lunes, 9 de enero de 2017

Los enigmas de Bola (I)


No sabemos qué estaba pensando Bola de Nieve la noche antes de llamarse para siempre Bola de Nieve. Pero sabemos que, cuando lo llamaron así, no le gustó.

Era el 3 de mayo de 1933 y el Coliseo Politeama quería organizarle un homenaje a Rita Montaner después de dos intensos meses en que la cantante cubana y su compañía cumplieran una exitosa gira por teatros y centros nocturnos de Yucatán y Veracruz. Pero Rita de repente padeció una disfonía y decidió echar mano de su pianista acompañante.

A los 22 años, Ignacio Villa era una suma de chapucerías que, si llegaba a triunfar en el mundo del espectáculo, solo podría debérselo a su exotismo. Negro, rechoncho, cabezón. Le faltaba un mote gracioso, y estaban a punto de encasquetárselo.

Rita le pidió que se vistiera de guarachero e Ignacio -todavía Ignacio- se negó. Luego lo empujó a escena y lo anunció con sutil malicia. Probablemente necesitaba un sustituto que hiciera los deberes, no un rival de sus mismas cualidades artísticas, por lo que se apuró en estereotiparlo. Igual fue un certero golpe de marketing.

-Ella lo presentó con tono de burla, pero la burla le salió mal. De todas maneras, él siempre se lo agradeció, porque fue su debut, causó sensación, y Rita lo ayudó como pocos, dice Raquel Villa, hermana de Bola.

Bola, fiel a lo que esperaban de él, inició con Vito Manué, tu no sabe inglé, una de las cancioncillas que el fuerte movimiento cubano de poesía negrista de los años treinta había puesto de moda. Luego siguió con No dejes que te olvide, tema suyo que ya había estrenado en la radio mexicana y que el público coreó con deleite.

Este debut que parece más o menos ordinario se complica si sabemos, como ya se sabe, que a Bola de Nieve también lo aquejaba una disfonía, pero más complicada. Durante cuarenta años se las arregló para, literalmente, cantar sin voz.

En La consagración de la primavera, Alejo Carpentier recrea las legendarias fiestas que la familia Villa y Fernández solía dar en su casa de Guanabacoa. Bailes ñáñigos y ararás, la exquisita comida de la señora Inés -anfitriona carismática-, su sonoro ajetreo entre ollas y fogones, los toques de rumba, los contrapuntos, el jolgorio solariego.

En aquel ambiente folclórico, nació Ignacio Jacinto Villa y Fernández el 11 de septiembre de 1911. Su padre, Domingo Villa, era cocinero de fonda. Su madre, Inés Fernández, era ama de casa y la niñera que en su momento llevaba a la escuela a Rita Montaner. También, con los años, sería su fan más fiel.

Desde pequeño, Ignacito ensayaba en un banco de madera como si este fuese un teclado. “Yo de niño”, llegó a decir alguna vez, “no jugué más que a tocar. Yo no jugué a los trompos ni nada”. En la Escuela Pública No. 1 José Martí, imitaba a cantantes y pianistas en el alféizar de la ventana, y los alumnos empezaron a llamarlo Bola de Nieve por un personaje de cine de la época, pero el membrete no pasó a mayores hasta que años después lo retomara la Montaner.

Fue la conserje de la escuela, su tía abuela Tomasa Bertemati, Mamaquica -una matrona exigente, cariñosa y eficaz-, quien decidió encauzar la vocación de Ignacito. Lo matriculó en clases de solfeo y teoría de la música en la Escuela y Banda Municipal de Música de Guanabacoa y le compró un piano que, según el padre Domingo, “sonaba como una bandurria destemplada”.

Luego ingresó en el Conservatorio Mateu y a partir de ahí vinieron, desde bien temprano, años de formación decisiva. Se gestaría en Bola un carácter contradictorio y este carácter sería el abrevadero de su arte. Fachada gozosa, ocultos desgarramientos. “Yo soy”, dijo, “un hombre triste que se pasa la vida muy alegre.”

Cuando no repartía cantinas de comida criolla preparadas por la señora Inés, practicaba el piano y cantaba en las veladas hogareñas. Su adicción desmedida a los frijoles negros le provocaba continuas crisis de asma que Inés y Mamaquica conseguían curarle con inhalaciones de humo de cigarros de chamico o frotándole la espalda con un cepillo.

Aupado, a los trece años comenzó a trabajar en el Cine Carral, acompañando al piano el movimiento de las películas silentes. Del público obtendría varias respuestas -tomates, huevos, gritos racistoides de 'negro gordo', el abucheo de una muchachada que lo conocía bien y que de plano rechazaba los amaneramientos que ya afloraban en Bola-, ninguna que lo animara a seguir en los escenarios. Pero siguió. Fue pianista de la Orquesta de Gilberto Valdés en el cabaret La Verbena, en Marianao, y trabajó tanto con la soprano Zoila Gálvez como, por vez primera, con Rita Montaner en el Hotel Sevilla.

A los 16, tuvo que fingir un noviazgo para complacer los afanes de casa. La experiencia, aunque breve, recogió uno de sus dilemas principales. Entre su hondísimo gusto por los hombres, y el peso del amor filial, para él paradigmático, Bola eligió una vida intensa, pero oculta. Con su melancolía, consecuencia directa de la represión sexual, pagó la felicidad de sus íntimos.

Todavía en 2015, Raquel Villa, su única hermana viva, da una respuesta evasiva que es cuando menos inocente:

-En Guanabacoa él tuvo sus noviecitas, esas cosas que yo oigo, y algunas novias después. Ahora, mujeriego no era.

Pero no fue solo la familia, o más bien el peso de la familia tradicional en la conciencia de Bola, lo que complicó su tráfico con los amores. Su biógrafo principal, Ramón Fajardo, lo resume con un gracioso eufemismo: “Consciente de su carencia de atractivos físicos”. Es decir, Bola era feo, un negro feo, y lo tenía claro.

En ese juego de máscaras, practicó distintos trucos. Como exponerse demasiado para desaparecer. Es cosa sabida que su espontaneidad en el escenario, su aparatoso desenfado, sus abruptas carcajadas y su pegajoso sentido del humor eran el resultado de interminables ensayos. Había un frío rigor detrás de sus performances. Diestro en disimular, creó un juglar pintoresco y magnífico desde el laboratorio de su soledad, un Bola que tapara a Ignacio. Creía no tener fanáticos, sino devotos. Ansiaba confundirse ontológicamente con lo que hacía. “Yo no canto canciones ni las interpreto”, dijo. “Yo soy la canción”.

A fines de la década de los veinte, imitaba a actores como José Bohr, hasta que alguien lo convenció de que se asumiera a sí mismo. Entonces comenzó a fraguarse el mito. En 1932, compuso su primer éxito de audiencia, la nana negra Drumi mobila. Un canto tierno que aún activa, en quien lo oiga, olvidadas fibras ancestrales.

Actuó en el Teatro Alhambra, en el Cine Fausto. Fue, cada vez con más frecuencia, el pianista acompañante de Rita Montaner, y se volvió su apuntador desde el piano. Rita era nerviosa en la escena y Bola le dictaba en susurros. Así, sin querer, fue practicando el arte dual de conversar y tocar al unísono, lo que sería con el tiempo una de sus marcas registradas.

Todo lo que le sucedió a Bola parece haberle sucedido sin querer. Como si su talento hubiese ocurrido a pesar de sí mismo y a pesar de la idea convencional que Bola, y todos, tenemos de lo que es o debe ser el talento.


Cuando embarcó a México a inicios de 1933, la Montaner le tenía más confianza y fe de las que se tenía él mismo. No podía dejar de verse, y con algo de razón, como un actorcillo de segunda.

La década de los treinta, y las siguientes, fueron una avalancha de acontecimientos. Tras una pelea con Pedro Vargas, Rita Montaner abandonó una gira por la frontera entre México y Estados Unidos, y ya en el Distrito Federal le envió a Bola un pasaje en tren para que la siguiera. Bola no la siguió. Le tenía miedo al carácter intempestivo de su protectora. Le asustaba el cambio. Le aterraban las 58 horas de viaje en tren. Su rechazo provocó la primera gran ruptura entre las muchas que ambos tuvieron, hasta la muerte de Rita en abril de 1958. Bola era, a la sazón, un niñato de 25 años adaptado al calor y la sobreprotección maternales.

-A veces le daba las quejas a mamá. Pero mamá no abría la boca porque, si lo hacía, después él y Rita hacían las paces de nuevo y entonces ella quedaba mal, recordaba su hermana Raquel

Durante dos años, Bola estableció una conexión inaudita con México, mezcla de placer, deslumbramiento y gratitud. En profusas cartas, le describía a la señora Inés, su madre, las montañas cubiertas de nieve que rodeaban el Distrito Federal, las chinampas del lago Xochimilco, el olor de los tacos, las tortillas y el tequila.

Carlos Manuel Álvarez
El estornudo, 3 de octubre de 2016.

Nota de Tania Quintero.- Bola de Nieve participó en cinco películas: Madre querida, 1935; Adiós, Buenos Aires, 1938; Embrujo, 1941: Melodías de América, 1942, y Una mujer en la calle, 1955. El primer video, donde Bola canta y baila Vámonos pa'la conga no he averiguado a qué filme pertenece, puede que sea de Melodías de América. El segundo es una escena de la cinta Una mujer en la calle, protagonizada por la actriz mexicana Marga López (1924-2005)


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