lunes, 18 de noviembre de 2019

El barrio de Luyanó (II y final)


En Luyanó crecí y viví hasta los 20 y tantos años. Es mi barrio. Sus características, sus bondades y sus debilidades tienen que haber dejado su impronta en mi personalidad lo cual no me molesta. Mi barrio no es la Víbora, ni el Vedado, ni tan siquiera Santos Suárez y que su fama no es la mejor, tampoco la tiene Hialeah donde actualmente vivo, y es casi por las mismas razones: son barrios de trabajadores, básicamente manuales.

Luyanó era un barrio duro, no admitía ni lloriqueos ni a gente pusilánime, pero también era divertido, franco y abierto. Es así como como lo veo en la distancia física y temporal. Lo conocí con sus talleres llenos de trabajadores, de allí salían, para poner muebles en las casas de los más ricos y los más pobres, y muebles para niños, cunas y sillitas, para todo el país. Talleres de pailería, mecánica, soldadura y herrería donde se elaboraban cercas y rejas decorativas, donde se confeccionaban las camisas McGregor, famosas en aquellos años, que se compraban en Cuba y se exportaban a Estados Unidos, decenas de trabajadoras ganaban un salario en ese taller.

En el mismo borde de Luyanó, estaba la planta de Swift, que producía embutidos, perros calientes y jamones de alta calidad. De menos trascendencia, pero de mayor interés para la población de menos recursos, La Caridad elaboraba las “fritas” que se vendían por toda La Habana, y Guarina confeccionaba helados y pasteurizaba leche. Los que carecían de recursos para comprarse un refrigerador -o como decíamos un “frigidaire"- adquirían las neveras El Vencedor hechas en Luyanó. Decenas y decenas de mujeres se ganaban el sustento como costureras, laboriosos artesanos confeccionaban los marcos y cuadros kitsch que adornaban las salas de miles de hogares, otros elaboraban toda la parafernalia necesaria para colar el café, equipamiento que se vio disminuido por la llegada de las cafeteras italianas Bialetti.

Estaba la fábrica de cigarros La Corona, que como un subproducto vendía las yaguas, que conformaban las pacas en que habían recibido el tabaco en hoja, a los que construían sus rústicas viviendas en la Loma del Burro (y por ello se conocía como Las Yaguas). En la acera del frente se fabricaban las cafeteras Royal que competían con la Nacional para estar presente en los locales donde se vendían tazas de café a 3 centavos en todo el país. La fábrica de sogas de henequén Carranza; una casa convertida en taller para el procesamiento y curtido de pieles de cocodrilo, que despedía un fuerte olor a tanino; la planta de descascarar los arroces que se importaban; el alambique de licores de aromáticos olores; el taller de envasado de especies con sus olores que te embargaban. Todo un emporio vibrante y pleno, que quizá solo queda en mis recuerdos.

En la rama del transporte, dos empresas vienen a mi memoria, una dedicada a mover mercancías por todo el país y que con decenas de “rastras”, algunas refrigeradas, llevaban en letras rojas y enormes el nombre de Amaro, ocupaba media manzana en la calle Enna. La otra, muy peculiar, era un establo en la calle Ensenada, donde las mulas pasaban la noche, reponiéndose del agotamiento del día y se resguardaban y reparaban los altos carretones que durante el día los “gallegos”, llevando las largas riendas, subidos a los altos pescantes y protegidos del sol por una negra y grande sombrilla, que en la extracción de mercancías del puerto hacia los almacenes en toda La Habana, competían con los camiones Mack, que en lugar de la barra de trasmisión para el movimiento de las ruedas traseras, utilizaban una cadena de grandes y gruesos eslabones.

Todo lo anterior hacía a Luyanó distinto a los demás barrios habaneros, en nada se parecía a los próximos Santos Suarez o la Víbora por poner solo esos dos ejemplos, más residenciales y con una población más cercana a la clase media, Luyanó era básicamente obrera, quizá eso explique su carácter duro del cual ya hablamos.

Luyanó estaba repleto de comercios de variados, múltiples, tamaños y fines. Panaderías que no solo vendían diversos panes y galletas, sino también los llamados “dulces finos”; bodegas de chinos, gallegos y cubanos, con sus jamones y arenques colgando de la estantería de madera; los sacos de diversos frijoles y arroces de diferentes calidades y precios, el variado laterío de dulces, sardinas, bonito, leche condensada, salchichas, aceite de oliva; los grandes pomos de aceitunas, las mortadellas y jamonadas para ser lasqueadas y venderlas por centavos. Café que se podía comprar en sellados sobres de celofán o molido en la misma bodega y envasado por el bodeguero en cartuchos de gruesa textura para preservar los aromas y que podía venir acompañado de una ñapa (ración de azúcar).

En Navidad, turrones españoles, dátiles e higos secos, sidras y vinos. En un extremo de la bodega había una una barra oscura de madera, sin banquetas. Detrás, un refrigerador de múltiples puertas donde se guardaban los quesos, crema, patagrás o el “suizo”, que era producido en Camagüey, la mantequilla y los litros de leche, los refrescos y cervezas de distintas marcas. En esa barra, a los borrachines se les servían tragos, que podían ir desde una “línea” de ron peleón como el Peralta o el Palmita o un coñac Napoleón. Una cornucopia de productos que por su variedad de precios estaba al alcance de todos.

Habían varias cafeterías, pero la más destacada era la de Maboa, en los límites de Luyanó con Tamarindo y la Calzada de Jesús del Monte, con sus batidos de frutas, los más baratos, 12 centavos un vaso grande y podías rellenarlo. Los mejores que he tomado. También, Dos Hermanos y sus deliciosos frozen de chocolate, la Asunción con sus sándwiches que competían con los afamados del Bar OK en Belacoaín y Zanja. Y la cafetería al costado del cine Atlas, que vendía “discos voladores” de jamón y queso derretido.

Los puestos de frutas, mayoritariamente en manos de chinos, ofrecían todas las viandas y frutas que en aquella época, se producían en el país. Junto a mameyes, mangos, anones, tamarindos, canisteles y guayabas, encontrabas vegetales y verduras que otros chinos producían en las cercanías de la ciudad, aprovechando cualquier arroyuelo que les permitía cultivar lechuga y berro. Los laboriosos chinos también ofrecían helados confeccionados con las frutas que se maduraban pronto y, por si no bastara, vendían mariquitas, chicharrones, boniatos fritos, frituras de bacalao y de maíz y de malanga, dulces o saladas. Un festival de olores y sabores.

Los chinos no solo dominaban el comercio de frutas, hortalizas y viandas, igualmente el del lavado y planchado de ropa, los llamados “trenes de lavado” con su compleja contabilidad que resultaba infalible, con sus caracteres trazados con un palito en sustitución de una pluma y con esa tinta negra china. Lavaban, almidonaban y planchaban, con planchas de carbón, la ropa que se les encomendaban, generalmente sábanas y pantalones y camisas de trabajo, ya que la ropa más delicada se enviaba a las tintorerías, cuyos dueños eran cubanos.

Las carnicerías estaban sin excepción en manos cubanas y en Luyanó sobresalía una llamada Rancho Verde, que no solo era la mayor, sino que además vendía huevos, gallinas y guanajos vivos, que a solicitud del cliente eran sacrificados y desplumados en una máquina especial destinada a ese fin. También vendía carnes de alta calidad, un poco más caras que la del resto de las carnicerías.

Abundaban las farmacias. Si tomábamos la calle Municipio de oeste a este, en sus primeras doce cuadras, nos podíamos encontrar tres de ellas que se turnaban con las del resto de Luyanó, para cubrir las madrugadas, por lo que siempre a pocas cuadras, encontrarías una abierta para alguna urgencia. En las farmacias no solo se despachaban medicinas con o sin receta: el farmacéutico, graduado universitario y generalmente dueño del establecimiento, oía de tu dolencia y te recomendaba algún medicamento. En esas farmacias, que olían a éter, te podían poner una inyección o te curaban una pequeña herida, servicios gratuitos para sus clientes habituales.

Casi en cada cuadra había una quincalla, donde vendían desde telas, botones, zippers, tijeras, hilo de coser y de tejer, libretas, lápices, plumas, tinta de escribir, pilas, linternas, bombillos, cigarros, tabacos, fósforos, fosforeras, juguetes pequeños, utensilios de cocina, perfumes y un larguísimo etcétera.

Igualmente habían muchas barberías, y los sillones de limpiabotas brindaban un necesario servicio al lado o cerca de un estanquillo de venta de periódicos, revistas, "muñequitos" (comics) y medio escondido, alguna revistilla porno. Y estaban las llamadas “caficolas” donde por tres centavos te podías tomar un vaso grande de refresco preparado al momento con agua de Seltz y el sabor que uno escogiese.

En Luyanó existían tres o cuatro ferreterías, la más importante estaba en Fábrica entre Santa Ana y Ssanta Felicia, no era Home Depot, como los grandes almacenes de Miami, pero lo mismo podías comprar un saco de cemento, que una llave de baño, un lavamanos o media libra de clavos de dos pulgadas.

Como ya he mencionado, la composición social de Luyanó era mayoritariamente obrera y predominaban las personas de la raza blanca y aunque las familias negras y mulatas eran minoría, no estaban necesariamente entre las más pobres. El racismo, al menos en mi memoria, no era una traba para que negros y blancos compartiesen. En mi niñez, “la pandilla” a la cual yo pertenecía, jugábamos pelota, a las bolas y empinábamos papalotes. Éramos ocho o nueve, entre ellos dos negros, uno hijo de madre soltera que lavaba y planchaba “pa’la calle” y vivían en el solar más grande de Luyanó, en Compromiso y Fábrica, el otro era el hermano de la muchacha que ayudaba en los quehaceres de mi casa y siempre almorzábamos juntos.

En cuanto al tema político solo recuerdo que existían dos concejales (Neto y Tancredo) y una eterna aspirante por el Partido Auténtico, Juana Martínez, que era todo un personaje: además de ser una “sargento político” de Ramón Grau y San Martín, regentaba un antro donde se jugaba el póquer, bacarat y otros juegos de azar. Le decían la “Casa del Pueblo” y permitida por el Capitán de la Oncena Estación, la que correspondía a Luyanó. En su parte posterior ensayaba la banda de música de la policía local.

El otro centro partidista era un esmirriado local del Partido Socialista Popular (PSP), en la zona de Tamarindo, en la corta calle Maboa, quedaba frente al “tren de bicicletas” de Darío, donde se arreglaban y alquilaban bicicletas, y a una fonda de chinos que vendían un excelente arroz frito por 25 centavos la ración. En esa misma cuadra, mi abuelo, viejo miembro del PSP, tomaba una acera por tribuna y daba conferencias anarquistas y contaba historias fantasiosas, y no le faltaban oyentes embargados por su imaginación y fácil locución, lo trataban respetuosamente, lo cual era muy saludable porque mi abuelo era de armas tomar.

La "bolita" se jugaba en todo el municipio, incluidas las “vidrieras”, donde además de vender cigarros y tabacos, se podía anotar un número a la "bolita" o a los terminales de la lotería. Decenas de “apuntadores” recorrían casas, calles y centros de trabajo para que los esperanzados apostaran unas pocas monedas al número con que habían soñado o relacionados con animales y otros elementos que aparecían en el Chino de la charada. Castillo, uno de los zares del juego de azar, radicaba a escasas cuadras de Luyanó, en la calle Porvenir, en la barriada de Lawton.

Los "apuntadores" eran perseguidos por los policías, no por interés social o legal, sino para cobrarles por la “protección” que les daban. Otra fuente de ingreso de los policías era pedir una caja de cigarros en cada bodega o bar durante su recorrido. Ponían un “real” (diez centavos) sobre el mostrador, esperando que el empleado lo rechazase. Si eso no ocurría, las consecuencias podían ser muy graves para ese dependiente.

Existían dos billares y en ellos no solo se jugaba billar, se vendía mariguana. No era el único lugar de Luyanó donde se podía comprar mariguana. En la esquina de Villanueva y Municipio tenía su centro de operaciones unos hermanos conocidos como Los Villalobos, título de una famosa aventura radial de la época, criminales que inclusive amedrentaban a los policías que se pasaban de la raya que los hermanos habían trazado y a más de uno desarmaron tirando los revólveres a la azotea de un almacén colindante. Fue legendario el caso del policía que trató de amedrentarlos y con una navaja lo cortaron desde la nuca hasta los pies, dejándolo desnudo y ensangrentado, requirió unos cien puntos de sutura. Sin embargo, se decía que eran caballerosos y no permitían que nadie se propasase con las muchachas que pasaban por su zona de operaciones.

También existían personas honorables y destacadas, recuerdo a un negro muy vinculado a la iglesia presbiteriana, Juan Jiménez Pastrana, autor de varios libros, entre ellos el muy reconocido Los chinos en la historia de Cuba 1847-1930. Otra personalidad destacada fue el Dr. Betancourt (he olvidado su nombre), destacado pediatra especializado en enfermedades del pulmón, fue director del Hospital Infantil Antituberculoso, una persona bondadosa capaz de ir a cualquier casa que se le llamase para atender a un niño, cobraba por ese apreciado servicio tres pesos o nada, según como viese la situación económica del hogar visitado.

En mi adolescencia me integré a un grupo de jóvenes amantes del béisbol, de la ópera, la música clásica y la tradicional cubana. Uno de los integrantes tenía una deformidad de nacimiento y poseía una excelente voz de tenor dramático, otro que a veces se nos unía, se caracterizaba por su timidez, gaguera y amaneramiento, llegó a obtener el premio Tito Gobbi en Italia, por su excelente voz de barítono. Los demás no estábamos tan bien dotados para el bel canto, aunque yo, de baja estatura, pretendía emular a Ezio Pinza.

Nos reuníamos a escuchar CMBF y los discos que aportábamos alguno de nosotros. Ahí oí por primera vez la 5ta. Sinfonía de Shostakovich en la interpretación de Leonard Bernstein y la Sinfónica de New York. Por las noches nos encontrábamos en los portales de un bar, ninguno tomábamos, pero discutíamos si la Aida de Jussi Björling era mejor que la de Mario del Monaco, o si el Rigoletto de Leonard Warren y Jan Peerce era insuperable. Y sin mediar la más mínima transición se comenzaba a valorar al equipo del Almendares y sus eternos rivales el Habana.

Normalmente esperábamos a la una de la madrugada a que saliesen los primeros panes de la panadería que quedaba en frente, La llave de oro, que horneaba usando leña. A la flauta de pan que comprábamos por siete centavos le añadíamos una barra de un cuarto de mantequilla. En ocasiones se acercaba Pito, un joven que cuando no estaba sumidos en los vapores de la 'hierba', cantaba excelentemente los boleros de moda.

A veces, a ese grupo también se unían jóvenes con los cuales compartíamos libros. Así conocí a Curzio Malaparte, Giovanni Papini, Kafka, Joyce... En Luyanó no había ninguna librería, ni de uso, la más cercana era La Polilla, en la Calzada de Diez de Ocubre casi esquina a Carmen, en La Víbora. Hasta allá tenía que ir o localizar a algún vendedor por los alrededores del cine Tosca.

Bigote de gato no fue el único personaje del folclor luyanosense. Teníamos también a Moquifín, quien se pasaba meses borracho, pero no era agresivo, no decía malas palabras ni se metía con nadie. Lo más que hacía cuando lo molestaban demasiado era tirarle una trompetilla al agresor y todo terminaba en risas. Se decía que era un especialista de filatelia y cuando estaba sobrio trabajaba en una casa filatélica en la calle Obispo. Pero cuando estaba sobrio era insoportable, daba sermones y repartía Despertad, una publicación de los Testigos de Jehová.

Otros personajes eran La Momia, quien en su trance de la droga ni hablaba ni se movía recostado, estirado e inmóvil, a un poste, y El Patato, con una difícil infancia que él pregonaba a toda voz y era en extremo pendenciero, de pequeña estatura, lo cual llevaba a que lo golpearan a menudo, esas broncas siempre terminaban con la frase “esto no se queda así” y la golpiza se volvía a repetir. El Patato tiene un pequeño monumento en la calle Rosa Enríquez donde cayó acribillado a balazos por la policía el 9 de abril, día de la huelga general fracasada.

Personajes más benignos, pero no menos interesante fueron El Ingeniero, que trabajaba como tal en Belot, pesaba más de 300 libras y como solterón empedernido, un jueves sí y el otro no, iba al barrio de Colón a solucionar sus necesidades sexuales, gustaba de dar complejas conferencias antimperialistas y a veces narraba la historia de cómo los americanos le habían robado su patente para refinar los aceites usados. El Doctor era un negro bajito y delgado que siempre andaba con libros en inglés debajo del brazo, la imagen perfecta del “negrito catedrático” del bufo cubano. En una ocasión se ganó dos mil pesos en la lotería e invitó a dos amigos blancos, a visitar el sur de Estados Unidos, las anécdotas de la tournée de escalofriantes pasaban a hilarantes.

En Hijas de Galicia, muy joven, falleció mi madre. Mi padre murió en su hogar casi cuarenta años después. En mi casa me violó una dama viuda y treintona, enamoré a más de una muchacha y a los 20 años, luego de mi padre firmar la autorización, por primera vez me casé. De ese matrimonio nacieron mis dos primeros hijos.

El barrio de Luyanó está enclavado en mi ser, pero ya nada de lo que resguardo en mi memoria existe. El tornado del mes de enero de 2019 fue poca cosa comparado con el que empezó en otro enero, sesenta años atrás.

Waldo Acebo Meireles
Cubaencuentro, 8 de julio de 2019.
Foto: Luyanó, bodega en la década de 1950. Tomada de Cubaencuentro

1 comentario:

  1. que empezó en otro enero, sesenta años atrás.

    LO QUE EMPESO FUE
    PATRIA HAMBRE Y MISERIA HASTA LA MUERTE

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