en los 90, cuando llegaron allí unos ritmos jamaicanos que gustaron a los lugareños y empezaron a cantarlos en español y a llamarlo underground. "En el Dnoise, un boliche legendario de Puerto Rico, a los djs locales, DJ Negro y DJ Playero, se les ocurrió hacer batallas de MCs de underground", sigue Romina. Al principio solo era reggae en español con sabor a calipso que cantaba a la vida y a los problemas de ciertos estratos sociales, hasta que se hizo un hueco en la industria con la llegada de El General, Renato, Nando Boom y compañía. El panameño Renato, de hecho, condena en sus canciones el maltrato a la mujer y estudia hasta la posible represalia contra el agresor en un tema basado en el clásico Babylon Boobs (What Police can do) del DJ jamaicano de dancehall Lloyd Lovindeer.
"La mayoría de esas letras primerizas van de un hombre cantándole a la mujer e incitando al movimiento, a bailar", comenta Johan, de La Parcería una asociación cultural que programa ritmos periféricos en salas y lugares desprejuiciados de Madrid. La migración, el tiempo y el gusto contagioso por la pegada reguetonera hicieron el resto. Así nació la banda sonora del perreo: fue el resultado de junta el reggae con un "ton, ton", un bombo que tenía una cadencia muy característica, un ritmo que invitaba a mover la cadera fuerte y lenta y a apretujarse al compañero de al lado.
De ese mítico club puertorriqueño, el Dnoise, surgieron a principios de los 2000 Daddy Yanki, Baby Rasta y Gringo o Ivy Queen, una de las primeras reguetoneras que tuvo que especificar en sus letras que el hecho de querer bailar pegados hasta el escándalo no implica necesariamente una invitación a ir a la cama. Luego llegarían unas cuantas más, desde Miss Bolivia que se mueve más hacia el dancehall y la cumbia hasta el reguetón protesta de las Torta Golosa o propuestas de trap entre la burla y el cachondeo como Las VVittch.
Y llegó el día en el que el reguetón se fue profesionalizando. Daddy Yankee, quizá uno de los máximos exponentes del género, fue de los primeros en invertir tiempo y dinero en cuidar la producción. Casi marcó un antes y un después su gran éxito, La Gasolina. Solo cinco años después de la publicación del superhit firmó una colaboración con el millonario rapero estadounidense Snoop Dog que solo en Youtube tiene 35 millones de reproducciones. Los capos de la música vieron que cada golpe de cadera vendía millones.
Pero el reguetón nunca ha llegado a perder su halo de ritmo periférico. "A la gente le da vergüenza reconocer que le gusta y a nivel intlectual se nos dice que no es válido. Más allá de la cuestión sexista, gustar del reguetón se ha convertido en una cuestión con tintes casi elitista o incluso clasista. "El reguetón es básico, simple, justo como la naturaleza", y por eso va directo a los instintos más primarios.
A Romina le volvía loca salir a bailar. Iba a boliches de cachengue (donde ponían la música de moda) y no le importaba nada, se olvidaba de todo cuando sonaba la música, se dejaba llevar. "Pero tenía muchas contradicciones porque evidentemente las letras no me gustaban nada". Ahí empezó su cruzada de Lesbian reguetón a la caza del machirulo. Estaba dispuesta a meter el cuerpo en todos los espacios que habían sido privados a las mujeres.
Es una carrera -ya no solo la musical- en la que el sexo masculino lleva siglos y siglos de ventaja. Algo que se sigue reflejando en los sueldos de hombres y mujeres en la industria del cine, en la forma de hacer política en países como Brasil, donde el Senado ha echado a su presidenta y ha instaurado un gobierno en el que no hay ni una sola mujer ni ningún negro. Uno de los senadores lo justificaba así: "Muchos condenan la ausencia de mujeres, pero sin ellas las reuniones se vuelven más objetivas y productivas y, al final, Brasil no tiene tiempo que perder".
En una entrevista, Carlos Vives, pedía a los colombianos reclamar la paternidad de la cumbia. "¡Qué tontería!", decía Pilar, una de las componentes de las Kumbia Queers una banda argentina punk-tropical que en su último trabajo, Canta y no llores, se atreve con un género donde todavía es raro ver a mujeres tocando instrumentos porque lo que se espera es que sean el florero que baila encima del escenario. Además le añaden un punto queer: "A nosotras nos miran y no saben si somos hombres o mujeres".
Las Kumbia respondieron a Carlos Vives: "Cada cual le pone su color a la cumbia". La villera se toca con una batería electrónica, la colombiana en general es con acordeón y sin guitarra; en cambio, la santafesina tiene guitarra eléctrica tipo surf y letras románticas. "Se han adueñado de este ritmo que es super popular con distintas formas de tocarla", sigue Pat, la bajista. La música evoluciona, hace viajes, está viva.
"La cumbia es el pulso de Latinoamérica, la reina de la calle. Es la música de los sectores más pobres, es el ritmo musical más discriminado y el más bailado, no se enseña, se aprende escuchando. Es el punk latino". Las Kumbia afirman que pierden más trabajo por tocar este ritmo que por el lado queer que proponen. "Históricamente las mujeres no podemos hacer un montón de cosas", se indigna Romina. La pionera del Lesbian reguetón lo ha visto en los comentarios de sus vídeos y nota que lo que más les cabrea no es el tipo de música, sino que lo haga una mujer, lesbiana encima. "Siempre se espera que una pida permiso y yo no lo hago".
Permiso para salir de casa, para estudiar, para entrar en política, para hacer música. El cambio de los tiempos requiere "mostrarse, juntarse, porque cuantas más mujeres hagamos cosas, mas mujeres saldrán a la luz", subraya Pilar. No puedes pretender que desaparezca el machismo solo con pedirlo, recuerda Pat. "Desarrollarnos nos hace fuertes y confiadas". Ese es el lado ideal pero la realidad es bien distinta "y la tradición patriarcal nos mata todos los días en casa y en la calle, somos juzgadas, encarceladas, golpeadas, asesinadas. Soportamos las injusticias de este sistema".
Así es como la cumbia se tuvo que volver, casi por necesidad, punk, para dar un golpe en la mesa. Eso lo sabe bien Tremenda Jauría, una banda de Madrid con una propuesta electropical y reivindicativa que compartió escenario este verano con las Kumbia Queers. En una entrevista a Radio Nacional de España, los madrileños apelaban al concepto del que hacen bandera en su música: el reguetón consciente, otra cualidad -como la de lesbian reguetón- que no se le suele atribuir. "Buscamos darle una vuelta de tuerca a las letras y y decir las cosas que diríamos en una canción punk, pero elegimos el reguetón simplemente porque nos apetece bailar sin ofender a nadie, empezando por nosotras mismas". Por fin, el punk también se baila.
Sara Calvo Tarancón
Público, 12 de septiembre de 2016.
Video: Las cubanas Odaymara Cuesta y Olivia Prendes, artísticamente conocidas como Krudas Cubensi en Mi cuerpo es mío.
Al volver a Cuba de la mano de Ernesto Lecuona (compositor cimero de la música cubana, también guanabacoense), en enero de 1935, Bola actuó en los teatros habaneros Campoamor y en el Principal de la Comedia, limitándose a reproducir los éxitos que le habían granjeado el reconocimiento popular en México. Algunas de sus primeras composiciones alejadas del folclor -Señor, por qué, Lejos de ti- las popularizaron otros intérpretes.
Él, en cambio, seguía asumiendo los distintos personajes que las canciones de corte afrocubano y popular exigían. Una de sus características era que en el escenario podía ser –y, de hecho, era- muchos cantantes a la vez. No se paseaba galante para que aplaudieran sus virtuosismos, que no los tenía. Bola estaba allí para epatar de modo, digamos, más íntimo, no en plan vedette. “Cultivo la expresión más que la impresión”, decía. “No me interesa impresionar, sino tocar la sensibilidad del que escucha”.
Era teatro al piano, melodía histriónica, cruces raros. Revisar con lupa los artefactos sonoros que son los temas de Bola permite toparse con una relojería inédita, el invento de un genio atormentado que no quería dejar nada afuera. Y la amalgama de registros adquiere, dentro de los dos o tres minutos que duraban sus temas, una plasticidad natural, cauce que discurre sin aparentes pretensiones entre la exigencia, la ternura, el candor, el enfado, la carcajada que brota como un ramillete desde el corazón mismo de la canción, y el piano nostálgico, con frecuencia minimal, que parece formar parte de una vigorosa ensoñación.
No hay un personaje del imaginario afrocubano que no haya encarnado hasta el límite. Fue el velador delicado, el calesero fiel, el sujeto zalamero y barrial, un poco chismoso y preguntón, el rumbero molesto y vengativo. “Cuando la canción que yo canto me gusta más en otra voz, la saco de mi repertorio”, dijo.
A ver si entendemos. Cuando Rita Montaner interpreta El manisero, hay un despliegue de aptitudes, una voz trepidante, pero es Rita Montaner pregonando. Es ella que, por un rato, se ha puesto a vender maní. Cuando lo interpreta Bola de Nieve, él es el manisero. Un don nadie alegre que está vendiendo maní para siempre y que, si no vende maní, no come.
En este juego de representaciones, alguien, el maestro Armando Oréfiche, se percató de que Bola también tenía que actuarse él, y le compuso Mesié Julián. El tema, de 1943, preconizaba todo lo que le sucedería. Ir a Nova Yol, Broguay, ser el gran yentlemán de blondas allá en Parí.
Pero Bola sabía desacralizarse. Uno de sus méritos indudables fue no escalar sobre su singularidad para luego renegar de ella, sino hacer de su localía un ejercicio estético que podía entenderse y conmover allí adonde fuese. En los contextos más lejanos y desconocidos, logró decir algo particularmente único: de dónde era, de dónde venía, a qué se debía. Y, de la misma manera, también llegó a decirnos que si decíamos, bien dicho, de dónde éramos, de dónde veníamos y a qué nos debíamos, nos podían entender en cualquier lugar. Y más: que diciendo de nosotros lo que debíamos decir, también podíamos decirles, a los otros, cosas que desconocían de ellos mismos.
Hizo del costumbrismo un arte mayor. Llegó a impostar el habla de la poesía negrista de manera tal que parecen los recortes inevitables de alguien que, por más que lo desee, no puede hacer más. Las sílabas truncas, las interjecciones, las fusiones gramaticales, los acentos aleatorios, las vocales mochas, todo es el resultado de una voz ahogada, perentoria, que quiere cantar como dicta la norma y se le vuelve imposible.
La sincronía entre las manquedades es ejemplar y de ahí su originalidad. Bola tapaba los remaches, disimulaba las ataduras y luego empaquetaba en piezas cerradas la polifonía de sus demonios. Escucharlo es liberar un torbellino, desamarrar un nudo.
Como intérprete, hizo lo que se esperaba de él, pero también comenzó a trabajar en lo que él esperaba de sí mismo, componiendo algunas de sus grandes canciones: Por mirarme en tus ojos, Mi postrer adiós, Ay, amor, Si me pudieras querer. Nunca se anotó demasiados méritos. “De las cosas que así me salieron”, decía, “cancioncitas baratas de esas que yo hago, hay algunas que me han gustado. Pero yo no creo que soy alguien para tocar la campanilla del gran éxito como compositor”.
Hacia agosto de 1935 comenzó a trabajar en la radio. Luego viajó a Buenos Aires con Lecuona, se hizo famoso en Argentina, apareció en una película de Leopoldo Torres y compuso música para cine. Fue a Chile y a Perú, abarrotó teatros, hizo caricaturas de Berta Singerman y de Margarita Xirgu. Comenzaron a compararlo con Maurice Chevalier y con Louis Armstrong. Leyó poesía e intimó con Nicolás Guillén. Encandiló con su dentadura siempre desenfundada y sus gestos de abuelo regañón. Acostumbraba a sermonear o a narrar alguna fabulilla cimarrona mientras le sacaba al piano notas de una inexplicable sencillez, como si goteara sobre el teclado.
Ya en 1940 se podía hablar de un estilo. Frac, piano de cola, voz ronca de “vendedor de mangos”. Solía manejar una tesis con la que justificaba un éxito que los periodistas no podían entender del todo. Decía que él iba al interior, a lo que la canción tenía por dentro. Y era verdad. La descascaraba como una fruta y luego se embarraba todo.
Tuvo también otros méritos. Zafar del papel que tutores como Lecuona le diseñaron dentro de sus espectáculos y del rol que sus propias características parecían imponerle. Contaba con el suficiente empuje como para ser algo más que el gracioso negrito del folclor. Durante los siguientes veinte años, robó algo de cada país al que fue. Y fue a muchos: toda Europa occidental y América Latina.
Interpretaba, sí, canciones como Drume negrita o Chivo que rompe tambó, pero también tomaba piezas icónicas de los repertorios locales y las incorporaba al suyo. Un golpe maestro que explica por qué, con los años, fue no solo un artista admirado sino ampliamente querido, al que le gritaban constantes vivas y que, según los críticos, “gustaba un horror”. Alguien que uno quería besar, no que nos firmara un autógrafo.
-Si nos fijamos en su repertorio, dice la periodista e investigadora Rosa Marquetti, todas eran canciones que, aunque no fueran suyas, él podía suscribir. Por su propia historia, por sus angustias.
Se pasaba meses con la lupa de su sensibilidad sobre una canción, zafándole los tornillos, repasándole las inflexiones y los acentos más insospechados, y no incorporaba nada hasta no estar seguro de que iba a entregarle al público algo completamente nuevo, y muy suyo.
Pero en elogios, fueron varios los que no se ahorraron. Rafael Alberti dijo que era un “García Lorca negro”. Y Jacinto Benavente, que “no se podía hacer más con una canción”. Bola iba de tocar en El Gato Tuerto habanero, o en un cabaret fogoso como el Tropicana de los cincuenta, a seducir en el Carnegie Hall o a trabajar para la compañía de la coplera española Conchita Piquer.
A pesar de todo, su país no lo valoraba como debía. Ninguna disquera cubana se dignó a grabarle un álbum y las revistas de farándula lo ubicaban en la categoría de “excéntrico musical”. En algún sentido, lo era. Excéntrico en mayúsculas. Tanto que, cuando triunfó la revolución en 1959 y el grueso de sus pares huyó en estampida, él decidió permanecer. A ver qué tal.
La anécdota recoge la homofobia implícita en la época, pero también la gracia natural de Bola. Le preguntaron por qué, siendo homosexual, había decidido quedarse en Cuba y apoyar la revolución, y respondió que debía ser que a él le gustaba todo lo macho, y que la revolución era muy macha.
No es que los años de la República hayan sido un paseo para Bola, porque fueron justamente esos años los que enquistaron su melancolía, pero todavía resulta un misterio cómo sobrevivió en una Cuba revolucionaria que, casi inmediatamente, se dio a la tarea de reeducar a los homosexuales. Y no solo sobrevivió, sino que fue más abiertamente homosexual que nunca.
¿Cuál era su salvoconducto? ¿La fama? ¿El carisma? ¿Su genuina simpatía por el proceso? ¿Su fidelismo declarado? Pero es que incluso su sentido del humor también sobrepasaba los límites oficialmente permitidos. “Mi hermano Dominguito”, decía, “siempre fue comunista: él fue quien le enseñó marxismo a Carlos Marx. Yo no entiendo de política, pero me gusta el socialismo. Es justo”.
A Bola le gustaba vivir bien, regalarse lujos exclusivos, comer platos finos, moverse en la farándula del arte, vestir de etiqueta, mantener el porte y la clase. Nada que el imaginario de la revolución ponderara.
Era, según la fidedigna letra de Mesié Julián, “un negro sociar, intelertuar y chic”, pero lo cierto es que, como embajador cultural del nuevo gobierno, recorrió toda Europa del este y fue hasta la China a entrevistarse con Mao. Intelectuales como Carpentier o Guillén le rendían homenajes, y en 1960 la firma Sonotone lanzó el long-play Este sí es Bola. Ahora aparecía en la televisión y cantaba en escenarios de la Central de Trabajadores de Cuba y en aperturas de congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, pero no parecía molestarle.
Hacia junio o julio de 1964, inauguró el restaurant Monseigneur en la esquina de 21 y O, Vedado. Fue su consagración. En medio de La Habana obrero-campesina, Bola se inventó un sitio distintivo, famoso por la cordialidad del anfitrión, el trato de los camareros, la calidad gastronómica, la elegancia en el decorado, el detalle puntilloso.
-El Monseigneur no era caro, pero era caro, dice Rosa Marquetti.
Ostentaba aires de exclusividad. Había, por ejemplo, que vestir obligatoriamente de saco, lo que podía tomarse, de acuerdo a los tiempos que corrían, como un rezago pequeñoburgués. Pero la carestía del momento -la, todavía, “irredenta pobreza”- ya se echaba a ver. Hubo que habilitar un stock de sacos a la entrada, para que también pudieran entrar los que no tenían ropa adecuada. Sigue siendo -no importa lo que haya pasado después- un detalle luminoso.
Se trabajaba sin apuros, los cocineros debían lucir sus mejores galas. La vajilla, los cubiertos, las lámparas, los adornos de porcelana provenían del extranjero. Bola los compraba en cada uno de sus viajes y los traía en maletas viejas. Prefería las maletas viejas para que se supiera que había viajado mucho. “No me gusta ir con maletas nuevas y bonitas”, decía. “Quiero maletas con chichones de otras maletas”.
Montó cuadros al óleo con motivos de época, una breve cortina en forma de cascada para el escenario, una marquesina cubierta de un verde billar ribeteada de blanco donde se leía: “Monseñor (Chez Bola)”. Y alfombró los pasillos para que las pisadas fueran menos fuertes y, por tanto, la gente hiciera menos ruido. Según Bola, maestro en calcular las modulaciones del sonido, cuando uno pisa una alfombra, baja intuitivamente la voz.
El Monseigneur fue su guarida, donde amalgamó mejor que nunca sus virtudes, por llamarlas de algún modo. Trabajaba en la escena sobre la base del hipnotismo -sus donaires, sus magníficas expresiones faciales-, pero no para un público borrego. Necesitaba, se dice, oyentes activos, participativos.
El gusto por Bola llegaba después de que nos hubiese calado, de ahí que la rimbombancia de la seducción inmediata le fuese ajena. Es más: si hubiera querido hacerlo, tampoco habría sabido. Que la vida se le escapara constantemente era consustancial a él.
Dentro del imaginario de la revolución, donde las cualidades físicas se supeditaban a las virtudes morales, comenzó a sentirse menos feo. Aunque no menos contradictorio. Contagioso y teatral por momentos, también podía volverse pura calamidad. Su arte tenía dos caras bien definidas: una chistosa, otra casi trágica. A partir de determinado momento, solo sumó a su repertorio temas de desamor.
-La canción, como género, fue el vehículo con el que una generación de pianistas cubanos negros y gays logró realmente expresarse. Es el caso también de Orlando de la Rosa, Felo Bergaza o Bobby Collazo. Grandes instrumentistas, buenos compositores, que encontraron ahí su realización. Todos arrastraban una cuota de sufrimiento muy grande, precisa Rosa Marquetti.
¿Cuáles fueron los amores de Bola? No se sabe del todo. Según Ramón Fajardo, que no incluyó el dato en su biografía para no levantar ronchas, su último noviazgo fue con un tal Rigoberto, hombre casado y con hijos, rumbero profesional.
En La flor de la canela, Bola no cambia el artículo cuando se refiere al amado, lo que normalmente hacen los intérpretes hombres con canciones compuestas por mujeres, y viceversa. Dice: “¡Déjame que te cuente, limeño!”, “¡ay, deja que te diga, moreno, mi pensamiento!”. Tal cual. Con esas minucias se desahogaba.
Justamente sus últimos compases están ligados a Chabuca Granda y a Perú. Diabético y asmático, ya en 1970 le habían diagnosticado una cardiopatía arterioesclerótica. En un viaje a Lima -para asistir a un homenaje que le preparaban-, hizo escala en el Distrito Federal, y la altura lo remató. Los orishas le habían sugerido que no saliera de Cuba.
La mañana del 2 de octubre de 1971, su amigo el ingeniero Luis Medina lo encontró muerto en su habitación, rodeado de paz y silencio. México, donde todo empezó, parecía un buen lugar para despedirse.
Ya en La Habana, lo vistieron de frac y lo expusieron en un ataúd forrado de seda. Nicolás Guillén despidió el duelo. Dicen que Rigoberto, el rumbero, se comportaba como si fuera la viuda.
A los sesenta años, Bola de Nieve aún mantenía la candidez de un niño. Para el enigma que fue, eso es lo más cercano a una respuesta.
Carlos Manuel Álvarez
El estornudo, 3 de octubre de 2016.
Videos: En el primero, Bola de Nieve canta Ausencia, de la compositora mexicana María Grever (1895-1951). En el segundo, Pancho Céspedes, acompañado al piano por Gonzalo Rubalcaba, interpreta el número que le compuso a Bola y que aparece en el disco Con el permiso de Bola (2007).
No sabemos qué estaba pensando Bola de Nieve la noche antes de llamarse para siempre Bola de Nieve. Pero sabemos que, cuando lo llamaron así, no le gustó.
Era el 3 de mayo de 1933 y el Coliseo Politeama quería organizarle un homenaje a Rita Montaner después de dos intensos meses en que la cantante cubana y su compañía cumplieran una exitosa gira por teatros y centros nocturnos de Yucatán y Veracruz. Pero Rita de repente padeció una disfonía y decidió echar mano de su pianista acompañante.
A los 22 años, Ignacio Villa era una suma de chapucerías que, si llegaba a triunfar en el mundo del espectáculo, solo podría debérselo a su exotismo. Negro, rechoncho, cabezón. Le faltaba un mote gracioso, y estaban a punto de encasquetárselo.
Rita le pidió que se vistiera de guarachero e Ignacio -todavía Ignacio- se negó. Luego lo empujó a escena y lo anunció con sutil malicia. Probablemente necesitaba un sustituto que hiciera los deberes, no un rival de sus mismas cualidades artísticas, por lo que se apuró en estereotiparlo. Igual fue un certero golpe de marketing.
-Ella lo presentó con tono de burla, pero la burla le salió mal. De todas maneras, él siempre se lo agradeció, porque fue su debut, causó sensación, y Rita lo ayudó como pocos, dice Raquel Villa, hermana de Bola.
Bola, fiel a lo que esperaban de él, inició con Vito Manué, tu no sabe inglé, una de las cancioncillas que el fuerte movimiento cubano de poesía negrista de los años treinta había puesto de moda. Luego siguió con No dejes que te olvide, tema suyo que ya había estrenado en la radio mexicana y que el público coreó con deleite.
Este debut que parece más o menos ordinario se complica si sabemos, como ya se sabe, que a Bola de Nieve también lo aquejaba una disfonía, pero más complicada. Durante cuarenta años se las arregló para, literalmente, cantar sin voz.
En La consagración de la primavera, Alejo Carpentier recrea las legendarias fiestas que la familia Villa y Fernández solía dar en su casa de Guanabacoa. Bailes ñáñigos y ararás, la exquisita comida de la señora Inés -anfitriona carismática-, su sonoro ajetreo entre ollas y fogones, los toques de rumba, los contrapuntos, el jolgorio solariego.
En aquel ambiente folclórico, nació Ignacio Jacinto Villa y Fernández el 11 de septiembre de 1911. Su padre, Domingo Villa, era cocinero de fonda. Su madre, Inés Fernández, era ama de casa y la niñera que en su momento llevaba a la escuela a Rita Montaner. También, con los años, sería su fan más fiel.
Desde pequeño, Ignacito ensayaba en un banco de madera como si este fuese un teclado. “Yo de niño”, llegó a decir alguna vez, “no jugué más que a tocar. Yo no jugué a los trompos ni nada”. En la Escuela Pública No. 1 José Martí, imitaba a cantantes y pianistas en el alféizar de la ventana, y los alumnos empezaron a llamarlo Bola de Nieve por un personaje de cine de la época, pero el membrete no pasó a mayores hasta que años después lo retomara la Montaner.
Fue la conserje de la escuela, su tía abuela Tomasa Bertemati, Mamaquica -una matrona exigente, cariñosa y eficaz-, quien decidió encauzar la vocación de Ignacito. Lo matriculó en clases de solfeo y teoría de la música en la Escuela y Banda Municipal de Música de Guanabacoa y le compró un piano que, según el padre Domingo, “sonaba como una bandurria destemplada”.
Luego ingresó en el Conservatorio Mateu y a partir de ahí vinieron, desde bien temprano, años de formación decisiva. Se gestaría en Bola un carácter contradictorio y este carácter sería el abrevadero de su arte. Fachada gozosa, ocultos desgarramientos. “Yo soy”, dijo, “un hombre triste que se pasa la vida muy alegre.”
Cuando no repartía cantinas de comida criolla preparadas por la señora Inés, practicaba el piano y cantaba en las veladas hogareñas. Su adicción desmedida a los frijoles negros le provocaba continuas crisis de asma que Inés y Mamaquica conseguían curarle con inhalaciones de humo de cigarros de chamico o frotándole la espalda con un cepillo.
Aupado, a los trece años comenzó a trabajar en el Cine Carral, acompañando al piano el movimiento de las películas silentes. Del público obtendría varias respuestas -tomates, huevos, gritos racistoides de 'negro gordo', el abucheo de una muchachada que lo conocía bien y que de plano rechazaba los amaneramientos que ya afloraban en Bola-, ninguna que lo animara a seguir en los escenarios. Pero siguió. Fue pianista de la Orquesta de Gilberto Valdés en el cabaret La Verbena, en Marianao, y trabajó tanto con la soprano Zoila Gálvez como, por vez primera, con Rita Montaner en el Hotel Sevilla.
A los 16, tuvo que fingir un noviazgo para complacer los afanes de casa. La experiencia, aunque breve, recogió uno de sus dilemas principales. Entre su hondísimo gusto por los hombres, y el peso del amor filial, para él paradigmático, Bola eligió una vida intensa, pero oculta. Con su melancolía, consecuencia directa de la represión sexual, pagó la felicidad de sus íntimos.
Todavía en 2015, Raquel Villa, su única hermana viva, da una respuesta evasiva que es cuando menos inocente:
-En Guanabacoa él tuvo sus noviecitas, esas cosas que yo oigo, y algunas novias después. Ahora, mujeriego no era.
Pero no fue solo la familia, o más bien el peso de la familia tradicional en la conciencia de Bola, lo que complicó su tráfico con los amores. Su biógrafo principal, Ramón Fajardo, lo resume con un gracioso eufemismo: “Consciente de su carencia de atractivos físicos”. Es decir, Bola era feo, un negro feo, y lo tenía claro.
En ese juego de máscaras, practicó distintos trucos. Como exponerse demasiado para desaparecer. Es cosa sabida que su espontaneidad en el escenario, su aparatoso desenfado, sus abruptas carcajadas y su pegajoso sentido del humor eran el resultado de interminables ensayos. Había un frío rigor detrás de sus performances. Diestro en disimular, creó un juglar pintoresco y magnífico desde el laboratorio de su soledad, un Bola que tapara a Ignacio. Creía no tener fanáticos, sino devotos. Ansiaba confundirse ontológicamente con lo que hacía. “Yo no canto canciones ni las interpreto”, dijo. “Yo soy la canción”.
A fines de la década de los veinte, imitaba a actores como José Bohr, hasta que alguien lo convenció de que se asumiera a sí mismo. Entonces comenzó a fraguarse el mito. En 1932, compuso su primer éxito de audiencia, la nana negra Drumi mobila. Un canto tierno que aún activa, en quien lo oiga, olvidadas fibras ancestrales.
Actuó en el Teatro Alhambra, en el Cine Fausto. Fue, cada vez con más frecuencia, el pianista acompañante de Rita Montaner, y se volvió su apuntador desde el piano. Rita era nerviosa en la escena y Bola le dictaba en susurros. Así, sin querer, fue practicando el arte dual de conversar y tocar al unísono, lo que sería con el tiempo una de sus marcas registradas.
Todo lo que le sucedió a Bola parece haberle sucedido sin querer. Como si su talento hubiese ocurrido a pesar de sí mismo y a pesar de la idea convencional que Bola, y todos, tenemos de lo que es o debe ser el talento.
Cuando embarcó a México a inicios de 1933, la Montaner le tenía más confianza y fe de las que se tenía él mismo. No podía dejar de verse, y con algo de razón, como un actorcillo de segunda.
La década de los treinta, y las siguientes, fueron una avalancha de acontecimientos. Tras una pelea con Pedro Vargas, Rita Montaner abandonó una gira por la frontera entre México y Estados Unidos, y ya en el Distrito Federal le envió a Bola un pasaje en tren para que la siguiera. Bola no la siguió. Le tenía miedo al carácter intempestivo de su protectora. Le asustaba el cambio. Le aterraban las 58 horas de viaje en tren. Su rechazo provocó la primera gran ruptura entre las muchas que ambos tuvieron, hasta la muerte de Rita en abril de 1958. Bola era, a la sazón, un niñato de 25 años adaptado al calor y la sobreprotección maternales.
-A veces le daba las quejas a mamá. Pero mamá no abría la boca porque, si lo hacía, después él y Rita hacían las paces de nuevo y entonces ella quedaba mal, recordaba su hermana Raquel
Durante dos años, Bola estableció una conexión inaudita con México, mezcla de placer, deslumbramiento y gratitud. En profusas cartas, le describía a la señora Inés, su madre, las montañas cubiertas de nieve que rodeaban el Distrito Federal, las chinampas del lago Xochimilco, el olor de los tacos, las tortillas y el tequila.
Carlos Manuel Álvarez
El estornudo, 3 de octubre de 2016.
Nota de Tania Quintero.- Bola de Nieve participó en cinco películas: Madre querida, 1935; Adiós, Buenos Aires, 1938; Embrujo, 1941: Melodías de América, 1942, y Una mujer en la calle, 1955. El primer video, donde Bola canta y baila Vámonos pa'la conga no he averiguado a qué filme pertenece, puede que sea de Melodías de América. El segundo es una escena de la cinta Una mujer en la calle, protagonizada por la actriz mexicana Marga López (1924-2005)
Cuando preparaba Los enigmas de Bola, de Carlos Manuel Álvarez, para reproducir en dos partes en este blog, el lunes 9 y el jueves 12 de enero, a mi mente vinieron las imágenes que me han quedado grabadas de Ignacio Villa, Bola de Nieve.
Recordé al Bola saliendo del elevador del edificio en que vivía en 1959-1960 (el Areíto, en los altos del banco que allí había y creo todavía hay, en Infanta y Manglar); al Bola coincidiendo a la entrada del mismo edificio con Lázaro Peña y su mujer Zoila Castellanos, su hijo Lazarito, Adalberto el chofer de Lázaro, y yo.
Bola de Nieve, quiero aclarar, tenía excelentes relaciones con Lázaro Peña, líder sindical de larga trayectoria, y con Zoila, que era compositora. Su nombre artístico era Tania Castellanos y una de sus canciones más conocidas, En nosotros, ha sido interpretada, entre otros, por Olga Guillot, Lucho Gatica y Pablo Milanés.
Zoila, mulata risueña y jaranera, tenía muy buenas relaciones en el mundo musical y artístico. Además de muy amiga de Bola, también lo fue de mi padre. Bola de Nieve, como Olga Guillot, Celia Cruz, Bebo Valdés, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Benny Moré, Elena Burke, Omara Portuondo, Arsenio Rodríguez y el Trío Matamoros, entre otros cantantes, músicos y orquestas, tuvieron en la Mil Diez, emisora perteneciente al Partido Socialista Popular, un medio popular de difusión.
Volviendo al Bola. Más de una vez lo vi saliendo del edificio, doblando y subiendo por la calle Infanta, impecablemente trajeado, con un paraguas negro en una mano, sonriente (a pesar de que él mismo decía que era un hombre triste), dando las buenas tardes o saludando a quienes le saludaban. Aunque en Los enigmas de Bola el periodista menciona que actuaba en la CTC y la UNEAC, la única vez que lo vi tocando en un escenario fue en el antiguo Auditorium, hoy Amadeo Roldán, teatro con excelente acústica.
Pero sobre todo a Bola de Nieve lo recuerdo tocando el piano en las noches irrepetibles del Monseigneur, bar-restaurant en la esquina de 21 y O, frente al Hotel Nacional. A partir de su inauguración, en 1964, cualquiera podía entrar al Monseigneur, siempre y cuando estuviera correctamente vestido. En esa época, en Cuba circulaba una sola moneda, el peso (y con la moneda nacional podías alquilar una habitación en el Habana Libre, Capri, Nacional, Riviera o cualquier otro hotel habanero o del resto del país.
Si querías cenar primero, llegabas a las 8 o 9 de la noche e ibas directamente al restaurante. Las especialidades del Monseigneur, al menos hasta 1965-66, filete mignon, pargo asado, camarones enchilados o langosta grillé. De guarnición, arroz blanco, ensalada, puré de papa y papas fritas cortadas a la francesa.
En su trabajo, Carlos Manuel, uno de los mejores periodistas que ahora mismo hay en la Isla, también se refiere a la condición homosexual de Bola de Nieve. Nací en La Habana de 1942 y a los homosexuales hombres entonces no les llamaban gays, si no pájaros, patos, chernas, mariquitas o maricones. Y a las mujeres no les decían lesbianas, si no tortilleras o pan con pan. No eran temas sobre los cuales se hablara en alta voz, pero la gente en los barrios pobres, lo aceptaba y lo veía con cierta pena hacia el vecino que tenía un pariente 'desviado'.
En los 61 años que viví en Cuba, nunca, por suerte, presencié que a alguien lo ofendieran y marginaran por su orientación sexual. Por el contrario, solía resaltarse que los gays y lesbianas, como ahora se les dice, eran excelentes hijos y personas muy laboriosas, con cualidades para ejercer determinados oficios y profesiones. En mi niñez en el barrio El Pilar, Cerro, siempre jugaba a las casitas con dos vecinas de la cuadra, Gladys y Margarita, y con Orlando, hermano de Margarita. Y nadie se alarmaba por ver jugando a un varón con tres hembras.
Vuelvo a Bola de Nieve. Quienes le saludaban por la calle o iban a escucharlo al Monseigneur, no veían en él a un negro feo y maricón, si no a un ser humano y, sobre todo, a un grandísimo músico y artista.
El 11 de septiembre de 2016 se conmemoró el 105 aniversario del nacimiento de Ignacio Villa y Fernández en Guanabacoa. El pasado 2 de octubre se cumplieron 45 años de su muerte en México. Y cosas de la vida, el 28 de octubre, día que redacté esta nota, Radio Exterior de España le dedicaba uno de sus habituales programas.
Tania Quintero
Video: Me contaron de ti, del pianista y compositor cubano René Touzet (La Habana 1916-Miami 2003), aparece en The Incomparable, dos CDs lanzados en 2007 con una selección de 43 canciones de distintos países, autores y estilos, interpretadas por Bola de Nieve a lo largo de su carrera.
Al final siempre da miedo. Las emociones eran una carga pesada y la virilidad e ideología marxista una constancia. Existía un enemigo y un destino. Luchar contra el ‘imperialismo yanqui’ -sí, con apellido, pues la hegemonía imperial soviética fue aplaudida por el régimen verde olivo- decididamente era la meta.
Era de buen gusto entonar canciones patrióticas, manejar con soltura el relato revolucionario y saber de carretilla trechos de discursos épicos de Fidel Castro.
La recompensa por el sacrificio de construir el socialismo -como en toda narrativa dogmática que linda con el surrealismo siempre hay un premio, ya sea siete vírgenes para los mártires del yihadismo o una dictadura del proletariado para los seguidores del comunismo- era portar un carnet rojo del partido comunista cubano.
La familia te la imponía la vida. Buena, regular o mala. Pero Fidel Castro estaba por encima del bien o el mal. El mejor estadista del siglo XX. El Padrecito de la Patria. El tipo que les plantaba cara a los americanos. El hombre que jamás se equivocaba.
Luciano, 65 años, a cada rato se pregunta cómo pudo caer en esa trampa filosófica cargada de consignas y jergas seudo patrióticas. “Me pudo costar la vida. Estuve en la guerra de Angola y fui oficial de las Fuerzas Armadas. A pie juntillas creía en el futuro luminoso del comunismo y estaba convencido de que Moscú era una ciudad más importante que Nueva York. Las mejores armas del mundo eran soviéticas y el capitalismo tenía sus días contados”, cuenta el otrora hombre nuevo, mientras conduce un taxi particular por las irregulares calles de La Habana.
Luciano siente que fue manipulado como un títere del teatro de guiñol. Pertenece a una generación a la que jamás le pidieron permiso. “Nunca nos preguntaron nada. Había que hacer esto y lo otro, porque así lo había decidido Fidel, y como peones de ajedrez nosotros cumplíamos las orientaciones. Éramos soldados de la revolución. Lo de nosotros era aplaudir, no aportar ideas”.
La caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS fue un varapalo para los cubanos que ciegamente creyeron que construirían la utopía comunista en la Tierra.
Luciano se considera una víctima. “La ideología es una droga. Desde niño se nos adoctrinaba. No existía otra referencia. El gobierno lo controlaba todo. Desde lo que se leía, se veía, hasta nuestras mentes. Le tiré huevos a los que se iban por el Mariel y participé en actos de repudio a disidentes que vivían en mi barrio. Nunca le voy a perdonar a Fidel Castro tanta manipulación”.
La cotidianeidad y el fracaso económico de la autocracia castrista fue un aterrizaje forzoso. Para Luciano, “Cuba es una sociedad enferma. Funcionarios que dicen una cosa y hacen otra. Un país que no puede garantizar una vida digna a sus trabajadores . Para sobrevivir necesitan de las inversiones capitalistas. Todo fue mentira y nosotros fuimos unos tontos útiles. Al final, lo único que les interesa es conservar sus privilegios y el poder”.
En las concentraciones militares y escuelas de formación de oficiales, entonaban un lema: “Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie”, recuerda Luciano. “Bueno, a mí que me quiten de la lista. Ya yo me rajé”.