domingo, 26 de junio de 2011

Los niños viejos


Debíamos presentarnos en la puerta de la cárcel de Béthune a las 9 y media de la mañana. Elodie nos acompañó a Eva Almassy, la escritora de origen húngaro, y a mí.

Algunas familias esperaban afuera de la cárcel: una mujer joven con un cochecito donde dormía un bebé, una modesta pareja que aparentaba la cincuentena, una delgada y nerviosa mujer, el pelo rapado encima de la nuca, mechas rojizas tapaban sus ojos extraviados, una gruesa señora y su marido, árabes, musulmanes, a juzgar por la indumentaria de ella.

El policía abrió el portón de hierro pintado de gris y comenzó a llamarlos por sus nombres anotados en una lista. Una vez que todos han entrado, Elodie informó al guardia que nosotros estábamos allí para la lectura programada. Debiamos esperar, indicó el hombre. El portón se volvió a cerrar, sólo por breve tiempo.

Al punto nos vinieron a buscar, atravesamos el primer control. Luego debimos entregar nuestros pasaportes o piezas de identidad, y dejar en unas casillas bajo llave los teléfonos portables y cámaras fotográficas. Pasamos los bolsos por los controles de seguridad de objetos, luego nos tocó pasar el arco de seguridad humana.

Enfrentamos las rejas. Debimos atravesar tres rejas, cuando estuvimos frente a la cuarta empezamos a oír vozarrones, gritos, risas, burlas. Los guardias desplazaban a un grupo de presos hacia el patio central. Algunos nos hacieron señas, nos enseñaron la lengua, y volvieron las exclamaciones, a veces convertidas en clamores, hasta que desaparecieron por una puerta verde.

Nos recibió un policía robusto, saludándonos con un apretón de manos, callosas. Atravesamos la cuarta reja y entonces nos hallamos en el pasillo central de la prisión.

A la izquierda se encontraba la biblioteca, encima han claveteado una madera con un nombre repujado: Bibliothéque F. Personne (Nadie).

Eva Almassy empezó a sofocarse, es claustrofóbica y no soportaba encontrarse entre rejas. En la biblioteca nos dió la bienvenida el bibliotecario, o sea, el primer detenido: ojos azules, nariz aplastada, rota, en la cabeza varias cicatrices, en el brazo numerosos tatuajes emborronados. Es simpático, aunque tímido.

El hombre que nos acompañaba llevaba una bandeja de gaceñiga cortada en tajadas y una jarra de café que colocó encima de la mesa. Nos sirvió café en vasos plásticos.

Mientras esperábamos a que llegaran los otros detenidos revisé los libros de la biblioteca, literatura francesa y revistas, no me dio tiempo a más.

Eva se sentía cada vez peor, palideció cuando le dijeron que debíamos quedarnos con los detenidos a solas en la biblioteca, y que las dos puertas estarían cerradas, aunque bien cuidadas, por supuesto, desde el exterior, por los guardias.

Los guardias fueron a buscar uno a uno a los presos a sus celdas. El primero que llegó es un joven de piel cetrina, pelo por los hombros, color azabache, recogido en una cola de caballo o rabo de mula -como decimos en Cuba. Este se notaba más suelto, nos contó que muy pronto saldrá libre, el 30 de julio, y que su mujer parirá en breve su segundo hijo. Es joven, risueño, y aparentaba mucha seguridad en sí mismo.

El tercero en llegar era extremadamente delgado, rubio, ojos verdosos, piel mate, medio amarillenta. El cuarto era un joven de pelo trigueño, ojos azules, tembloroso, al principio era el que menos se atrevía a hablar, lo que feu cambiando paulatinamente hacia el final del encuentro.

Así van llegando… Hasta que, después de una larga demora, aparecen por otra puerta los dos últimos: un grandulón de piel rojiza, pelo castaño, ojos pequeños y boca desdentada. Sus brazos y todas las partes visibles de su cuerpo lucen tatuajes desteñidos; seguido de un asiático, bajo de estatura, luciendo un chivito en la barbilla que se acariciaba con frecuencia; ambos habían sido traídos desde celdas de aislamiento.

Elodie hizo las presentaciones. Estrechamos las manos de los hombres. Eva, cada vez peor, dudaba si quedarse o irse. Finalmente decidió quedarse, y en la medida en que íbamos hablando (hicimos una descripción de nuestros trabajos y explicamos por qué estábamos allí, por qué escribíamos) fuimos olvidando las ventanas herméticamente selladas, enrejadas, sin un solo resquicio que no estuviera protegido por los barrotes.

Conversamos ampliamente sobre ellos, oímos sus historias. A mitad del encuentro les pregunté sus nombres, los que no puedo divulgar. Leí poemas y un fragmento de novela, y retornamos a la conversación. Eva también leyó un fragmento y empezó a sonreír menos aprehensiva y con mayor confianza.

El asiático, el más avispado, no cesaba de devorar trozos de gaceñiga, pese a su diabetes, los otros se burlaban de él y no paraban de reírse, menos el joven de ojos azules, bastante inestable en su asiento, el que al rato empezó a hablar bastante menos reprimido.

Les conté de Ernesto Sábato, de El Túnel, y de otros autores, cuyas vidas habían atravesado sus obras sin que ellos se lo propusieran. El asiático me contó de cuando había estado en Cuba, durante los años 80, desde entonces había hecho fijación con les belles bagnoles, les belles americaines (los automóviles americanos de los años 50), insistió.

El encuentro duró casi dos horas. Al terminar nos despedimos estrechándonos las manos. Primero se llevaron al fornido y al asiático, por la puerta de atrás. Los demás salieron junto a nosotros hacia el centro de la prisión. Uno a uno volví a darles la mano y los miré a los ojos. Ojos tristes aunque pretendieran lo contrario.

Yo sé que están allí porque la justicia francesa los ha juzgado, porque han cometido diversos delitos, lo que no impide que siempre resulte duro dejar a esos hombres encerrados tras las rejas. Nos dijeron adiós repetidas veces. Yo también me volví dos o tres veces hacia ellos. “Bonne continuation!” exclamaron.

Algunos de ellos habían adelantado que saldrían liberados muy pronto, les deseé suerte. Allí quedaron como unos niños envejecidos, demasiado prematuramente.

Zoé Valdés

Tomado de su blog, 22 de junio de 2011

Cuadro: De la serie Niños que lloran, de Bruno Amadio, más conocido por Bragolin (1911-1981) .

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