“Soy un perseguido político” es la fórmula que le abrió y aún le abre las puertas de los Estados Unidos a muchísimos cubanos que hoy viven del “lado de allá” o esperan en algún centro de detención en la frontera por el otorgamiento de un estatus de “refugiado” pero que, en realidad, mientras vivieron del “lado de acá” jamás nadie les vio protestar ni siquiera entre dientes contra el gobierno.
No estoy seguro sobre cuál es la cifra real de tales “perseguidos” que han logrado engañar a las autoridades migratorias del país norteño, pero estoy convencido de que debe ser una cantidad considerable, teniendo en cuenta que es uno de los argumentos más escuchados en los reportajes periodísticos y notas de prensa que abordan el tema de la migración cubana en los últimos meses, después que fuera eliminada por Barack Obama la política de “pies secos, pies mojados”.
Lo cierto es que veo los rostros y leo los nombres de algunos “indignados” con las nuevas medidas migratorias que les fastidian el juego y, por más que busco en la prensa alguna vieja noticia donde aparezcan como encarcelados o acosados por la policía política, no logro dar con ninguna donde estén ni siquiera aludidos en las notas puntuales que suelen publicar las organizaciones opositoras o aquellas que documentan y dan seguimiento a cada uno de los casos.
Con la excepción de los verdaderos activistas y periodistas que todos conocemos, en peligro real, el resto son un gran invento, y la culpa, en buena parte, es de aquella anterior legislación que no exigía profundizar en la indagatoria sobre quién es quién y para la cual ser cubano era igual a ser perseguido político o víctima del sistema, un error que permitió durante años pasar “gato por liebre” y el resultado ha sido lamentable.
Perseguidores arrepentidos de su pasado, pero solo cuando les estampan el visado o les aseguran una manutención de por vida en las “entrañas del monstruo”. Entre ellos se encuentran ex dirigentes del partido comunista, ex militares, ex oficiales de la policía y la seguridad del estado. Directivos que lanzaron huevos a la “gusanera” en la Embajada del Perú, o quitando estímulos salariales si un trabajador no iba a la Marcha del Pueblo Combatiente o expulsando de su plaza a un obrero o estudiante porque el aval del Comité de Defensa de la Revolución denunciaba que no hacía la “guardia cederista” o no asistía al “trabajo voluntario”. “Cuentapropistas” que hicieron su fortuna portándose bien con el jefe del sector de la policía o que le negaban entrevistas a los medios independientes, o que incluso los injuriaban por usar una foto de su negocio en algún reportaje, porque eso lo podía perjudicar en su aventura de ganar y ganar dólares para comprar su boleto a Miami.
También fugaces periodistas independientes de una ingenuidad apabullante, que de pronto descubren que el ejercicio diario de su profesión no es un lecho de rosas y a la menor amenaza corren a buscar refugio despavoridos. Y hasta opositores y activistas que a la primera detención entran en pánico como si no se hubiesen esperado tal reacción represiva o de censura.
El más claro ejemplo son aquellos cientos, quizás miles, de los cuales leímos sus nombres en la prensa independiente y que, luego de pisar suelo estadounidense y obtener algún estatus como residente o ciudadano, jamás volvimos a saber sino por sus publicaciones en Facebook o Instagram, celebrando las mejores navidades de sus vidas, vacacionando en Disneyland o con suma discreción en Varadero o Cayo Coco. O disfrutando de una inútil y prolongada beca en tal o más cual universidad o reclamando más coraje y sacrificio a los que se quedaron atrás en el infierno insular, por no ser capaces de luchar y rebelarse contra el demonio. El que empuja no se da golpes.
Más allá de que esos “perseguidos”, incluso con lágrimas en los ojos, puedan alegar la pérdida de algún negocio en la isla y el desamparo legal que les impide reclamar su devolución, las malas condiciones de vida o la falta de oportunidades como simples ciudadanos sin privilegios políticos o el mero hartazgo ideológico, ingredientes de cualquier régimen totalitario de izquierda, en realidad son personas que, por no haber estado vinculadas a ninguna actividad opositora, sus vidas ni las de sus familiares corren ni corrieron ningún tipo de peligro.
El ardid de fingirse opositor, incluso aliarse solo por una cuantas semanas a algún grupo disidente cubano o hacer un poco de periodismo independiente con el único objetivo de crearse un pequeño “historial” que les facilite emigrar, ha sido una constante en el flujo de cubanos hacia los Estados Unidos, lo cual no solo ha llegado a dañar y molestar a la comunidad cubana en el exilio que en las décadas de 1960 a 1980 tuvo un componente ciertamente político sino que, además, ha repercutido negativamente en la imagen de aquellos grupos que en el interior de la isla y desde diversas tendencias políticas, han tenido una aptitud opuesta a tales engaños y oportunismos.
Si es doloroso ver cómo cubanas y cubanos lo han perdido todo, incluso hasta la vida, en su tránsito por Centroamérica o en altamar, intentando empezar de cero en una tierra de oportunidades, también lo es ver cómo muchos de los que logran pasar a los Estados Unidos mediante la representación teatral de un papel de víctima o perseguido político, más tarde retornan a Cuba para tomarse un mojito en el hotel Manzana Kempinski, porque está de moda, o simplemente se quedan en la Yuma y a conciencia se toman a conciencia la Coca-Cola del olvido. A todos ellos deberían retornarlos.
Ernesto Pérez Chang
Cubanet, 24 de julio de 2019.Foto: Cubanos en la frontera entre México y Estados Unidos. Tomada de Cubanet.
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