lunes, 17 de septiembre de 2018

El infierno de Ariel Ruiz Urquiola (III y final)


Cuando amanece, El Infierno queda encima de las nubes. Desde allí, una neblina espesa se escurre a todo lo largo y ancho del Valle de Viñales. Los mogotes asoman solo sus cimas como si fueran arrecifes que sobresalen del mar. Los gallos cantan y el resto de los animales despiertan. El Infierno es la finca de Ruiz Urquiola. Y el irónico nombre responde a su ubicación geográfica: Sierra del Infierno, en la Sierra de los Órganos, provincia de Pinar del Río.

Allí, en 2015, el Doctor en Ciencias Biológicas compró una casa a 300 metros sobre el nivel del mar y solicitó tierras en usufructo para desarrollar una finca agroecológica. El Estado cubano tardó un año en entregarle la propiedad.

El proyecto está enclavado en el Parque Nacional de Viñales, declarado Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, y Ruiz Urquiola lo diseñó con el objetivo de repoblar de flora y fauna la zona mediante un vivero inteligente. Toda la biogranja sería también una estación ecológica y filogeográfica.

El mismo año en que abrió sus puertas El Infierno, el científico fue expulsado definitivamente del Centro de Investigaciones Marinas de la Universidad de La Habana. El motivo declarado: “fraude interinstitucional por el incumplimiento del plan de trabajo mientras Ruiz Urquiola cumplía una estancia laboral en Alemania”.

La postura contestataria e intransigente, y sus investigaciones enjuiciadoras, habrían condenado a Ruiz Urquiola. Con un argumento a todas luces obtuso se intentó disimular el ajuste de cuentas gubernamental. “La Seguridad del Estado necesita penalizar a las personas que tengan ese perfil. Un Ariel es muy peligroso, imagínate varios Ariel”, opina Oscar Casanella.

Fuera de la institucionalidad, el biólogo y su familia se consagraron al proyecto de la biogranja. “Desde que llegó ha hecho un trabajo increíble. Yo que nací en la Sierra no me atrevo a hacer todo eso. Sembró frutales, café, crio animales, y todo eso sin fuerza de trabajo”, comenta Yosvani Chávez, vecino de la Sierra del Infierno.

Ruiz Urquiola asumió unas tierras que llevaban veinte años sin que nadie las trabajara; un paraje silvestre, y lo convirtió en poco tiempo en un paraíso donde caballos y vacas se asoman a la casa sin puertas -literal- de su dueño y roban comida de la cocina, o lo que se les antoje. Gansos, patos, gallos y gallinas, ocas, guineos, viven sueltos y huyen revoloteando de quien camina por los alrededores. El tocororo, escurridiza ave nacional, se posa en las ramas del pinar que se eleva frente a la finca.

Hay sembrados allí 17 variedades de plátanos, kingrás morado y verde, naranja blanca y roja, naranja Valencia, frutabomba amarilla, caña balila, mamey, café caturra rojo y amarillo, café robusta, y variedades de caoba antillana junto a los frutales injertados.

Ruiz Urquiola, además, comenzó a combatir las ilegalidades y las violaciones ecológicas que se cometen en el parque nacional. Denunció la caza furtiva de aves y otras especies, así como el turismo salvaje. En un solo día, recogió 82 jaulas para cazar jutías. Pero nunca recibió respuesta ni ayuda de las autoridades, sino todo lo contrario.

Su activismo medioambiental puso en jaque a varios campesinos y a las instituciones de la zona. Entonces, la persecución al científico llegó hasta El Infierno. Antes, puercos asilvestrados de una finca colindante empezaron a invadir los límites de la biogranja, destrozaron los cultivos y contaminaron el agua de un arroyo natural. Un cazador de jutías lo amenazó con una escopeta cuando Ruiz Urquiola le salió al paso. Grupos de turistas robaron sus frutas. Cuatro vacas fueron asesinadas. Una yegua fue encontrada con cortes pronunciados en cada una de sus patas delanteras y con heridas sangrantes en el lomo. El Infierno quedó excluido del plan de electrificación de la Sierra y por eso aún hoy solo cuenta con un panel solar para abastecerse de energía.

En la mañana del 3 de mayo de 2018, Ruiz Urquiola trabajaba junto a su ayudante Joseilis Varela. Terminaban de apuntalar la cerca perimetral de la finca cuando dos oficiales del cuerpo de guardabosques del MININT llegaron para verificar los documentos que autorizaban dicha actividad y la tenencia de los instrumentos de trabajo.

Ruiz Urquiola les pidió que lo acompañaran a su casa para mostrarles los papeles en regla. En el camino discutieron. El biólogo increpó a los oficiales argumentando que, cuando él había denunciado ilegalidades, ellos nunca se presentaron en el lugar. Uno de los guardabosques se sacó el pene y comenzó a orinar en pleno altercado. Ruiz Urquiola se exaltó aún más y, mientras grababa un audio con su teléfono, les exigió que se identificaran. El científico utilizó el término “guardia rural” para referirse a los oficiales y estos se sintieron ofendidos. Previo a 1959, así se le llamaba a la policía represiva en los campos cubanos.

Sirilo Seara Carrasco y Alexander Blanco Calzadilla, los guardabosques, acusaron a Ruiz Urquiola de desacato a la autoridad. Ese mismo día, en la tarde, fue detenido y llevado a un calabozo de la unidad de la policía de Viñales. Luego de cinco días, durante los cuales estuvo privado de comunicación con su familia, le dijeron que lo sacarían de la celda para que se entrevistara con su abogado Amaury Delgado. Solo un par de horas después se celebraba un juicio sumario. “Sin bañarme, sin lavarme los dientes, me montan en una patrulla, esposado, y me llevan al tribunal”.

Antes de la vista oral, el abogado tampoco tuvo acceso al expediente del acusado. “Todo fue un espectáculo montado, sin pruebas, absurdo, surrealista”, asevera el biólogo Elier Fonseca, quien asistió al proceso. El 8 de mayo, Ariel Ruiz Urquiola, Doctor en Ciencias Biológicas, fue condenado por el Tribunal Municipal de Viñales a un año de privación de libertad por el delito de desacato a la autoridad. Fue recluido en la prisión provincial de Pinar del Río.

Cuando el caso trascendió las fronteras de la isla, Amnistía Internacional declaró a Ruiz Urquiola “prisionero de conciencia”. Heather Nauert, portavoz del Departamento de Estado norteamericano, expresó preocupación y exigió su liberación al gobierno de Cuba. Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos, se pronunció en términos similares. Al reclamo también se sumaron representantes de la Iglesia Católica nacional.. Un mes y algunos días después de su encarcelamiento, Ruiz Urquiola fue trasladado al campamento penal Cayo Largo, donde le negaron su derecho al trabajo.

Entonces, el 16 de junio, se declara en huelga de hambre y sed. Dos días después, en su cumpleaños 45, Omara recibe la llamada de otro preso y este lee por teléfono una nota de su hermano. Una de las frases escritas por el científico es “la liberación o el nirvana”. Ruiz Urquiola estará 16 días sin beber agua y sin comer. Lo sacarán del campamento y lo llevarán de vuelta a la prisión provincial de Pinar del Río, pero no a una de sus barracas colectivas, sino a una celda aislada, de castigo. Un calabozo inclemente, sin luz, sin agua, con ratas, y donde solo puede tenderse en posición diagonal.

Al sexto día de huelga, le pondrán las esposas y lo trasladarán a la sala K, cama 26, del Hospital Provincial Abel Santamaría de Pinar del Río. Allí le pondrán sueros de rehidratación y las enfermeras serán amables, pero los militares lo tentarán con el olor de los alimentos, lo amenazarán con un violento regreso a la prisión y le impedirán recibir visitas de familiares y amigos.

Ruiz Urquiola enfrentará todo con su única arma: la meditación vipassana. Y seguirá con su intransigente huelga. El 2 de julio de 2018, la Comisión de Aptitud para Regímenes Penitenciarios de la Comisión Médica Militar de Pinar del Río, adscrita a los servicios médicos del Ministerio del Interior, le otorgará una licencia extrapenal que, desde luego, no anula la condena, pero consiente su cumplimiento en libertad.

"Ese día -el 2 de julio- estaba buscando algo que mitigara el dolor”, recuerda un Ruiz Urquiola con la piel pegada a los huesos. Ha logrado salir de la prisión y su cabeza está rapada. Habla y tose mientras habla; por supuesto que se le ve débil después de 16 días sin ingerir alimentos ni beber agua. Pasa las horas en el cuarto de su hermana Omara, sobre un colchón que le han acomodado en el suelo. Cuando va a trasladarse se auxilia de un bastón porque aún no sostiene el equilibrio.

“Tenía un problema, a veces cojeaba. Nadie sabe por qué, fui a ver a ortopédicos, a fisiatras, pero nunca encontraron ninguna dificultad. Me dolía la cadera y me di fisioterapia, electroterapia, pero no mejoré”, dice el biólogo, que antes de eso, en Cuba, en Alemania, luego de cada jornada laboral, salía a correr 10 kilómetros.

Hace cuatro años, buscando en internet, encontró la meditación vipassana. “La definían como una técnica para disminuir el sufrimiento y que no costaba nada aprenderla”. En Alemania, Ruiz Urquiola y su primo Armando, los mismos que de chicos atravesaban juntos los pinares de Mantua para recolectar especies botánicas, se inscribieron en un curso para aprender esa técnica. Cuando llegaron allí, les explicaron que duraría diez días, que en ese tiempo no podrían hablar absolutamente nada con nadie, que el curso era una especie de claustro, que solo en momentos determinados tendrían alguna interacción con el maestro.

También les advirtieron que solo comerían alimentos ligeros, comidas a las que la mayoría de las personas no están adaptadas, y que en condiciones normales aquello sería pasar hambre. Solo vegetales, frutas y líquidos, nada de carnes y quesos. “El curso se basa en concentrarse en el ritmo respiratorio. Es 24 horas por 24 horas. Los primeros tres días te ponen una grabación de un gran meditador y al principio te distraes en tu propio pensamiento; la mente comienza a irse hacia cualquier sitio; es un proceso de abstracción total durante el cual te vienen imágenes de cuando eras niño, imágenes más sentidas, menos sentidas”, explica Ariel.

Y enseña la postura de meditación: se sienta, cruza los pies y los abre en posición de mariposa, se yergue, coloca el cuerpo lo más recto posible, sobre un mismo eje, relaja la pelvis y mira hacia el frente. “Mucha gente abandona el curso. En mi cubículo éramos cuatro personas y se fueron tres. Solo se duerme de 11:00 pm a 5:00 am, el resto del tiempo es meditando en un salón donde todos los alumnos están sobre esteras. Al mediodía puedes caminar por un bosque, encuentras gente, pero no puedes hablar con ellos”.

Al quinto día del curso, Ruiz Urquiola entró en una crisis de sensibilidad. Explotó. Las sensaciones fueron tan fuertes que desataron en el biólogo un llanto incontrolable. “Lloraba y lloraba sin parar, no tenía ninguna imagen en la cabeza, rompí la meditación, el equilibrio”. La profesora se acercó entonces al científico e hizo una pregunta: “¿De qué país eres?”. “Cuba”, respondió él. “A partir de hoy vas a recibir una ración extra de comida”, dijo ella.

El último día del curso, los alumnos sobrevivientes se reunieron y compartieron sus experiencias. Durante la sesión, la profesora se acercó a Ruiz Urquiola y le presentó a una muchacha judía. Le comentó que ella había enfrentado los mismos padecimientos a partir del quinto día. La profesora explicó: “Hay personas que, debido a su procedencia, llegan aquí con un historial de sufrimiento mucho más grave que el de otros, que vienen por desamor, por rechazo, los conflictos más comunes en Alemania”. Ruiz Urquiola se dirigió luego a su compañera: “¿Qué te preguntó cuándo te vio llorando?”. “¿De qué país eres?”, respondió la chica de Israel.

Los regresos son siempre angustiosos. El retorno es siempre un reto porque es preciso asumirlo sabiendo que ya nada será igual. Quizá por ello, Ruiz Urquiola esté algo nervioso, como en suspenso. Sus ademanes tal vez no sean los acostumbrados.

Después del calvario de los últimos meses, el biólogo regresa a Viñales. Vamos en el asiento trasero de un taxi amarillo, junto a su hermana Omara. Delante, nos acompaña su madre, Isabel. Salimos de La Habana, donde Ruiz Urquiola estuvo recuperándose tras su liberación, y ahora volamos sobre la carretera. Durante un rato, reina el silencio. Los Urquiola parecen viajar al pasado.

La madre se consagró a sus dos hijos. En 1980 se divorció del padre, el oficial Ruiz Matoses, y decidió no ponerles jamás un padrastro a los muchachos. “Mi hermano era un niño muy demandante de tiempo. No era un niño que parqueabas delante del televisor y resolvías el asunto”, me contó alguna vez Omara.

Sin embargo, Ruiz Urquiola asumió pronto la responsabilidad de ser el eje de la familia. Siendo un adolescente, se convirtió en el hombre de casa. Fue albañil, plomero, carpintero, hizo viajes interprovinciales, en un mismo día, para matar animales en la finca de su abuelo y regresar a casa con algo de comida. Por su parte, Isabel alternó la docencia con el fogón. Tuvo que hacer dulces y croquetas para vender en la calle; también tuvo que coser y limpiar casas ajenas.

El ambientalista perdió un año de universidad. En los 90 las cosas no iban bien y abandonó la carrera de Biología para ganar un sueldo y ayudar a su madre y a su hermana. Trabajó durante un año en el Zoológico Nacional. Pasado ese tiempo, una profesora lo fue a buscar para que continuara sus estudios. Le había resuelto una beca. “Somos una tríada, un triángulo, y mi hermano se siente responsable por nosotras dos”, confiesa Omara.

El taxista rompe el silencio. Dice que es pinareño y que justo la semana pasada estuvo en Viñales. Va muy a menudo a cazar pájaros: “Negritos sobre todo”. Ruiz Urquiola, con el rostro transfigurado, contesta: “Mira, ese pájaro que tú llamas negrito es el Melopyrrha nigra, y es nativo de Cuba y de Gran Caimán. Tengo una finca, y si te veo cazando, te saco a palos de allí”. Luego sonríe. El biólogo va junto a una ventanilla. Mira el paisaje y parece no reparar en un enorme cartel propagandístico: Eficientes y comprometidos.

De pronto, Ruiz Urquiola explica: “Ésas son palmas barrigonas, donde único las hay en el mundo es en el occidente de Cuba, pero han cortado las más gordas para hacer muebles y vasijas de agua, por eso las únicas que quedan son esas flaquitas. Una barbaridad lo que han hecho”. Unidad y Victoria, se lee en otra valla a un lado de la carretera.

El científico se dirige al taxista: “Sabes, el negrito no es el pájaro más bonito en el Valle de Viñales. Allá arriba, en mi finca, hay uno que me encanta, el arriero, y el totí, que es negro igual y se llama Ptiloxena atroviolacea, es un gran pájaro, pero los cubanos lo discriminan, es endémico de aquí”. Patria o Muerte, Venceremos, la consigna más enigmática de Fidel Castro, se lee en otra valla.

Junto a la carretera hay árboles caídos, con las raíces afuera. Ariel Ruiz Urquiola, Doctor en Ciencias Biológicas, comenta: “Esos árboles son tecas. Se ve que estaban taladrados por el comején; por aquí pasó un rabo de nube”.

Abraham Jiménez
El Estornudo, 25 de julio de 2018.

Video: Primeras imágenes del regreso del científico cubano Ariel Ruiz Urquiola a la Sierra del Infierno, en Viñales, Pinar del Río. Luego de 17 días de huelga de hambre y sed en prisión, donde estuvo por un supuesto "delito de desacato", la revista El Estornudo lo acompañó al lugar donde tiene su proyecto agroecológico.

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