lunes, 29 de noviembre de 2021

Cuba y la excepcionalidad (II y final)


Para principios de los años 90, la caída del sistema de socialismo real en la Europa del Este comunista y la posterior desaparición de la URSS —el mecenas generoso y tolerante de una Cuba castrista despilfarradora— sorprenden a un régimen que no estaba preparado para perder de la noche a la mañana la fuente que había sido fundamental para la supervivencia del modelo totalitario autóctono y diferenciado, y para su expansión internacional. El golpe sería brutal. Un Período Especial inauguraría una nueva etapa en la Cuba castrista, donde el país estaría sin un mecenazgo hegemónico por primera vez en su historia como nación.

Los estudios sobre Cuba reflejarían esta nueva situación e inicialmente pronosticaban un futuro nada promisorio para la mayor isla-nación del Caribe, que bien podía terminar con el control castrista o, en el mejor de los casos, en un deterioro considerable de su capacidad excepcional de operar en los contextos doméstico y exterior. El libro compilado por Carmelo Mesa Lago, Cuba After the Cold War (1993), es quizás el mejor resumen del impacto de implosión del comunismo europeo sobre Cuba. En los diez ensayos de esta antología se expone con certera claridad que los problemas cubanos no comenzaron con la caída de la Cortina de Hierro; ya desde mucho antes la economía cubana era inoperativa y el proceso de colapso era inminente, solo se había retrasado por la permanencia de los subsidios y la ayuda del campo socialista.

Los probables resultados de esta pérdida de mecenazgo para una economía ineficiente y parásita se exponen en el libro: la permanencia del statu quo, el crecimiento de la represión sin cambios de política económica, la continuidad del autoritarismo con reformas de mercado significativas, democratización y reformas de mercado, o la caída del régimen. Pero el régimen no colapsó y la represión sin cambios en política económica mínimamente significativos se incrementó; por tanto, los estudiosos del tema Cuba modificaron el foco de sus estudios a tratar de explicar cómo pudo sobrevivir el régimen sin mecenazgos y sin ceder un ápice en el terreno político y económico.

El análisis más interesante llegaría de Damian J. Fernández. Para él, las políticas de pasión y de afección habían sido cruciales en el desarrollo de la historia de Cuba durante el siglo xx. La búsqueda de políticas de pasión llevaría al pueblo cubano a aglutinarse alrededor de líderes carismáticos como Fidel Castro, que posibilitaron la construcción de escenarios de desafección y desconexión que alejaron aún más a la nación cubana de sus absolutos morales. Al mismo tiempo, se imponían otras de afección, materializadas en el cuidado de la familia y los amigos, estableciendo mecanismos que evadían las estructuras de gobierno —que, paradójicamente, socavaban el régimen estatal y, a su vez, le permitían mantenerse en el poder—, al posibilitar la creación de redes informales de supervivencia que proveían lo que el Estado no quería o no podía. Esas redes resultaron cruciales durante el Período Especial. Un excepcionalismo cubano que Fernández desarrollaba desde los de abajo, y no desde los de arriba.

La subida al poder de Hugo Chávez en Venezuela, en 1999, con el apoyo y la guía cubana, marcaría otro parteaguas en la historia de la Cuba bajo el control castrista. Para los primeros años del nuevo siglo, la Venezuela chavista se convertiría en el nuevo mecenas cubano que, ahora en un rol subordinado y no hegemónico, subsidió a la Isla mediante el suministro de petróleo y la compra de sus servicios profesionales; principalmente de la salud, educación, deporte y militar. Esta integración de Cuba con Venezuela —ya adelantada con la estrecha interconexión que había tenido La Habana (y Moscú) con la Nicaragua sandinista— rompía con el excepcionalismo que se había producido por la integración cubana al eje soviético en 1960 y su salida oficial de los mecanismos de integración regional. Ahora Cuba, con esta integración dinámica con Venezuela, regresaba de manera protagónica al foro latinoamericano.

Lo cierto es que la crisis de los años 90, arreciada por una voluntad estadounidense de apretar el engranaje del embargo económico, produjo un cambio extra fundamental: se modificaría la otra condición excepcional positiva que había catapultado al país como una nación con los mayores índices de desarrollo humano del hemisferio, posibilitado por una infraestructura social envidiable construida con dinero soviético.

Por décadas, el socialismo cubano había sido la gran excepción latinoamericana y tercermundista, que la crisis acelerada por la caída del socialismo real había derribado. Ahora, una Cuba sin recursos y sin la capacidad para generarlos, operaba en un contexto de recrudecimiento de las sanciones estadounidenses, de totalitarismo agravado hacia lo interno, con un Fidel Castro envejecido y una élite que comenzaba a parecerse a sus contrapartes latinoamericanas. El modelo de excepcionalidad ejemplar comenzaba a resquebrajarse.

Esta realidad se reflejó de inmediato en la literatura sobre Cuba. Un artículo muy citado de Miguel Ángel Centeno planteaba de manera directa que el fin del excepcionalismo cubano en Latinoamérica había llegado. Según este autor, las últimas cuatro décadas habían visto a Cuba alejarse de los patrones típicos de América Latina, aun cuando la Revolución no había podido revertir su dependencia histórica del financiamiento externo, resolver sus desigualdades raciales ni fomentar la democracia: la Cuba de Castro, lejos de ser un régimen exitoso, fue cuna de oportunidades perdidas. Para Centeno resultaba evidente que, con la crisis producida por la caída del socialismo europeo y el colapso económico cubano, se habían erosionado todos los avances en materia de bienestar social de la Revolución. Cuba comenzó a parecerse cada vez más al resto del continente y reflejaba los problemas centrales de la región. Era el fin de su excepcionalidad.

Sin embargo, esta visión no sería compartida por todos. La supervivencia de la Revolución —aunque se hubiesen erosionados todos los pilares que apuntaban a su excepcionalidad positiva— eventualmente produciría otro tipo de trabajos académicos y periodísticos que provenían de una izquierda rendida ante el poder propagandístico del régimen cubano. Después de años de pérdida de interés por el tema Cuba en ciertos círculos de la izquierda europea y estadounidense, retornaría con fuerza, reflejando ahora una Cuba socialista, ejemplar, solidaria, sobreviviente, única, y con fuerza moral para un universo progresista —sobre todo latinoamericano—, que resistía junto a la Nicaragua sandinista y la Venezuela chavista los embates de fuerzas diversas que buscaban su derrota.

Este es el caso de Democracy and Revolution, de D. L. Raby, que argumenta que Cuba, junto a Venezuela, había servido de inspiración para todos los movimientos antiglobalizadores y anticapitalistas en todo el mundo. Para Raby, el socialismo cubano demostraba que otro mundo era posible: ¡pero solo a través de estrategias políticas efectivas para acceder al poder bajo bases democráticas y populares! La manera para construir un futuro mejor bajo la guía de los movimientos progresistas mundiales, según él, era bajo la guía “audaz y decidida” de amplios y flexibles movimientos populares que se inspirasen en el modelo cubano.

Incluso, fue más lejos al plantear, al analizar las relaciones de los pueblos con figuras que habían reproducido el modelo cubano de liderazgo, que los ejemplos del éxito de estos modelos demostraban que era más necesario que nunca para los movimientos sociales progresistas acceder al poder político de una manera pacífica o por la fuerza, utilizando la ventaja otorgada por la “unidad popular” que los respaldaba. Cuba y su estrategia de toma y mantenimiento del poder representaban para Raby la verdadera alternativa anticapitalista para el siglo XXI.

Una serie de acontecimientos acaecidos a partir de la enfermedad y salida del poder de Fidel Castro en 2006 producirían una nueva situación paradigmática para la Isla: por primera vez, la Cuba castrista estaba dirigida por alguien diferente al líder que había concentrado en su persona todos los instrumentos de poder político. Con la subida de Raúl Castro, en una transición hereditaria del poder sultánico castrista, se produjeron análisis tanto fuera como dentro de Cuba que especulaban sobre una posible transición hacia un modelo de liderazgo más abierto.

La política de apertura hacia la Isla impulsada por la administración Obama, que abrió el espacio para que se posibilitase la normalización de las relaciones bilaterales entre Cuba y Estados Unidos, le dio más combustible a los estudios optimistas sobre el futuro del modelo cubano. La entrega paulatina entre 2018 y 2021 de todos los cargos oficiales de Raúl Castro, alimentarían aún más la narrativa de que el régimen podía cambiar desde adentro. Nada más errado.

Estas esperanzas se reflejaron en los trabajos académicos y en la prensa. Diarios importantes alrededor del mundo comenzaron a prestar una inusitada atención al tema cubano, con visiones muy entusiastas sobre el régimen socialista y el futuro de sus reformas en la Isla; como aquellas que se reflejaron en los reportes del corresponsal del diario El País, Mauricio Vicent, a raíz de la subida al poder del Raúl Castro, que dibujaban un panorama que presagiaba una Cuba aún antidemocrática, pero más inclusiva en lo económico y abierta a un capitalismo de Estado modelo chino o vietnamita.

En lo académico, libros relativamente recientes, como el de Margaret Randall, a pesar de la estrepitosa caída de dos los indicadores que habían destacado a Cuba como una esperanza para el mundo subdesarrollado en los años 70 y 80, y de un aumento de la represión gubernamental en un contexto de empobrecimiento preocupante de la población cubana, se concentraban en señalar el extraordinario ejemplo cubano en materia de salud, nivel de vida, educación, cultura, deportes y o cooperación internacional.

Todo expuesto de una manera muy simple y manipuladora, mientras describían a un liderazgo cubano pasado y presente con una benevolencia descarada, señalándolos como humanos que comenten errores, pero que se guiaban por una identidad “revolucionaria” que los definía y que se sacrificaba en la búsqueda de un bien común colectivo y no individual. Estos líderes han posibilitado, según este modelo de análisis expuesto por Randall, la supervivencia del sistema cubano contra todo pronóstico. Cuba como ejemplo positivo extraordinario, y su permanencia, era vital para esta autora occidental que concluye su libro con una frase escalofriante:

“Cuba ha resistido inimaginables ataques con un millón de actos de heroísmo. Los innumerables problemas que Cuba enfrenta hoy tienen sus orígenes en una mezcla compleja de realidades estratégicas, tácticas, y culturales. Un cierto nivel de coerción y de sofocación de la voluntad popular es algo que vale la pena criticar, pero no podemos de ninguna manera conocer qué peligros pueden acechar si las libertades individuales pueden ser dispensadas de una manera mas liberal”.

Esta línea de análisis, apologética, de realce de una mitología acrítica del modelo socialista cubano, aún continúa entre sectores importantes de la academia y la prensa occidental. Libros como el del periodista canadiense Keith Bolender, o el de la académica británica Helen Yaffe, ambos publicados en 2020, constituyen ejemplos de cuán arraigada está la línea de análisis que considera al régimen comunista cubano como una excepción positiva.

Bolender, en Manufacturing the Enemy: The Media War Against Cuba, culpa a los principales medios de comunicación en Estados Unidos. Para el autor, durante los últimos sesenta años estos han convergido con los objetivos neocoloniales de política exterior del Estado para crear una narrativa sesgada y mal informada contra la Revolución cubana. Bajo esta lógica, el sistema socialista cubano es infalible y justo. Ha sido para Bolenger la propaganda originada principalmente desde medios de prensa estadounidenses —multiplicada durante la administración Trump— las que han creado una realidad ficticia, que describe a Cuba como un régimen totalitario e impopular.

Las violaciones de derechos humanos, la falta de libertades individuales, las carencias materiales, las protestas populares y toda la pléyade de problemas reales que afectan a Cuba son, de esta manera, un espejismo creado por una maquinaria de propaganda que tiene como objetivo último el cambio de régimen en la Isla. No sorprende que su libro haya sido promocionado desde embajadas cubanas y grupos de “solidaridad” con Cuba en Occidente.

Por su parte, la obra de Yaffe —profesora muy activa en los grupos procastristas occidentales— cerraría un círculo de estudios muy enfocados en realzar la positividad única de un sistema social cada vez más difícil de defender. El libro, titulado We Are Cuba!: How a Revolutionary People Have Survived in a Post-Soviet World, es una defensa panfletaria y decadente de la Revolución cubana que, como indica ella misma en su introducción, “debe su existencia al pueblo cubano cuyos principios de intransigencia y resiliencia revolucionaria mantuvieron su sistema durante la era postsoviética".

El análisis de los años del Período Especial sirve como partida para su defensa del modelo cubano. Copiando de una manera desvergonzada parte del análisis de Damian J. Fernández sobre las políticas de afección, pero adaptándolo a un enfoque acrítico, Yaffe plantea que el ingenio del pueblo cubano y la determinación del liderazgo cubano en un momento de una adversidad fulminante logró la verdadera proeza de hacer sobrevivir a la Revolución, lo que se constituyó en un verdadero homenaje a la genialidad del pragmatismo cubano.

Como muchos otros trabajos del estilo adulador que le precedieron, Yaffe narra los avances del país en biotecnología, atención médica y educación, sin plantearse un enfoque crítico de cómo estos avances fueron logrados, cómo estos han prácticamente sido anulados y cómo aquellos que no lo han sido, se han mantenido a un costo enorme frente a otras prioridades en un contexto de precariedad generalizada.

Lo increíble es que Yaffe se ha autoerigido como la vanguardia de aquellos que se han dedicado a los estudios sobre Cuba desde una posición superior, que “observa a Cuba como un país, no como una doctrina”, en oposición a aquellos que se han enfocado en el análisis de la historia posterior a 1959 como una ruptura, en un contexto antidemocrático, donde la transición política es inevitable. Según ella, su campo, el de los “cubanistas” opuestos a los “cubanólogos”, tiende a investigar el tema Cuba con imparcialidad, donde transiciones económicas funcionan como ajustes temporales, que a la larga llevarán a la Isla al anhelado socialismo.

Lo cierto es que en este largo camino de análisis de la deriva de las investigaciones sobre Cuba y su Revolución han conducido a un consenso de que el proceso revolucionario que llegó al poder en 1959 —y que se materializó en una dictadura unipersonal totalitaria enraizada en una cobertura ideológica marxista-leninista— no solo fue excepcional, sino también paradigmático. Si bien esa excepcionalidad paradigmática ha sido analizada desde ángulos muy diferentes y ha variado con el tiempo.

Lo excepcional en los años 60 se convirtió en lo común en los 70 y 80, pasando a una nueva condición de singularidad en los 90, que se modificaría con la entrada del nuevo siglo. La singularidad, como variable, también tendría connotaciones opuestas de acuerdo al ángulo ideológico que se analizara, donde incluso la dicotomía derecha-izquierda era rebasada —con mucha de la izquierda tradicional, por ejemplo—, rechazando la exaltación del modelo socialista cubano como auténtico.

Lo trascendente es que la división entre aquellos que a lo largo de sesenta años han adoptado visiones positivas o negativas sobre el tema Cuba posterior a 1959 se mantiene invariable. Aún persiste un enfoque muy maniqueo, a pesar de las pretensiones de muchos de posicionarse en postura “neutral” que de una manera objetiva y desapasionada trabaje la singularidad cubana. Ello se debe a que una realidad sobresale por encima de cualquier consideración académica o periodística: el régimen impuesto después de 1959 es totalitario y ha conducido a una Cuba que, para el año 2021, está en condiciones infinitamente peores que las que existían en 1959. Siendo esta una excepcionalidad que, por desgracia, compartimos con aquéllos que han copiado el modelo que muchos todavía consideran digno de imitación.

Oscar Grandío Moráguez
Hypermedia Magazine, 24 de septiembre de 2021.
Video del canal Cuba sobre ruedas. Aclaración: la palabra escasez, que sale al inicio, termina en z, no en s.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Cuba y la excepcionalidad (I)


Cuba, antes de 1959, era percibida dentro del contexto latinoamericano como un país en cierta medida singular, dada su historia marcada por la condición de isla, la mayor de Caribe, en una locación geográfica privilegiada. La posición económica infinitamente más holgada que tenía el país frente a muchas de sus contrapartes latinoamericanas contribuyó a profundizar esta percepción. Esta singularidad, no obstante, se contrastaba por ciertos temas que compartía con el resto de los países regionales: pobreza, distribución desigual de la riqueza, inestabilidad política, debilidad democrática, corrupción, injerencia extranjera -principalmente estadounidense-, y un sistema político y económico capitalista marcado por una alta dependencia externa.

Con la llegada de Fidel Castro al poder, esta percepción se modificaría: lo singular se convertiría en excepcional. El derrocamiento de la dictadura de Batista instauraría un sistema político y económico claramente diferenciado de aquel del resto del continente, con un sistema totalitario tipo sultánico, de corte nacionalista y dominado por una ideología marxista-leninista, que establecería una relación muy conflictiva con la nación que hasta entonces había sido hegemónica en la isla: Estados Unidos.

El nuevo régimen cubano establecería desde temprano una nueva relación de dependencia -igualmente asimétrica y no exenta de conflictos como en las relaciones pasadas-; esta vez con una potencia extracontinental: la URSS y su universo de satélites, que si bien no sería muy diferente de la que había tenido Cuba con Estados Unidos en términos de dependencia económica, sí se diferenciaba radicalmente del tipo de relación dependiente que caracterizaba al resto de los países latinoamericanos. La relación cubano-soviética se definía por variables ideológicas y estratégicas que otorgaban al régimen de Castro un valor mucho más apreciado por la dirigencia soviética que el anterior a 1959. Esta valoración implicó que los soviéticos fueran más proclives a asumir riesgos y a absorber costos en aras de mantener a Cuba en el eje comunista alineado con la URSS.

Precisamente por ello, la URSS se convirtió en un mecenas sumamente generoso, que posibilitó un acceso irrestricto de Cuba a un mercado enorme, a tasas de interés nulas o muy bajas, y a tecnologías atrasadas. Esto permitiría la continuidad de un modelo monoproductor/exportador de azúcar y materias primas básicas a un mercado único; cuyos vastos y variados subsidios económicos le posibilitarían al régimen de Castro construir un sistema complejo de distribución de recursos, muy ineficiente e incapaz de autosostenerse, con consecuencias significativas y excepcionales para el país:

  • Se generó de un nuevo mecanismo redistributivo de la riqueza, que disminuyó los niveles de desigualdad económica, con un proceso paralelo de desaparición de las clases altas y medias en el país, y a la creación de una nueva casta burocrática que se impuso por encima de todos los estratos sociales.
  • Se creó un extenso sistema universal gratuito de educación y salud pública, que permitió al país superar con creces en términos estadísticos los índices de desarrollo humano regionales.
  • Se concentró todo el poder económico en manos del Estado, que se convirtió en el ente planificador central de toda la actividad económica nacional -con la exclusión total de mecanismos de mercado-, lo que consolidó el sistema totalitario sultánico basado en la toma de decisiones clave por una sola persona.
  • Se puso en operación un abultado y costoso mecanismo propagandístico -inusual para un país pequeño y pobre- encargado de amplificar los “logros” del sistema autoritario cubano.
  • Se rediseñó el sistema diplomático cubano republicano, que se amplió considerablemente con el aumento del personal del servicio exterior y las embajadas, permitiendo que el Estado cubano pudiese ejecutar una política exterior equiparable a la de grandes potencias.
  • Se edificó un enorme sistema militar y de seguridad interior muy sofisticado -para nada correspondiente con un país del tamaño de Cuba, capaz de intervenir en conflictos internacionales bajo la tónica de exportar el excepcionalismo revolucionario cubano.

Efectivamente, la combinación del mesianismo castrista con los subsidios de los soviéticos y los países bajo su eje posibilitaron que el régimen cubano reforzara su condición de excepcionalidad, caracterizada por un sistema político y económico diferente al regional, con un sistema totalitario calcado del soviético y un partido único en el poder que desmanteló todo vestigio democrático en el nuevo sistema político, mientras nacionalizaba y estilizaba todo el entramado económico.

Lo excepcional en el contexto latinoamericano se haría aún más latente ante la creciente hostilidad en las relaciones bilaterales cubano-estadounidenses, marcadas por un embargo económico de Washington hacia Cuba desde 1960 -único en aquel momento en la región-, que hacía percibir a Cuba como una isla pequeña, pobre, capaz de mantener un sistema sociopolítico justo y distinto al regional, frente a un enemigo poderoso como Estados Unidos, al que, contra todo pronóstico y en desigualdad de condiciones, se enfrentaba con éxito.

¿Cómo se reflejaría esta situación de excepcionalidad cubana en la literatura académica, principalmente producida en occidente, que desde 1960 y hasta la actualidad ha lidiado con el tema cubano?

La caída de Batista y el ascenso al poder de Fidel Castro sería desde inicios de los años 60 un tema central para la academia occidental, que abordaría la excepcionalidad de la nueva Cuba con dos lentes: uno que pudiéramos llamar excepcional positivo y otro, excepcional negativo. El primer grupo reflejaría en los análisis tempranos del proceso revolucionario cubano una profunda admiración por el nuevo régimen, como la que se refleja en el texto de C. Wright Mills -escrito antes de la proclamación del carácter socialista del país-, donde declaraba que el modelo novedoso de cambio de régimen instaurado en Cuba por Fidel Castro era atractivo y dinámico, sin alianzas con el Este ni con el Oeste, y condenaba enérgicamente la oposición estadounidense hacia el nuevo gobierno.

Sartre, en el mismo año, declaró que la Revolución cubana era un proceso poco ortodoxo con una ausencia ideológica que unificaba al caudillo, Fidel Castro, con su pueblo, en una unión de singular guerra permanente contra sus enemigos internos y externos. Para 1961, Waldo Frank le daba la bienvenida “al nacimiento de una nueva nación”, con un carácter de excepcionalidad, que inauguraba un proceso autóctono que les devolvía la isla a los cubanos.

Una categoría de análisis más neutral hacia lo que se consideraba un proceso revolucionario excepcional en la región se reflejó en las reseñas de Herbert Matthews sobre Cuba publicadas en 1961. Estas reseñas, con un enfoque periodístico y no académico, prestaron mucha atención a la figura de Fidel Castro como un personaje extraordinario. Para este autor, era un ser complejo con rasgos "comunistoides", muy irracional, emotivo e impredecible, que se veía empequeñecido por la cadena de acontecimientos que había iniciado. Matthews observaba con claridad la tendencia hacia la dictadura manifestada desde temprano por Castro, cuyas sus raíces estaban en la relación entre su personalidad hambrienta de poder y los problemas de la nueva Cuba. Al sopesar los pros y los contras del proceso, concluía que, en conjunto, la Revolución había sido buena para Cuba. A pesar de la creciente influencia comunista, creía que esta seguiría siendo una revolución única, exclusivamente cubana, en lugar de comunista.

Lo excepcional negativo en el análisis se impuso después de la invasión a Playa Girón y la confirmación oficial de la alianza cubano-soviética a raíz de la proclamación, en abril de 1961, del carácter socialista del proceso revolucionario. Nadie mejor para ilustrar esta segunda categoría que la obra académica de Theodore Draper: Castro’s Revolution: Myths and Realities y Castroism: Theory and Practice. Como se puede adivinar por los títulos, el foco de ambos libros recae sobre Fidel Castro y su rol durante y después del triunfo revolucionario, la naturaleza de clase media del movimiento que lo apoyó y la transición al comunismo del gobierno revolucionario.

En ambos libros, Draper hace un análisis teórico de lo que considera la “revolución traicionada”, mostrando a Castro como un hombre que constantemente engañaba a los cubanos, sobre todo a las clases medias, con el afán de ganar respaldo, para después perjudicarlos una vez consolidado su poder. Draper plantea que la Revolución, más que el producto de un auténtico levantamiento basado en condiciones sociales y políticas particulares, fue el resultado de un proceso de manipulación política, donde el marxismo le otorgó a Fidel Castro el medio ideal para usar al Estado de una manera ilimitada e irrestricta con el fin de cambiar el orden social, mientras el leninismo lo proveyó de un poder ilimitado y sin restricciones sobre el Estado mismo. Un excepcionalismo que tendría consecuencias terribles para Cuba.

Otra de las críticas más prominentes provendría de un marxista alemán, Boris Goldenberg, quien vivió en Cuba hasta 1960. En su libro, The Cuban Revolution in Latin America, ve a la Revolución cubana también como una anomalía regional que pertenecía al “tipo de revoluciones totalitarias”, en consonancia con la rusa, la china, o coreana del norte, donde el camino al socialismo era irreconciliable con el tipo de sociedades abiertas de la democracia representativa. Para él, resultaba claro que ciertas condiciones sociales y políticas habían empujado a Castro a tomar la decisión de pasarse al campo del socialismo totalitario; pero no creía que esta conversión fuera inevitable o necesaria para solucionar los problemas económicos, sociales o políticos del país.

Para finales de los años 60, Samuel Farber, un cubano exiliado que recién terminaba sus estudios de posgrado en la Universidad de California, Berkeley, presentó su tesis doctoral: una crítica demoledora a la gestión de Castro y a algunos sectores comunistas —o con inclinaciones— en el círculo del liderazgo de la Revolución, quienes eliminaron todo trazo de “humanismo” de su componente original, para transformarlo en un sistema comunista totalitario.

Para Farber, la revolución liderada por Castro, aunque muy diferente y única, seguía una lógica acorde al desarrollo de la sociedad cubana hasta que este utilizó hábilmente todas las condiciones especiales en el país para adecuarlas a sus propios intereses (una burguesía débil, hostilidades latentes de los trabajadores hacia el viejo régimen, tradiciones populistas y violentas, corrupción, etc.) y crear un Estado comunista bajo un liderazgo político unipersonal. La anomalía cubana no podía dibujarse de una manera más negativa.

En 1970, K. S. Karol, polaco educado en Rusia y residente en Francia, publicó un libro muy popular entre los estudiosos de la Revolución cubana en esa década. Su texto se enfocaba en la relación entre Fidel Castro y el comunismo a nivel nacional e internacional, donde los soviéticos eran los villanos que influían en el liderazgo cubano —encabezado por Fidel—, el cual comienza un proceso de estalinización y militarización de la Revolución. Karol, quien en los años 60 había mostrado simpatías por la Revolución cubana, manifiesta en el libro su pronta decepción por la lógica de un proceso que, en la búsqueda de su propia supervivencia, se había acercado a los soviéticos y su noción de socialismo. En conclusión, el acercamiento había convertido a Cuba y a su Revolución en una versión tropical del modelo socialista soviético y del este europeo tan detestado por él.

Un año después, Hugh Tomas publicó Cuba: The Pursuit of Freedom; referente obligado por años para los estudios cubanos en Occidente. El libro, que cubre la historia de la Isla desde 1762 hasta 1962, incluye un detallado recuento de los eventos del período revolucionario, la caída de Batista, el involucramiento estadounidense y el desarrollo de los primeros tres años del régimen revolucionario. En general, presenta una imagen muy crítica sobre la revolución castrista y la deriva de un régimen que pisoteó la democracia. Para él, la razón de esta involución era demasiado simple: el pueblo cubano había perdido completamente la fe en las instituciones democráticas establecidas, donde Castro simbolizaba su fin. Eso derivaría en un acercamiento hacia el comunismo soviético, como un proceso lógico dada la dependencia cubana del monocultivo de la caña de azúcar: los soviéticos o los estadounidenses eran las únicas opciones para un país dependiente como Cuba.

El enfoque muy centrado en la figura de Fidel Castro como un elemento primordial en la historiografía de la narrativa revolucionaria cubana continuaría en los años 70. Sin embargo, el análisis de su figura en el desarrollo y evolución de la Revolución sería analizado por algunos desde un ángulo que lo normalizaba en el ámbito regional. Este enfoque comenzaría a proyectarse más hacia el personalismo populista que, lejos de ser excepcional, había sido la regla en la política latinoamericana. Cuba under Castro: The Limits of Charisma, de Edward Gonzalez reflejó este proceso.

La investigación de este autor se centra en Castro dentro de un análisis de los sistemas de control personalistas bajo un líder que subordinaba todas las instituciones a su autoridad, habilidades políticas y lealtad personal. Para Gonzalez, esta concentración tan absoluta de poder garantizaba la durabilidad del sistema antidemocrático cubano, que se nutría de las maquinaciones políticas maquiavélicas de Castro. Incluso, iría más lejos al plantear que Fidel había manipulado la política cubana de tal manera que aun los comunistas del Partido Socialista Popular habían sido manipulados por Castro para mover el curso de la revolución hacia una posición más a la izquierda, que ayudó a consolidar su poder. Este “caudillo dominante” o “caudillo socialista” en la mejor vertiente latinoamericana —como le llamó Gonzalez— había creado una corriente “fidelista” que pasaba por encima de todas las instituciones y era la fuerza radicalizadora del socialismo cubano.

Las críticas al socialismo de características cubanas, ya consolidado y en pleno apogeo a mediados de los 70 con el Partido Comunista como brazo eficiente del poder castrista, tendrían también sus detractores desde la extrema izquierda. Así, Sam Dolgoff criticaba duramente el sistema socialista cubano y a Fidel Castro en particular. Según él, el “socialismo” totalitario cubano difería de los valores humanistas y libertarios del verdadero socialismo, y no poseía la más remota afinidad con las tradiciones libertarias de los movimientos socialistas y de los trabajadores cubanos.

El fin de la década de 1970 dejaba hasta el momento una historiografía escrita desde Occidente, muy sustancial y crítica hacia el proceso cubano, que gozaba de una salud antidemocrática envidiable. El I Congreso del Partido Comunista, celebrado en 1975, había otorgado un carácter más orgánico al partido único en el poder; que desde su transformación de Organizaciones Revolucionarias Integradas (1962) hasta su nombramiento oficial como Partido Comunista de Cuba (1965) había funcionado como un aparato de poder con cierta desorganización.

Después del I Congreso fue erigida una estructura organizacional partidista muy burocrática, lo que permitió una ampliación sustancial de sus funciones y militancia, que se correspondía con su nuevo rol oficial en el país: el de vanguardia de la sociedad. Este papel se oficializó con la aprobación de una nueva Constitución en 1976 que, con un componente soviético muy marcado, dotó de institucionalidad a un sistema netamente antidemocrático, camuflada con una supuesta descentralización política. La creación de la Asamblea del Poder Popular, a niveles locales y nacional, con asambleístas “electos” de manera directa e indirecta, marcó una nueva etapa que se reflejaría en la literatura relacionada con Cuba y su proceso político.

Este desarrollo inspiraría trabajos que responderían desde el castrismo a aquellos críticos que caracterizaban al régimen cubano como una anomalía totalitaria comunista y antidemocrática en la región. El clásico ejemplo es el libro compilado por Marta Harnecker, Cuba: Dictadura o Democracia, que trató de diseminar la narrativa oficial castrista por todo el mundo, con traducciones al inglés, portugués, y francés, además de siete ediciones en español. Harnecker —una chilena exiliada en Cuba, marxista, seguidora ferviente de Althusser, muy prominente entre la izquierda latinoamericana, y casada con Manuel Piñeiro (el jefe del subversivo Departamento América del PCC)— reuniría una serie de entrevistas y grabaciones hechas en espacios públicos controlados por la dictadura; todas uniformemente procastristas y con un entusiasmo inusitado hacia el “proceso revolucionario”, que pese a ello dejaría pasar ciertas quejas hacia la ineficiencia burocrática socialista, achacadas a los vestigios de subdesarrollo capitalista.

No debe resultar sorprendente la tesis de Harnecker: la Revolución cubana es una genuina democracia popular, que ofrece una participación total en la toma de decisiones a una ciudadanía activa y comprometida. La excepcionalidad positiva cobraba una nueva dimensión acá, que se ampliaría en los años 90 con un enfoque amable del excepcionalismo castrista, que debía ser imitado.

Asimismo, se inauguraría además una nueva dinámica que no se centraba en la mera crítica o alabanza a la estructura de poder construida por Castro, sino en el estudio histórico de la evolución política de un proceso ya consolidado y el análisis de las partes fundamentales que permitían su funcionamiento. El libro de Jorge I. Domínguez, Cuba, Order and Revolution (1979), es un ejemplo de este nuevo enfoque práctico que investigaba la manera en que Cuba había estado gobernada bajo la égida castrista, profundizando en los roles desempeñados por diversos grupos de interés, organizaciones de masas y el ejército. Un elemento fundamental de este texto —derivado de esos subsidios soviéticos que garantizaban un Estado inflado más allá de su capacidad real para sostenerse— se concentraba en el impacto de las relaciones internacionales del régimen, que para Domínguez sobrepasaban el tamaño real de un país como Cuba.

Publicado en 1988, con el mismo patrón de análisis inaugurado por Domínguez, fue el libro de Max Azicri, quien trató de producir un sumario del sistema político cubano posterior a 1959, con un análisis minucioso del papel que jugaban el ejército, el aparato del PCC, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y otras organizaciones de masa en el funcionamiento de una estructura política, donde la ideología era el eje aglutinador. El problema con el libro de Azicri es que también inauguró un tipo de estudio sobre Cuba y su Revolución que, aunque declaraba ser objetivo, sus simpatías por el proceso investigado eran palpables y las fuentes, en su mayoría, favorables más que objetivas. El tratamiento de muchos de los temas que aborda en el libro era —digamos— ingenuo, como las políticas de eliminación del racismo, la creación de un nuevo código de familia o los cambios estadísticos en los números de divorcio y de migración externa e interna. Estos serían dibujados desde una visión romántica sin un desbroce profundo de las interioridades de los procesos que trabajaba.[vii] Este fenómeno se volvería muy común en los trabajos académicos sobre Cuba en las décadas de 1990 y 2000.

Oscar Grandío Moráguez
Hypermedia Magazine, 17 de septiembre de 2021.
Video realizado por Charles Trainor Jr, del Miami Herald, con algunas de las imágenes hechas en Cuba por su padre, el fotógrafo Charles L. Trainor, durante los días del triunfo de la revolución de Fidel Castro, en enero de 1959.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Cuba: ¿Por qué "bloqueo" y no embargo?



Mucha gente sincera cree, a estas alturas del conflicto, que el "bloqueo" a Cuba es un anacronismo, rémora de la Guerra Fría, y que corresponde al Congreso de Estados Unidos -el único que puede hacerlo- dar por terminada la ley que lo tipifica. Al menos dos razones se esgrimen casi siempre: ningún país tiene derecho a interferir en el desarrollo y la felicidad de otro; y ha sido la justificación socorrida por La Habana para culpar a un tercero de su incapacidad y de la falta de libertad en la Isla. El coro de contrarios al embargo-bloqueo dice: es hora de quitar al régimen su coartada.

Ambos juicios son lógicos… a primera vista. En realidad es el sistema socialista, de economía planificada, lo que frenó y frenará el desarrollo del país, como ha quedado demostrado en más de un siglo de práctica y en cualquier región del planeta. En cuanto al embargo-bloqueo como excusa, a no dudarlo, surgirán otras: un complot internacional para no invertir en la Isla, huracanes y sequías, explosiones solares… No hay totalitarismo sin contrario que aniquilar: muerte a los gusanos, escorias, plattistas, neoliberales, escuálidos, "pitiyankis".

Es cierto que el embargo dificulta la operatividad del régimen. No es lo mismo traer mercancías de puertos estadounidenses en solo un día de travesía, que de Latinoamérica o Europa. Tampoco todas las restricciones que impone a productos con un porciento de tecnología y propiedad intelectual norteña. El uso del dólar está limitado; los bancos de Estados Unidos imposibilitados de transacciones financieras con la Isla.

Cuando se usa la palabra "bloqueo" para designar lo que es, en toda regla, embargo, o sea restricción comercial y financiera, se introduce un ruido subliminal. Una confusión semántica. En lenguaje ramplón, ganas de jorobar.

A pesar de explicar que la tercera parte de las divisas que entran a la Isla vienen de Estados Unidos y del exilio en forma de dólares, al igual que casi todo el pollo, una buena cantidad del arroz y otros productos, y que hasta hace muy poco había decenas de vuelos diarios entre ambos países, muchas personas en el mundo continúan y posiblemente continuarán llamando bloqueo a lo que es un embargo. ¿Por qué?

Para comprenderlo -sin entrar en detalles técnicos de la lingüística y la semiótica, y menos en el psicoanálisis lacaniano-, entendamos que la palabra bloqueo produce en el escucha, en el receptor, un efecto muy negativo, chocante, de repulsa. El simbolismo -significante- lleva a imaginar aislamiento, ni entrada ni salida, muerte por inanición. Es una palabra fuerte, una acción de guerra que precede a la invasión o la conquista de un territorio. Desde tiempos inmemoriales se bloqueaban fortalezas y castillos para rendir por enfermedad, sed y hambre a quienes resistían detrás de las murallas (ésa es, justamente, una de las frases más usadas por el régimen).

La palabra embargo no solo es más "suave", sino que remite a una circunstancia legal en la que alguien no paga, y el deudor cobra imponiendo restricciones a las finanzas o los bienes del adeudado. Se embarga el sueldo de quien no honra sus compromisos con la familia o la renta interna; es embargada la compañía contaminadora; el banco embarga la casa y el auto de quien no lo paga en tiempo.

La palabra embargo no funciona para lo que se quiere: derrotar moralmente al enemigo. Debemos admitir que el régimen ha hecho bien la narrativa de la victimización: una isla pequeña, subdesarrollada, bloqueada por el imperio más grande que ha conocido la humanidad.

Desde el principio, Fidel Castro supo otear al antiamericanismo en el continente y el cambio de significado y significante: bloqueo por embargo. Funcionó. Todavía funciona por una verdad histórica atornillada en el inconsciente planetario: los americanos han sido invasores -y bloqueadores- de otras tierras. Pocos tienen tiempo para pensar en las causas que originaron el conflicto. Resulta más fácil culpar que perdonar, odiar que amar.

La propaganda que hoy vende el régimen es que son los Estados Unidos los que necesitan abolir el bloqueo pues están perdiendo oportunidades a 90 millas de sus costas; que la mayoría de los exiliados cubanos desean el fin de la ley Helms-Burton; que las playas y los hoteles cubanos son los mejores del mundo, y los turistas del norte tienen el derecho -y así deben exigirlo a su Gobierno- de visitarlos.

Sin embargo -o sin bloqueo-, está sucediendo algo muy curioso desde el punto de vista sociológico e incluso lingüístico: una negación del mantra goebbeliano de que una mentira repetida mil veces llega a tenerse como verdad. En esto, las redes sociales y la crisis económica, sanitaria e ideológica del régimen han tenido un papel esencial.

La máxima del ministro de propaganda nazi funciona en medios cerrados, allí donde no hay posibilidad de contrastar la información, y el receptor es cautivo en una zona de confort. Cuba tiene hoy el mérito de negar esa antológica receta fascista: mientras más menciona el régimen la palabra bloqueo como causa de todos los males, y más necesidad pasa la gente, más certeza tienen los cubanos de que les han mentido, les mienten y les mentirán.

Francisco Almagro
Diario de Cuba, 23 de septiembre de 2021.
Foto: Tomada de CNN Español.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Fidel Castro, un extraño talibán



La historia no comenzó hace veinte años, el 11 de septiembre del 2001, sino mucho antes. Pero en esa fecha se produjo una agresión a Estados Unidos que Washington no podía dejar impune. A partir de ese momento, George W. Bush tomó algunas decisiones acertadas y otras erróneas.

Los organismos de inteligencia no tardaron en dar con los autores intelectuales del ataque. Era Al Qaeda, dirigida por Osama bin Laden, un millonario saudí que operaba desde Afganistán, viejo conocido de la CIA desde que luchaba contra los soviéticos. Washington les exigió a los talibanes, que gobernaban Afganistán con mano fanática, que le entregaran a Bin Laden.

Como no lo hicieron, armaron una coalición con algunos países de la OTAN y destruyeron al gobierno protector de los terroristas. En Afganistán, por cierto, vieron la intervención occidental con simpatías. No así en Pakistán, donde acabó escondido Bin Laden, o en Arabia Saudita, donde impera una lamentable ambivalencia hacia Estados Unidos. Se suele ignorar que los talibanes estudian en “madrasas” subsidiadas por Arabia Saudita.

Entre las decisiones acertadas fue involucrar a la OTAN en la operación de castigo. Pero se transformó en un error cuando intentaron construir una democracia en Afganistán. Estados Unidos debería saber que las libertades, la democracia y el buen gobierno no se imponen desde el exterior con las bayonetas. Desde 1898 los Estados Unidos han intervenido en el Caribe y Centroamérica con esos objetivos más de una docena de veces sin resultados positivos verificables.

Las repúblicas democráticas surgen cuando un porcentaje de la clase dirigente está compuesto por ciudadanos que tienen ciertos principios y valores. Incluso, el elemento más importante de la experiencia americana fue descrito por Douglas North, Premio Nobel de Economía (sin siquiera comprender el formidable alcance de su hallazgo), cuando estableció que, a partir de 1776 los estadounidenses crearon “la primera sociedad de acceso abierto” que registra la historia, en el momento en que se vieron sin el amparo de la Corona británica.

Hasta ese momento, todas las sociedades eran de “acceso limitado” (como la afgana) y estaban fundadas en los privilegios y en las relaciones entre el poder político y el poder económico que se reforzaban mutuamente. Hoy el Reino Unido, Holanda, Alemania, Francia, los países escandinavos y, en general, las naciones de la Unión Europea, aspiran, como Estados Unidos, a forjar una nación en la que el mercado y los méritos –la “meritocracia”– decidan el destino individual, y en las que se juzgan los privilegios muy negativamente.

Diez años después del ataque, Osama bin Laden y otras cuatro personas fueron ejecutadas por un comando de SEAL. Los comandos llegaron en varios helicópteros de madrugada a su casa en el territorio pakistaní, cerca de la frontera afgana, (en el vecindario de una base de la inteligencia de Pakistán). Tras comprobar que se trataba de Bin Laden, trasladaron el cadáver a Afganistán, y de ahí a un portaviones de la marina norteamericana que lo sepultó en el mar. Ese era el momento, como anunció el presidente Obama en la Cumbre de Lisboa (2011), de largarse de Afganistán ordenadamente, en tres años. Todos estarían fuera de Irak y de Afganistán en 2014. En 2011 los talibanes no controlaban prácticamente nada del territorio de Afganistán.

Pero no lo hicieron así. ¿Por qué Obama cometió ese inmenso error? ¿Por el consejo de los militares? Tal vez. Tras él le tocó el turno a Donald Trump. Durante los cuatro años que estuvo en la Casa Blanca, decidido a que regresaran las tropas, tampoco se marchó de Afganistán, pero negoció con los talibanes la ida del país el 1 de mayo de 2021, a los pocos meses de haber ganado las elecciones de noviembre de 2020, en su segundo término presidencial. No ganó, y le dejó a Biden un clavo ardiente. Si hubiera triunfado, sospecho que hubiésemos visto las mismas escenas de pavor en el aeropuerto de Kabul.

Biden se defiende diciendo que con el legado de Trump no había margen de maniobra. No estoy seguro de ello. Sin embargo, en abril extendió el plazo de la retirada americana a tres meses, hasta el 31 de agosto. Pero el 15 de agosto huyó Ashraf Ghani, el presidente de Afganistán, y se desmoronaron las fuerzas armadas y la policía afganas, produciéndose el espectáculo horrendo del aeropuerto de Kabul donde miles de personas quedaron a merced de los talibanes.

No me sorprende lo sucedido en Afganistán. A los 15 años de edad vi a un ejército deshacerse y a una república desarmarse totalmente tras la fuga de de Fulgencio Batista. Cuarenta mil hombres bien pertrechados se entregaron a unos cuantos centenares de escopeteros distribuidos en los diferentes centros montañosos de la Isla. Ninguna provincia importante había caído en poder de los rebeldes. Sé las enormes diferencias entre Afganistán y Cuba, pero también hay ciertas similitudes. La corrupción generalizada es una de ellas. La dependencia real e imaginada a los Estados Unidos es otra.

El diplomático americano William D. Pawley, hombre de negocios en Cuba, visitó al presidente Batista en diciembre de 1958 para decirle que había perdido totalmente la confianza de Dwight Eisenhower, presidente de Estados Unidos. Le “sugirió” pasarle el poder a una junta cívico-militar para impedir que Fidel Castro llegara al poder. Batista le respondió airado. Había celebrado elecciones (deshonestas, pero al fin y al cabo, elecciones), y el 24 de febrero, pocas semanas después, le entregaría el poder a Andrés Rivero Agüero.

Por otra parte, sabía que el alto mando militar, enterado del rechazo de Washington a Batista, conspiraba, y comenzó a preparar su fuga en secreto. Eligió a sus colaboradores más íntimos, incluidos sus familiares y llenó con ellos tres aviones. Aprovechó la noche del 31 de diciembre para escapar rumbo a República Dominicana, donde lo esperaba el dictador Leónidas Trujillo. No había instituciones, ni partidos políticos capaces de resistir el embate.

El país se desplomó en manos de Fidel Castro, un extraño “talibán” refugiado en las montañas de la Sierra Maestra.

Carlos Alberto Montaner
Publicado en su blog el 11 de septiembre de 2021.
Foto: Fidel Castro en la Sierra Maestra, 1958. Tomada de Visión desde Cuba.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Patria y Vida, camino del Grammy y fuera del Granma

Un gobierno acobardado por una canción, concluyen cancillerías y academias culturales, ante la desproporcionada reacción de la dictadura más antigua de Occidente frente a Patria y Vida, ordenando a la EGREM y a la prensa estatal que financia, eliminar la canción de la lista de nominados cubanos a los premios Grammy Latino 2021, haciéndola brillar por su ausencia.

El periódico Granma censurando y agrediendo a cubanos nominados a los Grammy, porque "aquí todo el mundo censura", como alardeó el presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, cuando hace un tiempo anunció el cierre del sitio digital OnCuba que, afortunadamente, nunca materializó, y mantener en la cárcel a Maykel Osorbo, uno de sus autores.

Si el gobierno no hubiera reaccionado cual Capuletos ante Montescos, Patria y Vida no habría alcanzado la dimensión mundial que ahora tiene, como símbolo de libertad y desgaste del poder sexagenario, pero Díaz-Canel y su combo ya tocan a ritmo de Kid Gavilán y disparan a todo lo que se mueve para aliviar el miedo político con que viven.

Que Patria y Vida esté entre los nominados a los Grammy Latino, cuya ceremonia de premiación tendrá lugar el jueves 18 de noviembre en el MGM Grand Garden Arena de Las Vegas, responde a la libre elección de discográficas. Pero que haya sido borrada en el listado de la EGREM sobre el más importante premio musical del mundo y la renovada comunicación social financiada por el partido comunista haya hecho mutis por el foro, es responsabilidad de Díaz-Canel, máximo dirigente político de Cuba.

Las piruetas en política salen caras, especialmente cuando los protagonistas fingen. Y los cubanos ya no saben si creerse al mandatario que asistió al concierto de Gente de Zona en La Habana o al que acusó de mal gusto musical al presidente uruguayo Luis Alberto Lacalle, en la reciente cumbre de CELAC. Un presidente que -actuando delicitivamente- llamó a la guerra civil el 11 de julio y que mantiene en su nómina a un Ministro de Cultura que golpeó a un periodista para romperle su teléfono móvil y evitar que filmara su reacción ante la protesta del 27N, solo es un rehén de su guapería chabacana e inútil.

Díaz-Canel tiene la rara virtud de meterse solito en las patas de los caballos, cuando reacciona emocionalmente ante desafíos, y los retos del 11J y de la convocatoria a una marcha cívica el 20N, parecen haber bloqueado la capacidad de pensar en el Palacio de la Revolución, donde quizá nadie se atreve a parar la sinrazón e imponer una mirada serena que reconozca la crisis sistémica terminal y su evolución hacia la democracia, la creación de riqueza con justicia social y la libertad, incluida la cultural.

Pero tampoco hay que extrañarse excesivamente por los ataques y omisiones del tardocastrismo hacia Patria y Vida: forma parte del sexagenario gris contra la cultura cubana, silenciando a Félix B. Caignet, Ernesto Duarte, Bebo Valdés, Rolando Laserie, Celia Cruz, Meme Solís, Ela O'Farrill y un largo etcétera, hasta el extremo de cerrar cabarets durante la Zafra de los Diez millones y destruir el Teatro Musical, de viva tradición.

Los crímenes silenciadores contra artistas y músicos forman parte del catálogo totalitario ahora aplicado contra Luis Manuel Otero Alcántara, Mykel Osorbo, Yunior García Aguilera, Tania Bruguera, Hamlet Lavastida, Katherine Bisquet, Yotuel Romero y Gente de Zona.

La diferencia es que antes no habían redes sociales, la mayoría de los cubanos apoyaba a la revolución, despreciando a gusanos y desviados, y el mundo democrático alababa las genialidades de Fidel Castro, cual David contra Goliath, y era cómplice del silencio en torno a la brutalidad en Cuba, salvo honrosas excepciones como Plinio Apuleyo Mendoza, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards.

A Díaz-Canel le tocó bailar con una terrible herencia en todos los ámbitos, incluido el quiero y no puedo reformista de Raúl Castro. Y cuando se pone solemne, suelta obviedades como "hay una obra hecha"; desconociendo que el problema no es constructivo ni histórico, sino de libertad y democracia, de asumir en el ámbito oficial la pluralidad natural de millones de cubanos, que son fraternos, respetuosos y solidarios por encima de militancias políticas.

Débil, muy débil debe sentirse el tardocastrismo, cuando embiste a una canción y el presidente abandona momentáneamente su responsabilidad institucional para devaluarse en crítico musical sectario y violento, desconociendo la máxima martiana de la justicia antes que el arte. Pero Díaz-Canel debe haber leído tan mal a José Martí, que apela al Apóstol como si fuera militante de un núcleo del PCC y no aquel avisador de que la Patria es ara y no pedestal.

Carlos Cabrera
CiberCuba, 1 de octubre de 2021.

Correo enviado desde Miami por el compositor Jorge Luis Piloto: "Es muy importante la nominación de Patria y Vida, es un golpe muy fuerte a la dictadura. También he sido nominado al Latín Grammy 2021, en la categoría Canción Tropical del Año, por Un sueño increíble, homenaje a Jairo Varela. Varela fue el fundador y creador del grupo Niche de Colombia, el número lo canta Charlie Cardona, una de las voces insignes de ese grupo, y la orquesta es la del trompetista cubano Dayhan Díaz, radicado en Colombia hace más de veinte años. Dayhan vivía en Infanta y Cruz del Padre, Cerro. Su padre, Domingo Díaz, gran amigo mío, tocó el bajo en la orquesta del cabaret Tropicana por muchos años con su hermano Yuyo, que es guitarrista".