lunes, 28 de marzo de 2022

Moscú, territorio hostil para cubanos



Noviembre está próximo a terminar. La temperatura desciende a -2 grados Celsius en Moscú, como anunciando que el invierno está a la vuelta de la esquina, que pronto vendrán las heladas y las noches se harán más largas y la ciudad parecerá encerrada en una de esas bolitas de cristal navideñas de souvenir. Sin embargo, las personas que rodean a M. aceptan con naturalidad el clima y caminan por las calles. Para ellos, esta es solo una mañana otoñal. M., que apenas lleva una semana aquí, siente el frío taladrándole los huesos y articulaciones y el aire gélido como una punzada en sus pulmones.

M. recuerda cuando llegó a Moscú de la mano de A., su novio. Bajaron del avión con tanta ropa encima que les costaba moverse. Aquellas interminables capas de camisetas, jerseys y medias de poco sirvieron al final. El frío los atacó de inmediato, como un golpe seco, paralizante. Luego alguien les dijo que en Cuba no existe eso que llaman invierno y que escoger un buen abrigo y un par de guantes y botas es una ciencia desconocida en la isla.

M. acelera el paso, en parte para calentarse y en parte para llegar pronto a casa. Lleva en la mano una bolsa con algo de comida que compró en un magazín, que es como llaman los cubanos a los mercaditos en Moscú. El magazín queda muy cerca del minúsculo apartamento donde se rentó con A., en un distrito apartado del centro de la ciudad donde, le han dicho, los precios son más bajos. Comprar fue muy engorroso, como casi todo durante la última semana. M. detesta hacerlo porque no habla ruso y eso pone de mal humor a los tenderos. Para comunicarse echa mano a una aplicación móvil bilingüe, un traductor que a veces exige hablar pausado y en oraciones cortas y simples.

Hasta hace una semana, M. quería irse de Matanzas. Ahora quisiera salir cuanto antes de Moscú. Su sueño es vivir en un país donde se habla castellano, preferiblemente España. M. conoció a A. hace unos meses. Es bastante menor que ella, pero hay cosas que lo compensan, como su buen humor, su espíritu emprendedor y esa seguridad en sí mismo que resulta contagiosa. En aquellos días, a pesar de sus 44 años, M. se sentía bella y deseada, y sabía también que eso dejaba de importar -o importaba poco- a los hombres cuando descubrían que vivía con una hija de siete años y una madre de 80. Sin embargo, A. no puso remilgos y le confesó su amor. Ese día M. sintió que la suerte, al fin, comenzaba a sonreírle.

A. fue quien tuvo la idea de irse a Rusia una vez el gobierno permitiera nuevamente los vuelos regulares que la pandemia obligó a paralizar. Unos amigos le habían puesto en contacto con cubanos residentes en Moscú, quienes podrían reservarles los pasajes y luego llevarlos por toda Europa hasta España. La aventura, dijeron, era costosa. Solo por cada pasaje pagaron mil 500 dólares. M. vendió sus pertenencias, las que pudo, y llevó consigo sus ahorros. A. hizo otro tanto. Todo el dinero, un enorme fajo de billetes verdes que con mucho trabajo lograron reunir, fue guardado en una misma bolsa. Ambos se prometieron tomar de ahí lo estrictamente necesario.

M. sube las escaleras y toca el timbre, pero su pareja no la escucha. Abre entonces la puerta con la llave, deja la comida sobre un sillón y va al cuarto. A. no está. Piensa que tal vez se fue a ver a los cubanos que en unos días los llevarán a Grecia, donde luego tomarán un avión rumbo a Madrid, quién sabe cómo. De cualquier forma, debió avisarle que saldría. Lo llama al móvil, pero él no contesta. Lo llama nuevamente. Nada. Vuelve al cuarto y percibe que la maleta de viaje, las ropas y el cepillo de dientes de A. no están. El dinero también ha desaparecido.

La gente camina de un lado a otro del aeropuerto de Moscú, cada cual pendiente de sus cosas. El fluir de la muchedumbre abruma, marea. Es casi imposible distinguir entre quién entra y quién sale, o reparar en alguien específico, excepto, quizá, por la única figura que permanece inmóvil: un hombre aferrado a una maleta. Su nombre es José Correa, un cubano de cuarenta y tantos años que recién aterrizó en la ciudad. Es un tipo fibroso y delgado. Sin embargo, lleva tantas ropas encima que da la impresión de ser un hombre obeso. Hace casi dos horas que está así, petrificado, como un monumento hiperrealista en honor a los viajeros perdidos. Aunque lo simule bien, debajo de las tres capas de abrigos su cuerpo tiembla. No de frío, sino de miedo. El hombre que prometió recogerlo en el aeropuerto, el mismo que le consiguió un pasaje por casi mil 900 dólares a Moscú, no aparece.

Hasta hace dos meses, José vivía en La Habana, pero su cabeza estaba en otro lugar, uno cualquiera, siempre lejos de Cuba. Luego quiso también escapar con su cuerpo y esperó pacientemente a que el gobierno permitiera el regreso de los vuelos regulares. Hasta entonces se hizo de una rutina semanal: trabajar en la construcción de contratista, visitar la logia masónica a la que pertenecía e irse a casa. Su intención era viajar a España, donde vive su hermano, pero sin un visado Schengen tuvo que buscar otro destino, fuera de la comunidad europea, desde el cual ir luego a Madrid.

«Ya cuando estés fuera, te ayudaré con algo de dinero. En Cuba no. No pienso darle un solo euro a la dictadura», le había dicho su hermano, y eso solo lo motivó aún más a marcharse. Poco después contactó con aquel hombre que prometió ayudarle a cambio de una comisión, a comprar el pasaje de ida y vuelta que exigen las autoridades rusas. También aseguró que lo recogería en el aeropuerto y le conseguiría un alquiler barato, un pequeño apartamento «para cubanos». Ese hombre jamás vendrá por José.

—¡Taxi! ¡Taxi! —le grita un taxista desde su auto. Va hacia él.

—You speak English? —pregunta José, quien habla inglés lo suficientemente bien como para mantener una conversación más menos extensa sobre casi cualquier cosa. Quienes le rodean no tienen noción de otro idioma que no sea el ruso, además, no parecen muy dispuestos a ayudar a un forastero en apuros.

El taxista asiente. José le explica entonces que no sabe adónde ir y que necesita una renta, la más barata posible.

—Okay. Get in the car.

El policía habla y la aplicación móvil hace lo suyo. Traduce algo así como «muéstreme su tarjeta migratoria y su registro de residencia». Si no fuese por el frío, Carlos y su esposa habrían comenzado a sudar.

—No tenemos la registrancia —dice Carlos, y entrega solo las tarjetas migratorias.

Sabe que pocas cosas pasan más desapercibidas en Moscú que un cubano. A veces no hace falta hablar. Basta un gesto, una manera de caminar o un ligero tono oscuro en la piel para que todos sepan que se trata de un cubano. Los rusos están cada vez más atentos a esta presencia, en especial los policías.

Hasta ahora ha intentado confundirse entre los más de 12 millones de habitantes de la ciudad, sobre todo en las salidas del metro, donde siempre alguien lo reconoce como cubano y comienza a hablarle en español, a decirle que puede llamarle un taxi o llevarlo a un centro comercial. Esos sujetos insistentes, ha escuchado, en ocasiones son quienes avisan a la policía para luego sacar tajada del soborno que logre conseguir el oficial. A veces los delatores son también cubanos. Por eso Carlos busca alejarse de sus compatriotas, a excepción de un reducido grupo de amigos.

El policía pide que le acompañen. Carlos intenta explicarse y apelar a la compasión del hombre que tiene delante, quien parece muy dispuesto a imponerles una multa que podría derivar en una deportación. Le dice que tuvieron que marcharse repentinamente de su anterior renta y que no les ha dado tiempo de registrar su nuevo domicilio. La aplicación traduce de ida y vuelta. El oficial les recrimina que tuvieron siete días para hacer la registrancia y hace tres que se cumplió ese plazo. Vuelve a ordenar que le sigan.

—¿Cuánto? —dice Carlos.

Desde que llegó a Moscú ha escuchado muchas historias sobre policías corruptos, pero hasta ahora había tenido la suerte de no toparse con uno. Sus amigos le aconsejaron siempre llevar encima dinero para sobornos y que es preferible comer mal unos días a ser deportado y no entrar a Rusia en cinco años. También le dijeron que en esta ciudad solo una cosa es segura: todos tienen un precio.

—¿Cuánto? ¿Cuánto quiere? —repite. Cree decirlo con seguridad, a pesar de no haber sobornado nunca a nadie. El oficial sonríe.

El trato sucede sin disimulo alguno, como entre un vendedor de manzanas y un comprador cualquiera. La propuesta del oficial es de 20 mil rublos (265 dólares), poco menos del salario mensual de la mayoría de los migrantes cubanos en la ciudad. Carlos accede. Sabe que él y su esposa no comerán mal unos días, sino un mes entero, quizás más, para reponer la pérdida. Sin mediar palabra entrega el dinero y se marcha.

Por el camino, le dice una y otra vez a su esposa:

—Si no hubiese tenido ese dinero encima, ¿qué sería de nosotros? ¿Qué será de los que no tienen nada?

Unos 25 mil cubanos arriban cada año como turistas a Rusia, específicamente a su capital. No necesitan visado, pues el Kremlin, tal vez en un gesto que evoca su romance «comunista» con Cuba, eliminó este requisito. Basta un pasaje de ida y vuelta y un pasaporte vigente para volar de La Habana a Moscú y allí recibir un permiso de residencia de 90 días, que no incluye el derecho a trabajar.

Algunos viajan con la intención de comprar mercancías baratas que luego revenderán en la isla. Otros tantos, cada vez más, prefieren quedarse. Muchos moscovitas comienzan a ver la migración cubana como un fenómeno desagradable y a los cubanos como una plaga invasiva; no porque con los nuevos migrantes se reduzcan las opciones de empleo y aumenten los índices de criminalidad, sino, simplemente, porque comparten un espacio común con ellos, porque viven en «su ciudad». Hay casas de rentas en los suburbios, donde los cubanos se unen para vivir, con carteles en la entrada que dicen: «Solo eslavos». Aquellos que llegan a Moscú a comprar y marcharse, apenas salen de las fronteras del distrito Lyublino, una zona periférica cuyos únicos méritos son haber albergado e inspirado a Fiódor Dostoyevsky y contar con el mercado mayorista de productos baratos más grande de la ciudad.

El mercado Lyublino es para los cubanos la versión euroasiática de la Zona Libre de Colón (Panamá) o del Mercado Oriental (Nicaragua), y como hicieron en algún momento estos dos gigantescos comercios, también ha mutado ante la avalancha de nuevos compradores. Varios comerciantes adaptan sus modelos de venta a las normas aduanales de Cuba, priorizan los productos más solicitados en la isla (piezas de autos rusos e imitaciones de ropas, zapatos y prendas de marcas caras) y hasta cuelgan banderas cubanas en sus establecimientos y se esfuerzan por aprender frases en castellano. Los cubanos, otra vez, han logrado que otra importante zona comercial se someta a las exigencias de un país pobre de tiendas vacías.

En Lyublino, los compradores de mercancía barata y los migrantes encuentran todo un ecosistema creado exclusivamente para ellos: casas de renta, transporte, compra de pasajes, falsificación de documentos, una infinidad de servicios que los propios cubanos levantaron como modelo de negocio durante los últimos años. Entre quienes crearon dicho ecosistema, muchos alguna vez llegaron aquí de paso, con la ilusión de atravesar fronteras frías y boscosas que pensaron mejor que las tropicales y selváticas de Latinoamérica. Polonia y Grecia serían sus penúltimos destinos antes de volar con pasaportes y visas falsas a Italia y España, donde imaginaban pedir asilo político. No lo lograron y perdieron su dinero en el camino. Aquellos que avanzaron más, fueron devueltos a Rusia y hoy viven ahí, de hacer las falsas promesas que un día les hicieron a ellos.

Esto es, en gran medida, la comunidad cubana en Moscú: un espacio donde los recién llegados de ahora interactúan con los recién llegados de antes, un residual de sueños frustrados en acumulación, un bucle de engañados convertidos en engañadores, una serpiente que se muerde la cola.

Sola, completamente sola. Con hambre, frío, incertidumbre. Sin un céntimo, ni comida, ni una foto o un número telefónico o algún documento que le permita denunciar al hombre que traicionó su confianza y le robó. Solo tiene su nombre, A., pero no le sirve de nada. M. busca empleo por la ciudad, armada de un carisma que cede ante la depresión y de la aplicación móvil para comunicarse. Las opciones para ella son pocas e ilegales: limpieza de pisos y recogida de basura. Aunque los moscovitas se nieguen a realizar este tipo de labores, casi destinadas a los migrantes, las vacantes son escasas. Por ellas también compiten gentes pobres venidas de las pequeñas repúblicas aledañas que hace más de 30 años integraban ese imperio de la colectivización que fue la URSS, y también otras de países árabes en guerra.

Encuentra trabajo en un magazín, donde un ruso promete pagarle mil 100 rublos al día (14 dólares) por fregar el suelo. El salario es una miseria, insuficiente para vivir aún en las zonas menos costosas de la ciudad. Pero M. no se queja y agarra el balde y el trapeador y cumple con su jornada en silencio. No tiene a quien hablarle ni quien la escuche ni qué leer. El ruso y su alfabeto cirílico la vuelven una empleada ejemplar y en extremo eficiente.

Tras casi un mes de trabajo, el dueño del magazín le anuncia que no tendrá salario, que debe irse. No vale la pena denunciarle a la Policía ni lanzarle el balde y el trapeador. Ambas acciones tendrían como único fin la deportación, y M. todavía guarda la esperanza de reunir cinco mil dólares y buscar quién la lleve a España. De cualquier forma, si la deportaran, no podría costearse el pasaje de vuelta a Cuba que exigen las autoridades rusas, y tendría que vivir pagando multas a cada tanto por no abandonar en tiempo el país. Además, volver sería la aceptación de su fracaso, de la derrota más grande de su vida.

La temperatura desciende dos grados, lo suficiente para que M. comience a pensar en el calor húmedo de Cuba como el mejor clima posible. Todavía tiene sus abrigos, pero de nada le servirán cuando deba renovar la renta y la echen a la calle. Finalmente, son las avenidas y los rincones oscuros quienes le ofrecen trabajo y algo de dinero. M. ya no necesita hablar ruso. El sexo sigue siendo un idioma universal sin palabras.

El taxista pide 400 dólares de comisión por encontrarle una renta y a José no le queda más que aceptar. Del dinero que se trajo a Moscú solo le quedan 800 dólares. Con eso paga un mes de alquiler, una línea móvil y algo de comida. Los siguientes tres días los pasa encerrado en casa, conectado a internet. Vía online, encuentra empleo como limpia pisos en un magazín. El dueño del lugar le ofrece mil 200 rublos diarios (casi 16 dólares) y comida los días laborables, pero exige que debe pasar primero una suerte de entrevista de trabajo. Pregunta, por ejemplo, si tiene experiencia laboral en este campo, o eso dice la aplicación traductora de José. Al cubano le divierte el exagerado tono formal de la entrevista, pero responde muy serio que sí y luego se inventa un extenso currículum de fregador de suelos en Cuba.

A partir de entonces, José decide mantener distancias de la comunidad cubana en Moscú. Encuentra en grupos en Facebook de cubanos migrantes en la ciudad continuas denuncias a los llamados intermediarios y descubre que él mismo fue estafado. El sujeto que prometió recogerle en el aeropuerto y nunca apareció le había cobrado casi 800 dólares por encima del precio real del pasaje, una comisión exagerada. Su trabajo en el magazín dura poco, así como otros dos similares. Sin embargo, le sirven para ganar algo de dinero y familiarizarse con el idioma ruso, el cual está dispuesto a aprender de forma autodidacta. En pocas semanas domina frases y palabras básicas. El inglés, aunque en menor medida, también le ayuda a desenvolverse en Moscú y a conseguir empleo en la construcción.

A la intemperie y soportando las bajas temperaturas que advierten de la llegada del invierno, José levanta paredes de hormigón. Su nuevo entorno de trabajo le resulta familiar. Aquí, entre ladrillos, palas, grúas y cemento se siente a gusto e intenta dar lo mejor de sí, lo cual no pasa desapercibido por sus jefes. En la construcción conoce a otros cubanos, quienes son despedidos a los pocos días. Los rusos son severos con los holgazanes, aunque ser holgazán signifique detenerse un minuto a revisar el móvil.

En su nueva realidad no existen los trabajadores, sino máquinas productivas con forma humana. Cada máquina, sobre todo aquellas que vienen de otras tierras, debe esforzarse más que el resto si no quiere ser desechada. Afuera hay muchas más, cada vez más, esperando un turno para probar su eficiencia. Producir en silencio, nunca quejarse, aprovechar al máximo el tiempo y estirar los límites del cuerpo. Esto es lo que hace José cada jornada y a ello se ha adaptado mejor que otros. Se siente un superviviente. Nada le enorgullece más que haberse quitado de encima algo que llama «la mentalidad cubana» y que no sabe si definir como holgazanería o como «pensar que las cosas caen del cielo y uno lo merece todo».

Él es de los fuertes, o al menos de los más fuertes entre los débiles, entre los migrantes. Los débiles ceden a los instintos y fuman en el trabajo y son despedidos, o guardan frutas robadas de los mercados en los abrigos y luego los arrestan, o caminan temerosos de los policías cazadores de sobornos, o forman guetos con otros débiles como ellos y ni se esfuerzan por aprender el idioma, o se van engañados a cruzar fronteras nevadas o regresan a su país humillados y más pobres que antes. Él, sin embargo, trabaja, tiene sus papeles en orden, gana casi 2 mil rublos diarios (26 dólares) y vive solo en un minúsculo apartamento rentado. No es mucho, pero sí más de lo que posee la mayoría de los cubanos en la ciudad. A veces piensa que, tal vez, solo ha tenido suerte.

Carlos, de 30 años, llegó a Moscú con la idea de prosperar como músico. En Cuba trabajaba como percusionista en orquestas y fueron unos amigos de su mundo que viven en Rusia quienes le recomendaron venir y le compraron el pasaje, ahorrándole los 200 o 500 dólares de comisión que piden los intermediarios. Tres meses después de su llegada, Carlos piensa que no le ha ido mal. Tampoco bien. Moscú no es un lugar acogedor, menos para los migrantes que no hablan ruso, quienes están obligados a sobrevivir al margen de la ley, a moverse en una ciudad bajo la ciudad, a conocer los vericuetos del mercado negro donde, a veces, ellos son la mercancía. Carlos ha escapado a esta suerte, o a lo peor de ella, porque es imposible huir del todo. Tarde o temprano urge un documento falsificado, un contrabandeo de obreros, un policía sobornable.

Para renovar sus permisos de estancia, Carlos y su esposa van por unos días a países cercanos que no exigen visado a los cubanos, como Bielorrusia. Luego regresan y el conteo regresivo de 90 días comienza otra vez. Es un procedimiento fácil e ilegal que, sin embargo, se hace cada vez más complicado desde que llegó la pandemia a Rusia y las autoridades migratorias empezaron a prestar más atención sobre quién entra y quién sale. Carlos teme que un día esa atención caiga sobre él o su esposa.

Mayo de 2020. Lauren Fernández llevaba siete meses en Moscú la noche en que salió de casa para no volver jamás. Compartía piso con su amiga, Annie Santiesteban, y otro grupo de cubanos. Al parecer, se ganaba la vida como prostituta. Lauren, negra, de 22 años, había quedado varada en Moscú poco antes de que vencieran los 90 días de residencia legal en el país. Tras la llegada del coronavirus a Rusia, el Kremlin ordenó cerrar sus fronteras y detener los vuelos. Cuba hizo lo mismo. La joven tuvo entonces que agenciárselas para sobrevivir hasta que volviesen a abrir los aeropuertos y reunir dinero para retornar a su país. Luego conoció a Annie y a otros cubanos en su misma situación, y todos decidieron vivir juntos y hacinados para abaratar el coste de la renta.

Durante varios días, Annie comenzó a recibir mensajes desde el móvil de Lauren. Alguien, con un pésimo manejo del castellano, le exigió un pago de 30 mil rublos (390 dólares) a cambio de no cortar en pedazos a su amiga. Luego comenzaron a llegarle fotos de la joven sin ropa y atada. El cadáver desnudo de Lauren fue encontrado cinco días después de su desaparición en un contenedor de basura al oeste de Moscú. El culpable, uno de sus clientes, fue arrestado.

En octubre de 2021, las autoridades migratorias de la isla griega de Zante comenzaron a sospechar cuando 84 cubanos desfilaron con sus pasaportes en el aeropuerto, casi uno detrás del otro. Todos esperaban un mismo vuelo hacia Bérgamo, al norte de Italia. El plan de los cubanos, que hasta cierto punto coincidieron por casualidad en aquel sitio, estaba condenado al fracaso desde un inicio. Llegaron a Grecia de forma ilegal, algunos con pasaportes españoles falsos. Incluso, 22 de ellos ya habían sido advertidos por las autoridades griegas de que se marchasen por donde mismo vinieron, o a escondidas hacia cualquier otro lugar. La burocracia migratoria impide salir de manera formal a quienes no cuentan con documentos de entrada al país.

De los 84, poco más de la mitad eran grupos familiares. A estos la policía les exigió salir en un plazo de 25 días, sin especificar cómo. Los demás fueron detenidos en comisarías de Corinto y Atenas. En diciembre de 2021, en la ciudad fronteriza de Gevgelija, al sur de Macedonia del Norte, una furgoneta fue interceptada por una patrulla. El conductor había sido avisado para que se detuviera, sin embargo, continuó su camino, esta vez a una velocidad superior a la que llevaba. Para sorpresa de los oficiales, el infractor era un serbio que pertenecía a una banda dedicada al tráfico de personas. En la parte trasera del auto, el sujeto cargaba con 28 personas hacinadas.

Del total, 25 eran cubanos, incluidos tres niños. Llegaron desde Rusia, luego de atravesar unas pocas ex repúblicas soviéticas y Turquía. El resto de los viajeros eran indios, y para entonces ya habían recorrido buena parte del mundo árabe. Ambos grupos, cubanos e indios, se encontraron en Grecia, todos con la intención de migrar a países más desarrollados. Italia y España, sobre todo.

Hubo un tiempo en que Grecia parecía ser un buen lugar para quedarse y pedir asilo político, pero el idioma y las costumbres helénicas son demasiado ajenas a los cubanos. Otras cosas impiden estacionarse allí. Los griegos soportan de mala gana ser un epicentro de las rutas migratorias hacia Europa occidental, pero no aceptan a quienes pretenden echar raíces en su tierra. Sus campamentos de refugiados, como al que fueron trasladados estos migrantes, suelen ser la antesala de una deportación masiva. Apenas tres días antes, otra furgoneta conducida por un serbio sufrió un destino similar al sur de Macedonia del Norte. Esa vez eran 41 los migrantes escondidos, repartidos también entre indios y cubanos.

M. no está sola. Ahora duerme con siete cubanas desempleadas y sin dinero en un apartamento con literas, por el que cada una paga diez mil rublos mensuales (130 dólares). No es que la compañía de otras mujeres desesperadas alivie la soledad, pero al menos tiene un techo y con quiénes conversar, aunque sea de penurias, del frío y de Cuba. Hay quien ni eso tiene, piensa, y también quien, con suerte, vive con 20 cubanos más hacinados en un mismo cuarto. Ya no se prostituye. De no ser por el hambre y el acecho del invierno, nunca hubiera aceptado hacer algo así. Además, el sexo callejero no deja muchas ganancias y un soborno policial bien hubiese podido arrancarle de golpe casi una semana de trabajo.

Ahora vuelve a buscar empleo, esta vez en esos grupos en Facebook que hace unos años surgían con nombres como «Cubanos en Moscú» y ahora lo hacen con otros como «Cubanos Desempleados en Moscú». En los grupos abundan las ofertas de trabajo y las promesas de salarios bajos y los intermediarios que juran no ser estafadores, como si con eso bastara. M. no sabe de qué manera llegar a España. Tampoco quisiera regresar a Cuba, con el fracaso sobre sus espaldas, ni quedarse en Moscú mucho tiempo más. En febrero de 2022, oficialmente, será una migrante ilegal en Rusia.

La comida que más disfruta José es la sopa. No la sopa de calditos artificiales con sabor a pollo de Cuba, sino «la rusa, con todos los metales dentro, de la que hace sudar». Tal vez nunca se sintió tan bien como durante las últimas semanas. Rusia comienza a gustarle cada vez más, incluso, ya domina el ruso lo suficiente para mantener conversaciones cortas con sus compañeros de trabajo. Para valorar su nueva vida, dice, solo necesita recordar la pasada.

Sin embargo, José quiere irse. Durante el último mes, en los grupos en Facebook de cubanos en Moscú se ha hecho relativamente popular a golpe de directas, todas dedicadas a estafadores de su propia comunidad. No tiene idea de cómo funciona la comunidad de cubanos migrantes en Madrid o en Miami o Nueva York, pero cree estar seguro que mucho mejor que en Moscú. Aquí todos son enemigos de todos, y quien no es consciente de eso suele pagar caro su ingenuidad. Le incomodan varias cosas, por ejemplo, que el síndrome nacional de la delación persista aún al otro lado del mundo.

Hace unas semanas se enteró del pago en sobornos que tuvieron que dar 17 cubanos que trabajaban en la construcción de forma ilegal. El «chivatazo» fue de un cubano residente en Moscú, quien cobró una tajada a los policías por la información. También detesta la tozudez de algunos que siguen empeñados en llegar a Europa occidental en grandes grupos, lo cual ha hecho que las fronteras estén más vigiladas y atentas. El cruce de Bielorrusia a Polonia, una zona de difícil tránsito, rural y nevada, es ahora casi imposible de pasar. Los pocos afortunados que lo logran no tardan en ser detenidos. Un taxista, un barrendero, un campesino polaco. Puede ser cualquiera quien avise a las autoridades de la presencia de un migrante.

José está convencido de que un día se irá de Rusia, puede que a España, con su hermano, o a Estados Unidos, de donde es la mujer con la que ha comenzado una relación virtual. Pero todavía no sabe cómo. Carlos no se detiene mucho cuando camina, excepto para hacer fotos. Es, digamos, un hobby. Casi todas son fotos de cubanos y de migrantes en general, ya sea en el metro, en las calles, o en cuartuchos herméticos sobre literas. Fotografía lo que quisiera olvidar, aquello de lo que escaparía mañana mismo si pudiera.

La ciudad le sigue pareciendo impresionante, mucho mejor que Cuba, excepto cuando está entre rusos escandalosos, de los que se molestan con los migrantes que no hablan su idioma, o entre cubanos que no formen parte de su círculo de amigos. Todavía se pregunta cómo tantos cubanos son capaces de irse a vivir a más de 9 mil 580 kilómetros de su tierra y llevarse consigo lo peor de ella, de traerse eso de lo que dicen huir.

Al preguntarle si se arrepiente de haberse marchado de Cuba, dice: «No lo hago. Mucha gente se arriesga a tirarse en balsas para ir a Estados Unidos o a atravesar una selva, y aquí uno no siente ese peligro inminente. Sin embargo, te parece que la muerte es lenta y te cohíbes de hablar, de sonreír, de todo. Vives con miedo, desconfías de todos. Puedes pasarte años aquí, incluso seis, como gente que conozco, y gastarlo todo y quedarte sin nada. Aun así, es mejor que estar allá dentro, en Cuba».

Texto e ilustración: Darío Alejandro Alemán

El Estornudo, 1 de febrero de 2022.

lunes, 21 de marzo de 2022

Lo que queda del legado soviético en Cuba



El acompasado galope del caballo resuena en el húmedo sendero de tierra. Una ligera neblina oculta la salida del sol y un gallo canta en la lejanía de la campiña, mientras Giraldo, 77 años, conduce un carretón cargado de sacos de rollos de alambre hasta su rústica finca en el poblado pinareño de Mantua, a 200 kilómetros al oeste de La Habana.

Hace 56 años, recuerda Giraldo, en el otoño de 1962, ayudaba al padre a sembrar yuca en la antigua hacienda familiar cuando un jeep militar con varios oficiales a bordo parqueó en un trillo al costado de su casa. “Era una orden de decomiso. Por asunto de seguridad nacional teníamos que entregar la finca. Nos dieron un terreno en otro sitio, porque en nuestra finca y sus alrededores iban a instalar una base militar. Por esos días se notaba tremendo ajetreo de soldados cubanos y rusos. Luego supe que el gobierno iba a emplazar cohetes nucleares en la zona”, rememora Giraldo.

Diego, un jubilado medio sordo, en los días de la crisis de los cohetes estuvo emplazado en una unidad de tanques en el poblado de Managua, al sur de La Habana. “Entonces estaba convencido de la superioridad militar de la Unión Soviética sobre Estados Unidos. Muchos cubanos no teníamos conciencia de lo que era una guerra nuclear. Yo pensaba que después que terminara la tiradera de cohetes íbamos a ocupar la Casa Blanca y poner la bandera cubana en su cúpula. En el campamento nos atiborraban con películas soviéticas de la Segunda Guerra Mundial. Estábamos idiotizados. Desconocíamos qué cosa era un ataque nuclear”.

Años después se conoció que Estados Unidos superaba a su contraparte soviética en cabezas nucleares. Y gracias a la información del coronel del Ejército Rojo Oleg Penkovski, quien espiaba para la CIA, John F. Kennedy supo que contaba con ventaja militar.

Rubén, licenciado en ciencias políticas, asegura que “cuando se repasa la documentación desclasificada de la Crisis de Octubre es para espantarse. La irresponsabilidad de Fidel y el gobierno cubano fue mayúscula. Por inmadurez política no supieron prever las consecuencias de aprobar el emplazamiento de armas nucleares en suelo cubano. Es cierto que Estados Unidos amenazaba con iniciar una guerra convencional. Pero eso no justificaba esa decisión aventurera. Puso al país en peligro de ser barridos del mapa. Y la petición de Fidel a Kruschov de iniciar primero un ataque nuclear fue más insensata todavía”.

Svetlana Savranskaya, directora de operaciones rusas del Archivo Nacional de Seguridad de Estados Unidos una institución no gubernamental, reveló en 2012 a la BBC “que la crisis de los misiles cubana no terminó el 28 de octubre de 1962, Cuba se iba a convertir en una potencia nuclear, justo en las narices de Estados Unidos y a 140 kilómetros de La Florida”. Según los archivos personales de Anastas Mikoyan, número dos de Moscú y el hombre encargado de negociar con el gobierno cubano, Castro le rogó quedarse con algunas armas nucleares tácticas. Creía Fidel que los servicios especiales estadounidenses no las habían detectado.

Más de un millón de cubanos fueron movilizados en aquel otoño de 1962. Según la narrativa del régimen castrista, a propuesta del mandatario soviético Nikita Kruschov, se emplazaron 24 plataformas de lanzamientos, 42 cohetes R-15, unas 45 ojivas nucleares, 42 bombarderos Ilyushin IL-28, un regimiento de aviones caza que incluía a 40 aeronaves MiG-21, dos divisiones de defensa antiaérea, cuatro regimientos de infantería mecanizada y otras unidades militares, unos 47.000 soldados en total.

Un estadista responsable debió analizar las severas consecuencias de instigar a las dos potencias a un conflicto nuclear. Pero Castro se consideraba un iluminado, un redentor. Veinte años después, en 1982, con financiación y apoyo técnico de la antigua URSS, se inició en el poblado de Juraguá, provincia de Cienfuegos, a 300 kilómetros al sureste de La Habana, la construcción del primero de los cuatro reactores nucleares de 440 MW de potencias.

El único reactor que se construyó nunca entró en funcionamiento. En la actualidad es una mole gigantesca de hormigón y acero reforzado donde la maleza y el salitre arruinaron al último monumento soviético de la Guerra Fría en el Caribe. Lo que sí se inauguró fue un conjunto de edificios chapuceros siguiendo el modelo de Chernobyl. Por la calzada de asfalto destrozada que circunda la llamada Ciudad Nuclear todavía ruedan automóviles de la era soviética.

En Juraguá continúan residiendo ingenieros y especialistas en centrales nucleares que jamás ejercieron su profesión. Se graduaron en universidades de la desaparecida URSS y cuando regresaron a Cuba, un abatido Fidel Castro les informó la paralización de las obras constructivas por falta de dinero. La mayoría ya se jubiló o cambió de oficio.

Ruslán es uno de ellos. Se adiestró en Kaliningrado como especialista en reactores atómicos y ahora es dueño de un taller de chapistería en un barrio al sur de la capital. “Estudié todo lo concerniente a los reactores VVER-440/V-318, que eran los que se instalarían en la central nuclear de Cienfuegos. Había diferencias con respecto a los reactores de Chernobyl. En esa central termonuclear se utilizaban los RBMK que después del accidente demostraron que eran inseguros. Los VVER, entre otras características, contaban con un muro de contención. Ahora uno se pregunta qué hubiera pasado si hubiese ocurrido un accidente en Cuba, pues en la construcción de la central cienfueguera se violaron normas técnicas”.

La huella soviética trajo consigo un retroceso en el urbanismo del país. Antes de 1959, en Cuba se siguió el modelo estadounidense de desarrollo urbanístico, con grandes comercios, supermercados, tiendas por departamentos, que posteriormente propiciarían conocimientos arquitectónicos que posibilitaron las construcciones de rascacielos con técnicas novedosas como los edificios Focsa y Someillán y hoteles como Capri, Riviera y Habana Hilton, en el Vedado. Pero después de la llegada de Fidel Castro y sus barbudos, la arquitectura de la Europa comunista empezó replicarse en Cuba, con cientos de edificios prefabricados de mal gusto.

Jordan, arquitecto, reconoce que “en un futuro, si en el país se produce una reforma económica que propulse una ola de nuevas construcciones, lo más sensato es demoler o remodelar los espantosos bloques de apartamentos construidos siguiendo las pautas urbanísticas de la antigua URSS. En los inicios de la revolución, cuando Cuba aún no pertenecía al campo socialista europeo, en el sector del diseño, urbanismo y arquitectura se crearon buenos proyectos como el reparto Camilo Cienfuegos, en la Habana del Este, y la Escuela Nacional de Arte en el municipio Playa, al oeste de la ciudad. Después comenzó la fiebre de construir ciudades-dormitorios sin la adecuada infraestructura”.

A treinta años de la caída del comunismo ruso, las fuerzas armadas aún conservan el armamento, las doctrinas y la jerarquía militar de la URSS. En desvencijados túneles soterrados, supuestamente para preservarlos de una guerra contra Estados Unidos, se guardan miles de vehículos blindados y tanques de guerra T-55 y T-62. En Camagüey, provincia a unos 550 kilómetros al este de La Habana, en 1989 se inauguró una fábrica para ensamblar los famosos fusiles de asalto Kalashnikov.

Por las calles y carreteras de la isla siguen circulando anacrónicos autos Lada, Volga y Moskvich, fabricados en la URSS. También camiones ZIL, GAZ, Kamaz o KP3. En 2022, un carro de la era soviética se cotiza entre q15 mil y 30 mil dólares, según las prestaciones del vehículo, dice Roberto, dueño de un Lada 2105. “Al no existir un mercado de automóviles modernos a precios razonables, el Estado vende coches de segunda mano a precios exorbitantes. Por eso los viejos autos americanos y soviéticos se han revalorizados tremendamente. El que tengo, en 1988 el Estado se lo vendió a mi padre, cirujano, en 4 mil pesos, alrededor de 600 dólares según el cambio de esa época en el mercado negro. Ahora un Lada con motor diesel moderno, caja con cinco velocidades, aire acondicionado y frenos japoneses puede costar 30 mil dólares. Una locura”.

El régimen verde olivo es un albacea fiel de algunas instituciones soviéticas. El omnipresente Departamento de Seguridad del Estado, adiestrado con el manual de la KGB, sigue el mismo guión de prohibir cualquier atisbo de oposición. La disfuncional economía planificada, el uso de la propaganda partidista y medios controlados por el Estado son copias fieles de la metodología practicada en la antigua URSS.

Aunque la gastronomía soviética no cuajó en Cuba, en la Avenida Malecón número 25, entre Prado y Cárcel, Centro Habana, se encuentra la paladar Nazdarovie. Es fácil de reconocer: en el balcón ondea la bandera roja de la hoz y el martillo, la misma que por más de setenta años identificara a las quince repúblicas que conformaron la URSS. Según el barman del Nazdarovie, los turistas procedentes de Rusia y los rusos que residen en el país (se calcula que la colonia rusa la integran unos seis mil ex soviéticos y sus descendientes) , son los que suelen visitar el restaurante. “No creo que la comida rusa pueda competir con las pizzas y las hamburguesas. Pero muchos cubanos, sobre todo jóvenes, vienen a la barra a tomar vodka con jugo de naranja. Nuestra paladar es un sitio de culto y nostalgia”.

El impacto del legado soviético en Cuba es más institucional que cultural. Ni la moda, la música y las costumbres de los 'bolos', apodo popular por la tosquedad de los nacidos en la URSS, dejaron huellas entre los cubanos de a pie. Lo que sí quedó fueron nombres rusos como Tania, Iván, Laritza, Vladimir, Mijaíl, Tamara o Boris. Poco más.

Iván García

Foto: Restaurante Nazdarovie en la Habana Vieja. Tomada de Cuba Absolutely.

lunes, 14 de marzo de 2022

Nostalgia del régimen por la Cuba soviética



En el viejo estante de madera ubicado en un rincón de la sala, Eladio, 83 años, ex funcionario del Ministerio de la Agricultura, conserva libros de la era soviética cubiertos de polvo, entre ellos un ejemplar de tapa dura, sobre la Gran Guerra Patria publicado por la editorial Progreso de Moscú, las novelas Así se templo el acero, La carretera de Volokolamsk, Un hombre de verdad y Agosto del 44 y una biografía de Stalin.

“La biografía de Stalin es la oficial, no la publicada por editoriales occidentales”, aclara Eladio, mientras le pasa un paño. En la década de 1970, él estaba convencido que Moscú era una ciudad muy superior a Nueva York. La primera vez que aterrizó en el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú, a bordo de un Ilushin-62 de Aeroflot, apenas llegó al hotel con un grupo de estudiantes de agronomía, abordaron la línea del metro que los llevaría al Mausoleo del Kremlin. Tras dos horas de cola, emocionados contemplaron el cuerpo embalsamado de Vladimir Ilich Lenin.

“Era el ritual de muchos cubanos que viajábamos a la antigua URSS. Ahora mis nietos se ríen de mí, pero en esa época los militantes del partido comunista estábamos seguros que el imperialismo yanqui tenía sus días contados. Nadie podía predecir que la URSS se derrumbaría años después como un castillo de naipes”, dice Eladio y se sienta en un sillón de hierro en el balcón de su apartamento donde se divisa el malecón habanero y el Océano Atlántico. Una hija le trae una taza de café, que oscila ligeramente debido al incipiente Parkinson que afecta a su padre.

Fue precisamente en sus últimos viajes a la Unión Soviética, cuando Eladio descubrió la inviabilidad del socialismo marxista, colosal burocratismo y creciente corrupción en la meca del comunismo mundial. “Era increíble la pésima confección de un par de zapatos o un cepillo de dientes. El diseño de cualquier cosa era horroroso. Algunos soviéticos me contaron de los crímenes de Stalin, la existencia de gulags y los fusilamientos colectivos. Era tan profundo mi adoctrinamiento entonces, que mi primera reacción fue denunciarlos al compañero de la Seguridad soviética que nos atendía”, confiesa el anciano.

Cincuenta años después, es probable, que la prensa oficial en Cuba sea más afable con Vladimir Putin y su gobierno que los propios medios rusos. Todavía en los libros de historia universal en la enseñanza secundaria y preuniversitaria en la Isla, la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se maneja con pinzas. La educación cubana es una devota albacea de la narrativa soviética. Se recuerda a Vladimir Ilich Lenin como un prócer impoluto. Y la epopeya de la Segunda Guerra Mundial con sus veinte millones de muertos (fueron 27 millones y probablemente la mitad murió por un disparo en la nuca de sus propios camaradas o en un tenebroso gulag), debiera actualizarse.

Nadia, estudiante de tercer año de preuniversitario y aficionada a la historia, cuando se le pregunta sobre aquella nación conformada por quince repúblicas europeas y asiáticas, suelta una parrafada calcada de los manuales escolares: “La URSS fue fundada en 1922 por Lenin. Y a pesar de las agresiones de naciones occidentales se consolidó como una gran potencia mundial. Fue el país con más muertos durante la Segunda Guerra Mundial, 20 millones (persiste en el error), y tuvo que luchar sola frente a la hordas fascistas”, responde con el orgullo habitual de los alumnos aplicados.

Como deseaba indagar otros aspectos históricos menos divulgados en la prensa oficial, le hice las siguientes preguntas:

¿Conoces de las brutales purgas de Stalin, que costaron millones de vidas al pueblo soviético? ¿Sabías que la aplicación de la colectivización agrícola provocó hambruna y entre 7 y 10 millones de muertos en Ucrania, llamada Holodomor? ¿Has leído acerca del pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop donde en una cláusula secreta Hitler y Stalin se repartieron las repúblicas bálticas y una zona de Europa del Este?

¿Has escuchado sobre la matanza en el bosque de Katyn por tropas élites soviéticas a militares polacos? ¿Conocías que el escritor Aleksandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura en 1970, al igual que otros muchos intelectuales, estuvo preso en el Gulag solo por pensar diferente?

¿No crees que la URSS fue una nación imperialista, pues ocupó parte de Europa del Este como trofeo de guerra e instauró gobiernos vasallos? ¿Has estudiado sobre la agresión soviética a Checoslovaquia en 1968 o Afganistán en 1979?

¿Alguna vez te contaron que por decisión de Fidel Castro y Nikita Kruschov, en Cuba estuvieron emplazados 42 cohetes atómicos de alcance medio que pudieron provocar una conflagración nuclear? ¿Sabías que al igual que Estados Unidos tiene una base militar en contra de la voluntad de los cubanos, Fidel Castro sin consultar al pueblo autorizó una brigada militar soviética, una flota de la marina en Cienfuegos y una base de espionaje electrónico en las afueras de La Habana?

A cada pregunta, la joven respondió: “No, no lo sé. No lo he leído. O eso no lo hemos dado en la escuela”. Es lógico que así sea. En la enseñanza secundaria y preuniversitaria en Cuba, la historia de la URSS y de la Rusia actual se manipula al antojo de las autoridades. Al respecto, un productor de la televisión asegura que “la censura es muy fuerte con el tema ruso. Cuando la invasión de Crimea la orientación fue decir que los rusos que vivían allí se rebelaron y pidieron anexionarse a Moscú mediante un plebiscito democrático. No se dice que Rusia es igual de capitalista que Alemania, pero gobernada por Putin de manera autoritaria”.

En el sector militar, sobre todo dentro del generalato criollo, todavía se mantiene la metodología soviética y sus estrategias de combate, además de las añejas armas rusas. “Creo que el Ministerio de las Fuerzas Armadas es la institución más soviética que existe en Cuba. Imagínate, cuando ya los rusos en su país no celebraban la Revolución de Octubre , todos los años en el teatro de la Sala Universal de las FAR se festejaba. En el peor momento de las relaciones con Rusia, siempre se mantuvieron buenas relaciones con sus militares”, comenta un antiguo oficial.

En pleno apogeo de la Guerra Fría, Cuba contaba con el ejército más poderoso de América Latina después de Brasil. Las fuerzas armadas cubanas contaban con 225.000 hombres, más de 200 aviones cazas MIG, casi dos mil tanques de guerra y submarinos Foxtrot. Sin contar dos mil asesores militares soviéticos y una brigada de fuerza terrestre localizada en las afuera de La Habana que en los años 80 tenía 2,600 hombres, un batallón de carros de combate y tres batallones motorizados de fusileros.

El armamento era entregado gratuitamente a Cuba a cambio de lealtad política. Aunque al castrismo le gusta alardear de soberanía, nacionalismo y espíritu martiano, la realidad es bien diferente. Fidel Castro, sin el consentimiento del pueblo, emplazó misiles atómicos en la Isla y puso al país al borde de una guerra nuclear en octubre de 1962. También autorizó el envío de soldados rusos, que en determinado momento llegaron a ser 15 mil, acantonados en Cuba. Y en 1964 autorizó la apertura de una base de espionaje electrónico en la finca Lourdes, en las afueras de La Habana.

Tanto la URSS como la Rusia de Vladimir Putin siempre han tratado a Cuba como un Estado vasallo. En las negociaciones con John F. Kennedy para retirar los cohetes nucleares en 1962, Nikita Kruschov no contó con Fidel Castro. A Putin tampoco le importó la opinión del régimen cubano para cerrar la base de espionaje que le representaba a sus arcas 200 millones de dólares anuales. Cuando el 30 de agosto de 2002 culminaba la operación de evacuación del equipamiento y los 1,500 rusos estacionados en la finca Lourdes, Castro desaprobó la decisión. Consideraba que cerrar el centro de espionaje era ‘un mensaje y una concesión al gobierno de Estados Unidos y constituía un grave riesgo para Cuba’, afirmaba una nota de prensa oficial.

Al menos, debe reconocerse, Fidel Castro reprochó determinadas decisiones del Kremlin. La dirigencia de su hermano Raúl y la del presidente designado Miguel Díaz-Canel ni siquiera eso. En varias ocasiones voceros rusos han comentado la posibilidad de reabrir bases militares en Cuba. La última vez, el 13 de enero, en el contexto de la disputa de Moscú con la Unión Europea y Washington ante una supuesta invasión rusa a Ucrania. La actual autocracia verde olivo ha dado la callada por respuesta.

Eladio, ex funcionario estatal, considera que “por principios, el gobierno cubano, si de verdad defiende la soberanía nacional, debe dar una respuesta contundente a esas declaraciones rusas. No hacerlo nos pone en una posición bastante incómoda. Nos están tratando como una colonia”. Desde hace 60 años ha sido así.

Iván García

Foto: El 49 aniversario del Parque Lenin, construido por iniciativa de Fidel Castro y Celia Sánchez, fue aprovechado para entregar carnets de militantes del partido comunista a nuevos miembros, el 22 de abril de 2021. Tomada del periódico Tribuna de La Habana.

lunes, 7 de marzo de 2022

Por qué cayó la Unión Soviética*


Durante los años dominados por la figura de Brezhnev, la sociedad soviética no experimentó cambios significativos, si bien no cabe duda que la realidad estaba lejos de las expectativas de quienes habían imaginado a la Revolución de Octubre como “el comienzo del fin de la explotación del hombre por el hombre”.

Esa estabilidad era acompañada de un visible conservadurismo y de la existencia de jerarquías que desmentían en los hechos la propaganda del régimen que aseguraba que, desaparecidas las clases explotadoras, solo subsistían divisiones entre trabajadores y campesinos, un estrato de empleados (trabajadores de “cuello blanco”) y la intelligentsia. Sin embargo, como se ha indicado, fundamentalmente desde los años de Kruschov se produjo una notable mejora en las condiciones de vida del conjunto de la sociedad, acompañada de un apoyo significativo al régimen una vez que no quedaron dudas respecto a que el terror estalinista había quedado atrás.

Un elemento importante que se desprende de un estudio realizado sobre los refugiados rusos instalados en Europa era que cuando se les pedía que definieran las características que debía tener el ejercicio del poder “sentían poca necesidad del estricto aparato de garantías y derechos que caracterizaba a las democracias de Europa Occidental”. Sus aspiraciones eran diferentes: “buenos gobernantes, considerados, ‘preocupados’ por el pueblo y que no los sometieran al terror, ni los reprimieran excesivamente, podían aceptarlos, especialmente si proveían un aumento del nivel de vida y de las oportunidades para el desarrollo personal”. Es importante destacar esta visión porque se trataba de gente que había salido de la URSS pero podía considerarse representativa de lo que sentía el grueso de la población de ésta.

La modernización de la sociedad se verificaba claramente en el campo educativo. La difusión de la escolarización se manifestaba en todos los niveles: hacia principios de la década de 1980 el 58,5% de la población trabajadora había completado el nivel secundario y anualmente se graduaban en las universidades soviéticas alrededor de un millón de estudiantes. Una de las consecuencias de esta nueva realidad fue el surgimiento de una clase media, utilizando esta expresión para definir un estilo de vida sin vincularlo con la cuestión de la propiedad. Su base era fundamentalmente urbana y se asemejaba a las clases medias occidentales en cuanto a acceso a bienes culturales y hasta cierto punto bienes materiales.

A pesar de los cambios, las prácticas de control social continuaban siendo significativas. El PCUS supervisaba a través de sus diferentes departamentos los nombramientos en todos los niveles. Toda empresa, negocio, institución educativa, establecimiento agrícola, estaba controlado: tanto su creación como el acceso a un empleo en ellos era considerado, según los casos, de interés del Estado central, de la república correspondiente, de una región o de una ciudad, y en cada uno de esos espacios había una organización del Partido que entendía en la cuestión. Es decir que, junto a la burocracia estatal, y en muchos casos superponiéndose con ella, se encontraba la gigantesca burocracia del PCUS que operaba sobre el conjunto de los ciudadanos.

La población soviética estaba en principio clasificada de acuerdo al lugar de residencia, el que era controlado por medio de una autorización para residir acompañada de un pasaporte interno. Estos documentos habían sido introducidos en la época de Stalin y ya establecían una jerarquización. El status más alto correspondía a quienes residían en Moscú, el centro del poder, donde se encontraban los mejores empleos y el acceso más fácil a bienes y servicios. En los puestos siguientes de la jerarquía se encontraban Leningrado (San Petersburgo) y las capitales de las diferentes repúblicas; luego las ciudades de 500.000 habitantes o más, especialmente aquellas en las que estaban instaladas industrias militares o de tecnología avanzada. Los habitantes de esas ciudades gozaban de algunas de las ventajas de Moscú pero en menor medida. El acceso a ellas era restringido ya que el departamento de policía solo concedía permisos de residencia a quienes eran convocados a trabajar en una empresa de importancia.

Quienes vivían en las ciudades de menor relevancia encontraban grandes dificultades para instalarse en núcleos urbanos de mayor tamaño y hacerlo en Moscú legalmente era algo muy difícil de lograr. Peor era la situación de quienes vivían en las granjas colectivas, ya que hasta 1974 carecían de pasaporte y sólo podían abandonar su lugar de nacimiento si eran convocados para el servicio militar, circunstancia que era aprovechada por muchos para no retornar a su lugar de origen y tratar de encontrar empleo en las ciudades. Fue en esos años cuando la expresión nomenklatura pasó a ser de uso generalizado para caracterizar al grupo que detentaba una posición en la estructura del poder que le permitía disponer de un variado rango de privilegios que lo diferenciaba con nitidez del resto de la sociedad.

¿Constituía la nomenklatura una “clase dominante”? De acuerdo a la teoría marxista, ésta se caracteriza por la propiedad de los medios de producción, transmisible a sus herederos. Quienes disponían de poder en la Unión Soviética no cumplían con esta condición. Sin embargo, su posición política les permitía ejercer una forma ampliada de dominación que no estaba restringida al campo de acción de la economía sino que tenía una dimensión social y cultural. Los medios de producción nacionalizados eran “propiedad” de ese aparato unificado de poder considerado como una entidad corporativa, y este monopolio les permitía ejercer un control sobre el conjunto de la fuerza de trabajo.

Ese grupo dirigente, definido también como “burocracia” –concepto de larga utilización política desde los años de Lenin– ejercía una dictadura sobre el resto de la población pero existían en su interior divergencias importantes. Tomando como base el análisis realizado por Jerry Hough podemos discernir la existencia de tres grupos bien diferenciados, que a su vez presentaban tensiones al interior de cada uno de ellos: 1) El grupo dominante en el ámbito económico era el de quienes ocupaban cargos de responsabilidad en la industria, sin embargo estaban divididos de acuerdo al carácter de cada empresa; la industria pesada –el complejo industrial-militar– era favorecida en todo respecto del resto de las industrias, y también del sector de servicios; 2) En la cúspide del poder político existía una división generacional, ya comentada, entre la “gerontocracia” y quienes, formados a partir de los años de Kruschov, conformaban una dirigencia con ambiciones pero bloqueada en su acceso al poder; 3) Había asimismo una profunda división entre quienes ejercían el poder en Moscú y los dirigentes de la periferia.

La importancia alcanzada por el desarrollo industrial y el sector de servicios condujo a que la ampliación del nivel de estudios de la población brindara oportunidades para el ascenso social. El hijo de un campesino que lograba trasladarse a la ciudad tenía a su alcance el acceso a los estudios superiores y a partir de allí a empleos razonablemente remunerados que lo llevaban a integrarse en la numerosa y creciente clase media.

Es fundamental abordar cualquier análisis relativo al funcionamiento de la sociedad en estos años apelando a un concepto central: el de la existencia de un implícito “contrato social”, impulsado por el Estado y aceptado por la sociedad. Las bases eran las siguientes: el Estado garantizaba el pleno empleo, subsidio para los productos de primera necesidad, amplia cobertura de servicios sociales y políticas salariales igualitarias; como contrapartida los trabajadores soviéticos aceptaban la dominación del Estado en la economía y un control autoritario de la vida política.

El punto de partida del compromiso estatal en materia de mejora de las condiciones de vida de la población se encuentra en el Tercer Programa del Partido, aprobado en el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética celebrado en 1961. En ese documento, ubicado muy en la línea optimista de Kruschov respecto de la evolución futura de la URSS, se enumeraban una serie de beneficios a otorgar por el Estado en materia de educación, vivienda, salud, protección a la niñez y a los discapacitados. Por otra parte, también se ponía en marcha una controvertida política de igualación de salarios; éstos tendían a ser similares entre empresas y sectores y, finalmente, tenían una escasa relación con la intensidad y calidad del trabajo y también con la performance de la empresa.

Durante los años de Brezhnev, la tendencia a la igualación de salarios se consolidó procurando además asegurar el pleno empleo. Los códigos de trabajo promulgados en la década de 1970 limitaban el derecho de los gerentes de empresas a despedir trabajadores, salvo en casos de violaciones disciplinarias. La política frente al comportamiento de la clase obrera era cuidadosa, consecuencia de la crónica escasez de trabajadores. Sus demandas eran objeto de atención y en general se llegaba a acuerdos rápidos, en caso contrario se contaba con la posibilidad de que el trabajador “votara con los pies”. El tema era diferente cuando se intentaba crear organizaciones independientes del control estatal. Como se tenía presente el ejemplo de Solidaridad en Polonia, en esas ocasiones se recurría a la represión sin mayores dudas.

Uno de los componentes importantes de la vida cotidiana de la mayoría de los ciudadanos soviéticos era la enorme penetración de una serie de prácticas de intercambio de favores que, a falta de una expresión adecuada en un idioma occidental, ha sido definida por la palabra blat. Estos intercambios abarcaban un abanico de comportamientos muy amplio, que iban desde la posibilidad de acceder a un bien o servicio inaccesible por las vías naturales, la posibilidad de obtener un empleo en alguna esfera del Estado, un ascenso en el ámbito laboral, las facilidades para poder ser atendido por profesionales de prestigio, etc.

Uno de los rasgos del blat era el quid pro quo, un servicio que era brindado a cambio de algo valioso para el que lo otorgaba, llámese dinero, la promesa de apoyo en una circunstancia determinada, una mercancía demandada y de difícil acceso. Se tejían así redes de contacto cuya base fundamental era la confianza: la persona que hacía un favor sabía que en su momento podía solicitar una contrapartida. La mayoría de estas prácticas, en muchos casos ilegales o en la frontera de la legalidad, existía en todos los países; lo que caracterizaba al blat en la Unión Soviética era la amplitud de su difusión y el rol que cumplía –frecuentemente con la aquiescencia de las autoridades– para esquivar las rigideces de un sistema en el que la burocracia parecía empeñada en ejercer controles sobre la población que con frecuencia podían ser considerados ridículos y en definitiva perjudiciales.

Una de las formas de sorda resistencia a la que apeló la sociedad durante los años de Brezhnev fue el ejercicio del humor transmitido “boca a boca”. La anécdota (anecdoty) ha sido asociada a la reacción colectiva frente a las prohibiciones e irracionalidades del régimen. Su difusión fue masiva y era difícil encontrar un grupo en el cual no compitieran los participantes en la narración de anécdotas, que manifestaban irónicamente su desencanto por el mundo en que se desarrollaba su existencia o por el comportamiento de ciertos dirigentes. Estas prácticas cotidianas (y otras) han sido analizadas como mecanismos de adaptación frente a un sistema rígido, con un discurso, una ideología, una ética, al que en teoría reconocían –y hasta en algunos casos valoraban de manera positiva– pero en la realidad reinterpretaban en función de sus necesidades. Se trataba fundamentalmente de vivir de la mejor manera posible dentro de un régimen que, supuestamente, “iba a durar para siempre”.

En pocas palabras: el sistema proveía ciertas garantías sociales, pero el precio pagado por esa estabilidad era elevado: represión, corrupción creciente y degradación moral y cultural. Había una distancia considerable con lo que en Occidente se definía como “totalitarismo”, expresión cuyo recorrido intelectual a lo largo de los años de la Guerra Fría y en el escenario postsoviético ha sido analizado de forma magistral por Enzo Traverso. En su lugar, a partir de las puntualizaciones realizadas más arriba podemos definirlo, utilizando la terminología fundamentada entre otros por Zimmerman, como un “autoritarismo de bienestar”, que en su funcionamiento reflejaba la complejidad de un sistema industrial altamente militarizado con un importante desarrollo urbano, cuyas amplias e inevitables demandas eran afrontadas por instituciones del Estado.

* Fragmento del libro Por qué cayó la Unión Soviética: ¿muerte natural, suicidio o asesinato?, de Jorge Saborido, profesor titular de Historia Social General en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y profesor invitado en universidades de Uruguay, Chile y España. Publicado el 31 de diciembre de 2021 en Infobae.

Leer también: Así era Moscú cuando cayó la URSS y La vida sexual en la Unión Sovietica.
Mapa de las repúblicas que formaban la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). Tomado de La Vanguardia.