lunes, 10 de junio de 2019

La Habana, la ciudad detenida (I)



Ella espera que su casa no se le caiga encima. Lo espera: de verdad lo espera, pero teme. Ella no es una metáforma. Ella -llamémosla Ella, por si acaso- vive aquí desde 1976 cuando, a sus 6 años, su madre se juntó con un señor que vivía aquí. Aquí, entonces, era una de las esquinas más presuntuosas de La Habana Vieja: un edificio monumental de fines del siglo XIX, cedro, vitrales, mármoles, la pompa de esos tiempos. Aquí, entonces, cada cuarto era el hogar de una familia, y había más de treinta: se habían mudado después de la revolución, cuando los dueños escaparon.

(Ese momento literalmente milagroso que solemos llamar revolución, cuando tantas normas cambiaron de sentido, tantas cosas que tenían dueño dejaron de tenerlo y había que ver a quién y a qué servían. Digo, por ejemplo: esos lugares que muchos habían mirado con deseo, con envidia, con rencor convertidos de pronto en casas para muchos o casas para jefes o escuelas o clínicas o centros culturales o focos de la revolución siguiente, un suponer.)

Aquí, en los 90, plena penuria del final soviético, de pronto un techo se desmoronó. Fue lo primero; durante los veinte años siguientes -Ella se graduó de enfermera, se casó, tuvo dos hijos- el edificio se fue cayendo a trozos: un suelo acá, una escalera allá, todo un ala sobre una cisterna. Nunca hubo muertos, si acaso algún herido. Nadie reparaba; según se deshacía, evacuaban familias: ya solo quedan ocho. Entre ellas, la de Ella: ella, sus hijos, su pequeña nieta. Le pregunto si no tiene miedo.

-¡Claro que tengo miedo! ¿Cómo no voy a tener miedo? Esto se viene abajo, imagínate, cada vez que oyes un ruidito el corazón se te para, te piensas que se viene el derrumbe.

La casa que fue espléndida es, ahora, un basurero de sí misma: agujeros en el suelo, árboles en los huecos, andamios en el aire, escaleras cortadas, barandas que se sueltan. Le pregunto por qué se queda.

-¿Y qué quiere, que duerma en la calle? Esto es lo único que tengo. Yo soy pobre, no puedo irme a ningún lado. Lo unico que puedo hacer es esperar, dice, desesperada.

En medio de las ruinas sus dos habitaciones están limpias, ordenadas, cuidadas con cariño; afuera es el naufragio. Y así hay miles. Dice que ese edificio es uno como tantos. Le pregunto cómo se arregla todo esto.

-Bueno, el que lo tiene que arreglar es el Estado. Si yo tuviera dinero ya me habría comprado algo, pero no tengo. Ella es morena, sonriente, alta, delgada; ya no es enfermera, ahora gana más limpiando casas. No es, insisto, metáfora de nada.

Una ciudad detenida en el tiempo. Una ciudad -que parece- detenida en el tiempo. Una ciudad donde aquellos que prometieron un gran cambio detienen todo cambio -en nombre de aquellos cambios que siguen prometiendo. Una ciudad que se parece a un trabalenguas, cuyo nombre es el nombre de un veneno: los habanos. Y hay, también, habaneras: unas canciones que ya pocos tocan, de las que descienden, dicen, otras; el tango y los tanguillos, por ejemplo.

Es invierno, alguien se queja del frío que nos hace: "Casi veinte grados, mi hermano. Era verdá que el tiempo estaba loco". Hay prejuicios. Siempre hay, pero sobre La Habana más. Si se aceptan los prejuicios, La Habana sería una ciudad vieja semiderruida donde se mezclarían putas, vividores, turistas talluditos y retratos del Che, coches de los 50 y una alegría que poco justifica. Si no se aceptan sería eso mismo -y tantas otras cosas.

Y es, sin duda, una ciudad histórica. También: una ciudad llena de historias y de historia. Lo más difícil, para contar La Habana, es que todo parece siempre atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que siempre hay una que contar. Le digo que aquí en general me sonríen poco y me dice que por algo será. "¿Por qué?" "No sé, por algo". La ambigüedad es un arte muy local.

La historia está por todos lados. Está en la persistencia de esos edificios que tienen de 60 a 400 años; está en la persistencia de esos coches que también tienen sesenta; está en los carteles que hablan de una revolución que ya no revoluciona, en los restos de un movimiento que llegó para cambiarlo todo y ahora se dedica a conservarlo sin piedad.

Hace 257 años los españoles la habían perdido a manos de una flota inglesa. Tras un año de ocupación la canjearon por la Florida, una península anegada que no sabían usar. Y para evitar la repetición de la jugada –no tenían mucho más que entregar– edificaron fuertes con murallas tremendas. La Habana, entonces, ya tenía como 50.000 habitantes y esos palacios, esas iglesias, esas plazas que la volvían una villa imperiosa. “Siempre fidelísima”, decía ya entonces su escudo, iniciando una carcajada que duró varios siglos: siempre Fidelísima.

Mientras tanto creció, prosperó más. En 1837 inauguró el primer tren de América Latina; Cuba era rica, orgullosa, pujante, una colonia. Después se liberaron y se sintieron todavía más ricos. A principios del siglo XX se lanzaron a edificar con pompa y ambición y dinero del azúcar y el tabaco. En La Habana hay -al menos- dos edificios de tamaño y pretensión mayores que cualquier otro en la región. El Capitolio y la Universidad son bruto revoleo de escalinatas y columnas, cúpulas y estatuas, el ansia de una ciudad playa que se inventaba sus alturas, la ambición de un país nuevo por presentarse clásico. Cuba estaba -como siempre- a punto de transformarse en algo grande.

Y construyeron más edificios tan pomposos, explosiones neoclásicas, y el mar tan a menudo y el cielo siempre a mano: La Habana debe ser la capital más bonita del idioma. Y también la más rota y también la más triste. La Habana me entristece. Camino, miro, pregunto, escucho y me entristece. Para mi generación y alguna más, para los que creímos en todas estas cosas, La Habana es el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser y no fue nada.

–Imagínate, mi hermano. Un lugar donde hace 60 años que gobiernan los mismos. ¿Dónde tú vas a encontrar algo parecido?

La Habana es la melancolía. Varias, diversas melancolías: aquí hay una para cada uno, todas para todos.

-Yo quiero vender Cuba, pero diferente. Que no sea solamente las paredes rotas, esos carros, la ropa en los balcones, la negra en la ventana, el perrito, el tabaco; nuestra imagen es eso. Te lo digo con conocimiento de causa; yo he trabajado con Chanel, con Vogue, y ellos siempre vienen buscando lo mismo. Yo quiero mostrarles que tenemos muchas otras cosas, playas, paisajes, montañas, gente extraordinaria, pero no hay caso; solo pueden ver eso.

Hace ya 30 años, a sus 10, Luis Mario era un niño comunista -un pionero- con todos los honores: hijo de militares de alto rango, educado, entrenado, se sabía todos los catecismos y podía desarmar una kalashnikof con los ojos cerrados. "Cuando era niño todos teníamos esos grandes ideales comunistas; después empiezas a conocer mundo y te das cuenta de que hay muchas cosas que repensar".Hace veinte, a sus 20, Luis Mario empezaba a ser fotógrafo y se hacía unos dólares armando vacaciones para italianos ricos que venían a disfrutar La Habana.

"Eso me permitió tener un poder adquisitivo importante, entender el poder del dinero". Después sus amigos le consiguieron acomodo en Roma: fotografiaba moda y arquitectura, viajaba, se divertía, vivía mucho mejor que lo que nunca había imaginado. Al cabo de diez años volvió a La Habana para ocuparse de su madre –y buscarse la vida. "La ciudad no había cambiado mucho. Pero justo entonces empezaron a abrirse cosas, pareció que se iba a poder emprender… Aunque después mucho de lo que se anunciaba no se concretó, fue un momento histórico, a bastantes nos cambió la vida".

En Cuba no existía, entre otras cosas, la publicidad. Luis Mario descubrió que esos jóvenes que fabricaban y trataban de vender nuevos productos (camisetas, zapatos, restaurantes, tours, estéticas), necesitaban fotógrafos, diseñadores, publicistas, y armó su productora. Pero sus imágenes no tenían soporte; para dárselo produjo también una revista digital sobre bellezas, fiestas, mercancías, frivolidades varias: Vistar Magazine . Fue el primer medio no estatal en medio siglo.

Si yo fuera sociólogo, antropólogo, economista, comunista, periodista incluso, estudiaría La Habana: la manera en que una ciudad, una sociedad, van adquiriendo lo peor del capitalismo. Cómo se construye eso que en el resto del mundo damos por supuesto: el consumo, la competencia, la publicidad, las clases. Y me detendría en la aparición de esos sectores nuevos: jóvenes que descubrieron esos mecanismos y tratan de aplicarlos, entre trabas y alientos, en una sociedad que los rechazó durante décadas. Y ganan dinero y viven mejor y lo muestran –y producen tensiones. Tras tantos esfuerzos y sacrificios para establecer una sociedad igualitaria, las desigualdades crecen, se ven cada vez más: se consolida la división en clases de una sociedad que intentó o pretendió no tenerlas.

(Pero muchos de estos jóvenes prósperos modernos vienen de las grandes familias de la revolución. La idea está tan instalada que produce incluso leyendas urbanas: la cantidad de bares, por ejemplo, adjudicados a “un nieto de Fidel”.)

-Sí, estamos en un momento muy difícil de describir, porque están por pasar muchas cosas pero todavía no ha pasado casi nada. Es cierto que se están creando esas desigualdades, que hacen que algunos envidien a los que tienen y empiezan a mostrarlo…

Cuando Obama visitó La Habana, Luis Mario fue uno de los emprendedores invitados a verlo; allí contó sus ideas y consiguió inversores, pero ahora ha decidido trabajar solo con recursos nacionales. Esta mañana de sábado, en su oficina en medio de un gran galpón con decorados, máquinas, parrillas de luz, donde funciona su productora de televisión y su estudio de fotografía, Luis Mario tiene su mejor cara de sueño, un hijo chico que corretea y demanda, una camiseta verde leve que dice Misled Youth –juventud engañada.

-A mí no me gusta el capitalismo, no me gusta Estados Unidos, no me gusta la bandera americana, no me gusta lo que han hecho en el mundo, no me gusta su sistema: creo que no son libres, son prisioneros de un banco, siempre pagando las cuentas y las hipotecas…

Dice, pero sus preocupaciones son las de un empresario con clientes y empleados. Y tiene un tren de vida muy distinto de la mayoría de sus compatriotas."Sí, yo soy un privilegiado aquí en Cuba. Mi privilegio es que hay mucha gente que me quiere conocer, que le da placer estar conmigo, tener una cuenta de 250 dólares en un restaurante y que te digan no, tú aquí no pagas…

Bueno, el verdadero privilegio es poder ir a ese restaurante, donde quizá sí tienes que pagar esa cuenta y son diez sueldos de un cubano medio. "Sí, es cierto. Pero yo hago muchas cosas que me permiten vivir así. Aquí hay gente que tiene mucho más dinero, lo consigue mucho más fácil. Yo voy más sobre lo social, comparto más mi ganancia con la gente que trabaja conmigo, pero sí, no dejo de ser parte de esta sociedad elitista cubana… Me muevo en el sector de la cultura, donde siempre hay pintores que venden cuadros, músicos que hacen conciertos, hay más dinero que para el resto de los cubanos, sí, que ganan 400 o 500 pesos, menos de 20 dólares, y no les alcanza y a lo mejor tienen que hacer cosas indebidas, corrompen su moral para poder llevarse alguito para sus casas".

Dice Luis Mario y se preocupa por lo que está diciendo. Empiezo a acostumbrarme a ese estilo cubano de relatos cautos, donde siempre faltan elementos, donde los silencios hablan tanto o más que las palabras. "Digamos, un ejemplo mejor: tú tienes familia, tienes hijos, a lo mejor trabajas en una fábrica de tabacos y sabes que ese tabaco se está vendiendo en 13 dólares, pues te llevas algunos tabacos para venderlos. ¿Y eso cómo se combate? La única manera es llenándoles el refrigerador de comida. Porque la realidad es que ninguno de los dirigentes vive con ese salario, tienen sus cosas, tienen sus amistades… pero hay otro montón de gente que no encuentra salida, y yo estoy luchando por eso, porque esas personas no tengan que hacer nada malo para dar de comer a su familia".

La última vez que estuve en La Habana, Fidel Castro todavía estaba vivo. O no, quién sabe; quizá no todo el tiempo. Yo había pasado allí unos días de paseo, desconectado, sin la menor intención de enterarme de nada. El viernes 24 de noviembre de 2016 mi avión para Miami salía a las 18 y, tras la escala, mi vuelo a Madrid despegó a las 22,30. A la mañana siguiente, cuando aterricé en Barajas, encendí mi teléfono para mirar las novedades y lo primero que ví me hizo, literalmente, dar un grito. La mitad del avión se dio vuelta a mirarme. “¡Qué boludoooooo!”, había gritado yo, la voz en cuello, cuando ví que el portal de este diario decía –cuerpo catástrofe– que “Murió Fidel”.

No lo podía creer. Raúl, su hermano viudo, lo había anunciado por cadena nacional a las 22.25, mientras mi avión salía de Miami. Por azar había estado en el lugar donde tenía que estar; por ignorante me había ido –y me había perdido la historia que tantos periodistas esperaron durante tantos años. Desde entonces, siempre sospeché que, cuando salí, Castro ya estaba muerto: que esas muertes no se anuncian enseguida, que hay que preparar los mecanismos y las tropas y que seguramente me habían engañado una vez más. Eran pamplinas, excusas sin sentido; lo cierto es que fue el peor fracaso de varias décadas de profesión, llenas de ellos.

En las paredes de La Habana sobreviven, por supuesto, carteles y pintadas que hablan de la revolución y Fidel Castro y el pueblo unido y el imperialismo americano, pero ahora hay muchos más celebrando los 500 años de la ciudad: la historia reemplaza las antiguas proclamas de futuro.

Son las diez de la mañana en el Vedado y desayunamos en uno de esos cafecitos cool que están apareciendo en la ciudad, siete u ocho mesas que ofrecen frutas y sandwiches y zumos en inglés a precio dólar; éste, además, tiene un pequeño bebedero de agua azucarada donde vienen a libar los colibríes. Yo pido una tortillita con queso.

–Lo siento, no hay huevos.

Me dice el camarero, joven, su gorra rasta, y le digo que no entiendo. Él se arma de paciencia:

–Que no hay huevos, ¿no sabía? Hace como un mes que no hay huevos en ninguna parte.

Semanas antes, en Caracas, fue lo mismo. Que el socialismo latinoamericano esté falto de huevos es un chiste fácil. También es fácil llamarlo socialismo. Prefiero la explicación de Carlos Manuel:

–Es un asunto interesante. Cada vez hay más diferencias entre los consumos de los ricos y los pobres, pero de pronto aparecen estas carencias que igualan a todos. Ahora no hay huevos y es para todos, para nadie.

–La socialización de la carencia, ya que de la propiedad no.

Le digo; tres mesas vacías más allá dos chicas en sus veinte se miran, se susurran, se acarician.

–Es como si la muerte de Fidel hubiera permitido que la gente se atreviera a más. No que hayan cambiado las reglas o las leyes; es que falta esa presencia que mantenía una forma del orden.

Dice Carlos Manuel: que su ausencia, ahora, es la presencia más notoria.

La Habana son columnas. Las ciudades, como el resto de los seres, suelen tener su esqueleto por adentro, tapado por sus carnes. La Habana lo tiene afuera, derritiéndose al sol: no hay ciudad que muestre más columnas. La Habana es una ciudad –relativamente– chica: dos millones de personas, casi un pueblo. Y su plano básico es también –relativamente– fácil de entender: la costa la organiza. Cuatro barrios tan distintos se suceden a lo largo del viejo Malecón. Primero, Habana Vieja es el distrito colonial más impresionante de la América hispana: palacios, fortalezas, templos, plazas, calles –y los turistas y el deterioro que empieza a revertirse para ellos. Después, Centro Habana es el primer ensanche, fines del XIX, calles amplias y secas y rectas, casas y edificios, cemento y baches –todo a medio caer. Después, el Vedado son calles verdes y avenidas, caserones, apartamentos art decó, construidos entre 1920 y 1960. Y por fin Playa, la zona verde y rica y palaciega, muy Miami vieja, sobre todo en su parte Miramar.

En Miramar y en el Vedado hay unos cientos –unos cientos– de esas casas que el castellano solía llamar mansiones y el español contemporáneo casoplón. En este caso, en su versión neoclásica 1900: dos plantas sólidas, extensas, rodeadas de una galería ancha de columnas, capiteles, vitrales, filigranas y su jardín alrededor, sus árboles como si el mundo fuera un árbol.Y cada tanto se oye el ruido de algún coche que pasa.

Existe una ciudad sin coches. O, por lo menos, sin el caos que los coches suponen en el resto del mundo. Las ciudades más ricas se matan por encontrar formas de vencer esa plaga. La Habana ya lo hizo o casi, sin querer. Cuba no importa coches por no gastar divisas y el mercado, vengativo, hace lo suyo: con tan pocas ofertas, los precios siguen por las nubes. Un Lada de cuando había muros en Berlín puede costar 20 o 25.000 dólares; un Peugeot de los noventa puede llegar a los 50.000.

Así que no es fácil moverse por La Habana. Hay pocos buses, tardan, llegan llenos y además se llaman guaguas. En la ciudad más estatista, buena parte del transporte público estaba a cargo de la iniciativa privada de estos coches enormes americanos de 60, 70 años, totalmente recauchutados por el ingenio local, que llaman almendrones o, digamos, pinkies. Hacían rutas fijas levantando pasajeros –cinco o seis– y les cobraban 10 pesos –30 céntimos– por tramo. Pero algunos se pasaron al turismo y otros dejaron de ser rentables: con la caída de Venezuela la gasolina aumentó mucho, así que quedan pocos. Y están los que llaman directos, un taxi más nuevo que va donde le digas por una cifra negociable, pero son caros y escasos. Y hay rickshaws, aunque la idea de que alguien pedalee para llevar a otro, para que otro se mueva sin moverse, no parece especialmente socialista –ni eficiente.

–Acá no hay cuento, mi hermano. Te pasas el día manejando, dándole y dándole. A quién le vas a contar que es por el socialismo, el bien de los cubanos, el mañana. Es p’hacerte unos pesos, mi hermano, acá no hay cuento. Es triste, pero es la realidad.

Su Chevrolet ’47 tiene volante de Peugeot, motor de Kia con repuestos de factura propia, la palanca de cambios que es un trozo de caño y una imagen de San Lázaro que lo mantiene andando. El santo, pequeño sobre el salpicadero, es un señor de taparrabos, malherido, cojo, y Néstor, también 47, lo mantiene rodeado de billetes y monedas. "Mientras él se ocupe, todo chévere". Me dice, y que sí, que él es médico y sigue trabajando en el servicio de nefrología de un hospital pero que con eso no hay quien viva, que si no fuera por el taxi su familia la pasaría muy mal y que bueno, qué se le va a hacer, así es esto mi hermano. Y que sí, que lo pensó pero no quiere hacerlo descapotable y pintarlo de rosa porque no tiene ganas de ponerse un sombrero y salir a pasear gringos.

Sería negocio: una hora de recorrido se puede cobrar 30 o 40 dólares, según la cara del cliente. Me reía imaginando algún rincón oculto de la China donde una fábrica de obreros semiesclavos fabricaban en secreto coches que parecían antiguos; después alguien me dijo que los hacen en talleres de La Habana, que recuperan almendrones y los rearman para volverlos convertibles. No es fácil simular la historia, pero aquí hay especialistas entrenados.

Los pinkies -autos pintados de color rosa- se han vuelto un estandarte –tan extraño, inesperado– de La Habana. A veces son de otros colores –rojo, violeta, verde, azul, celeste incluso– pero siguen teniendo el alma pinky: un pedazo de chicle hecho automóvil, el genuino sabor americano de esos tiempos, que solo el socialismo supo conservar y Trump añora tanto. Y están por supuesto sus choferes, disfrazados de chulos tropicales con sus camisas blancas y sus sombreros panamá. Porque los pinkies son cosa de hombres: no se ven mujeres manejándolos.

Martín Caparrós
El País Semanal, 27 de abril de 2019.
Foto: Yander Zamora, tomada de El País Semanal.

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