lunes, 23 de marzo de 2015

1959 en mi vida (I)



Diciembre de 1958. Desde una azotea de una casona de la Habana Vieja, casi toda la visita a una familia amiga de mis padres me la pasé con una mezcla de temor y misterio, mirando el gran movimiento de tropas militares en La Cabaña que sin necesidad de anteojos, se divisaba desde el privilegiado lugar, muy cerca de la entrada del túnel de la Bahía de La Habana.

En noviembre había cumplido 16 años y mis preocupaciones, debo confesar, guardaban relación con aquel ir y venir de militares: el Ejército Rebelde, me lo había dicho mi padre, estaba a punto de tomar la ciudad de Santa Clara, en el centro mismo de la isla. Pero mi padre, que todo me lo decía, no me había dicho que un paquete grande y pesado que yo había recibido de un desconocido y guardado en un recoveco de nuestra casa en Romay 67, eran luces de bengala, para ser utilizadas en el descarrilamiento de un tren en Las Villas.

Cincuenta y siete años atrás, en diciembre del 58, tampoco podía imaginarme que la dictadura de Fulgencio Batista pronto desaparecería. Ni que apenas un mes después de aquel día en que pasé varias horas observando los movimientos de vehículos militares, yo estaría allí, en La Cabaña. Y almorzaría frijoles colorados con plátano maduro y calabaza en el comedor de los barbudos. Y vería por vez primera al Che y le saludaría.

Los meses de enero a julio de 1959 los recuerdo como si yo y todos los que me rodeaban hubiéramos estado viviendo en un limbo. A pesar de las noticias y corazonadas, los acontecimientos se sucedieron como el sube y baja de un cachumbambe.

De pronto, el rojinegro se convirtió en la combinación de moda, desplazando los colores de la enseña nacional. Los católicos, por si acaso, decidieron mantener oculta la imagen del Sagrado Corazón. Los espiritistas, seguidores de Clavelito, sí dejaron el vaso de agua a la vista. Pero fue mayoría la que se sumó a la catarsis fidelista y en las puertas de las casas comenzaron a aparecer cartelitos de Gracias Fidel.

En mi casa nunca hubo ninguna imagen religiosa y a no ser mi tía Candita, nadie creía en el espiritismo. No éramos fanáticos y no pusimos ningun cartelito. Vivíamos en un tercer piso y nadie lo hubiera visto, pero ésa no fue la razón. Mi padre no veía con buenos ojos a Fidel Castro. Cuando el día después del asalto al cuartel Moncada vi aquellos titulares en la prensa, le pregunté. "Eso fue un putsch y Fidel Castro es un putschista", me respondió.

Febrero de 1959. Con el tibiritábara de la revolución, en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana, donde estudiaba, no habían empezado las clases y había tremenda fajazón entre los del Movimiento 26 de Julio, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y la Juventud Socialista. Cada grupo quería controlar la asociacion de estudiantes. Me había sumado a la huelga estudiantil decretada en 1958 en todo el pais y llevaba un año sin asistir a clases.

Entonces me entró el culillo por trabajar y tener mi propio sustento. Una noche, después de comer, le dije a mi padre que quería trabajar. "¿Trabajar? ¿En qué? Si tú nada sabes hacer", me dijo. "Yo me pasé todo el año 58 dando clases de corte y costura con la tía Cuca", argumenté. "Sí, y qué, ¿vas a trabajar en un taller de confecciones?", contestó. "A lo mejor, o puedo coser para la calle. Ya sé hacerme mi ropa", seguí argumentando. "Mira, acuéstate a dormir y mañana seguimos hablando".

Al día siguiente le llevé una propuesta: pasar un curso de mecanografía y taquigrafía en inglés y español, en la Havana Business Academy, al doblar de la casa. El problema era que costaba 8 pesos al mes. Logré convencerlo -al final era su única hija- y me pagó dos meses, marzo y abril. Se presentó un obstáculo: para mecanografiar con velocidad y poder conseguir pronto un trabajo tenía que practicar todos los días. Y a eso sí mi padre se negó: a comprarme una Remington portátil que en 40 pesos vendía un vecino.

La solución fue irme todos los días a las oficinas del Comité Nacional del Partido Socialista Popular (PSP), en Carlos III y Marqués González, Centro Habana, donde él trabajaba cuidando el local. Y tantas veces fui que terminé sustituyendo a Aleida, la mecanógrafa, en avanzado estado de gestación.

El administrador era Secundino Guerra, más conocido por Guerrero, quien después fue miembro del Comité Central del Partido Comunista. Manuel Luzardo, Manolo, que llegó a ser ministro de Comercio Interior, era el tesorero del PSP. Él fue quien determinó mi salario: 46 pesos. Cuando me lo dijo, formé bateo. Manolo, que era grande y gordo como mi padre e igualmente tacaño, me respondió: “Todavía no has cumplido los 17, ¿para qué necesitas más dinero? ¿Tú no sabes que el dinero corrompe?”.

Tania Quintero
Foto: Similar a ésta era la máquina de escribir que un vecino me vendía por 40 pesos.

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