Actualmente, vivimos cierta celebración banalizadora de los aportes de Fernando Ortiz sobre la cubanidad, que pretende, con un entusiasmo digno de mejor causa, convertir ese concepto en lo que nunca fue: una representación de la nación esencializada culturalmente y marcada políticamente.
En algunas apropiaciones primitivas, Ortiz aparece casi como precursor del “socialismo marxista patriótico” actual.
Si bien el sabio no rehusaría versiones del patriotismo ni del socialismo, hizo el trabajo intelectual cubano más asombroso de todo el siglo XX para producir una noción de cubanidad muy compleja, tanto desde el punto de vista intelectual como político.
La idea de “cubanidad” no nació con los guanajatabeyes ni fue tema de debate entre los taínos. Los símbolos nacionales que hizo suyos el patriotismo cubano en el XIX fueron el tricolor, el Himno de Bayamo y las medallitas de la Caridad del Cobre, pero los mambises no marcharon a degüello al grito de “Viva la Cubanidad”.
La elaboración de este concepto corresponde a un periodo específico –los 1930–, y a un proceso determinado por actores y agendas singulares en disputa por el control ideológico del campo político cubano en las condiciones de la modernización del Estado y la sociedad insulares tras la revolución del 30.
En las primeras décadas del siglo XX latinoamericano, las revoluciones “de 1911”, como les llamó Ángel Rama a la mexicana y la uruguaya, produjeron un cambio en la comprensión sobre el nacionalismo. Las demandas promovidas por esas conmociones –educación popular, nacionalismo, asentar al Estado sobre una mayor base social, la crítica contra la corrupción y las exigencias de redistribución de riqueza– significaron la mayor réplica democrática frente a la concepción elitista de los “ilustrados” de la modernización.
Los relatos nacionalistas habían explicado tradicionalmente los procesos de construcción de ciudadanía desde el a priori de la virtud “intrínseca” del Estado nación para servirles de cauce, y construían una relación necesaria entre nacionalización y democratización. Para los 1930 la crisis de ese relato era terminal, y carecía de poder simbólico para reformular una nueva hegemonía política sobre la nación.
La propuesta central del nuevo nacionalismo sería la inclusión de la cuestión social y de los sujetos culturales preteridos históricamente por el discurso nacional, como los indígenas y los negros. La idea traducía a la política la concepción del pueblo-nación, en la que éste representa el interés común frente a los intereses particulares, el bien común frente al privilegio. En los años 1930, ese discurso quedó recogido bajo la cobertura ideológica de conceptos del tipo “argentinidad”, “mexicanidad”, “ecuatorianidad” o “cubanidad”.
En Cuba, la metáfora tuvo que bregar para asentarse como nombre de lo nacional.
A la altura de 1940, Orestes Ferrara podía preguntarse: “¿Por qué nosotros hemos inventado esto de cubanidad?” Alberto Lamar Schweyer en uno de los libros más polémicos del período, aseguró en 1929 que la cubanidad era una “fuerza espiritual”.
Así entendida, debía ser “aquello que siendo en cada caso una forma de pensar individual, se repite en todos los ciudadanos constituyendo ese estado de ánimo colectivo, seguro de reaccionar siempre frente a determinados problemas, en una forma igual y precisa.” Lamar necesitaba la “cubanidad” así concebida por los objetivos de su discurso: si no existía ese estado de armonía, no existía entonces la cubanidad, por ende, no existía el patriotismo.
Rafael Soto Paz (periodista y escritor cubano, autor entre otros libros, de una antología de periodistas cubanos publicada en 1943) calificó de “cubanidad negativa” el proyecto blanco, esclavista y aristocrático de la sacarocracia cubana, dizque fundador de la nación. Era una manera de decir que la cubanidad había sido un proyecto inexistente en la realidad para los negros cubanos.
Para Soto Paz, figuras como José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y Domingo del Monte eran tres arquetipos de “falsa cubanidad”. Al ser propietarios de esclavos fueron al mismo tiempo enemigos del abolicionismo, ultraconservadores, y así “negadores de la capacidad del cubano para gobernarse, y sobre todas las cosas, condenadores persistentes de todos los movimientos organizados en pro de la independencia de Cuba”.
Discursos como los de Lamar Schweyer o Soto Paz no fueron mayoritarios. Diversas elaboraciones trataron con más “éxito” de darle forma propia al término en un proceso de disputa cultural e ideológica. No era un debate solo “intelectual”: definir la cubanidad significaba asignar lugares sociales y roles políticos a respectivos actores nacionales.
En la década de 1930 pueden identificarse varios proyectos diferentes de nacionalidad cubana elaborados por respectivos actores cubanos:
1) la “raza” cubana como parte de “la raza americana”;
2) la “raza” negra como “nacionalidad oprimida”;
3) la nación cubana como “conglomerado étnico”, y
4) la “cubanidad” como resultado de la fusión “afrocubana”.
Todas estas versiones soportaban distintas acepciones de “pueblo”, y comprendían diversas maneras de integrarlo y de delimitar los alcances de la inclusión.
La tesis de la “raza americana” era propuesta por los gobiernos de las “21 repúblicas americanas”. Respondía a la posición de la región ante la guerra mundial, al nuevo liderazgo de los EE.UU., al proyecto de “pacificación” de las relaciones de América latina con España, propiciaba su diferenciación de otras “razas”, y se distanciaba del uso racial del fascismo.
En esa década, este nacionalismo americanista se producía en Cuba en imágenes como “el blanco (pobre) y el negrito”, de razas separadas, pero fraternales entre sí y era estimulado por las celebraciones oficiales del “día de la raza”.
La “raza cubana” tendría las ventajas de su “autoctonía”: podría dejar atrás lo peor de la herencia española, cuyos vicios aún no habían sido vencidos por el “esfuerzo que han realizado los hombres de la República” y también podía combatir el “snobismo yanquizante”.
Con el poder renovador de la raza cubana como “escudo” se podría al fin abandonar la dependencia espiritual cubana, otrora de la metrópoli española, ahora de Washington, y romper con la tara nacional de esperar siempre el advenimiento del hombre providencial, o la emergencia de algún suceso extranjero que llenase de oro el país.
El poder de la nueva raza haría valorar el “esfuerzo interior” que organizaría de “manera sólida la cubanidad”. El uso de la noción de “raza americana” se complicaría del todo con la rebelión fascista de Francisco Franco tras 1936 contra la segunda república española.
La tesis de la raza negra como “nacionalidad oprimida” fue defendida por el primer Partido Comunista cubano en la primera mitad de los 1930. Respondía a una política del Comintern o Komintern, abreviatura en ruso de la Internacional Socialista. La noción de nacionalidad “separada” justificaba crear la “faja negra de Oriente”.
Según esta opinión, “las masas negras tenían un carácter de minoría nacional”. Si estas masas constituían en Cuba más del 20 por ciento de su población total, en la zona negra de Oriente (La Maya, Caney, Cobre, Guantánamo, Palma Soriano, Baracoa, Santiago de Cuba, y parte de Bayamo), más del 50 por ciento de la población era negra, y ocupaba un territorio continuado, una economía propia, un lenguaje común y una cultura unitaria.
Desde esa posición, Martín Castellanos estableció que la opresión del negro no se debía a factores culturales o biológicos, sino estrictamente clasistas. La diferencia se localizaba entre explotadores y explotados, no entre blancos y negros. El enfoque de clase desestimaba el recurso de la “guerra de razas” como solución al problema negro, pero defendía su segregación estratégica.
Un objetivo de los autores de la tesis de la nacionalidad negra era mantener la cultura negra fijada a la conciencia de clase, para con ella mantener abierta la lucha, sin permitir la “neutralización” de su radicalidad, como sucedería, en su opinión, en caso de asimilación o de mezcla “indigna” con la cultura “blanca dominante”. Para dicho enfoque, la cultura negra podía corromperse también en manos de negros sin conciencia de clase. Compartían, por ejemplo, que el blues y el jazz habían “rodado por el mundo de manera indigna, arrastrándose por todos los antros, pasando de mano en mano, alcoholizados y prostituidos, vendiendo su alma y su cuerpo por dinero”, a diferencia del spirituals negro songs, que conservaba la “pureza” del dolor y la lucha del negro.
Para la tercera de la tesis sobre la nacionalidad cubana mencionadas, que la entendía como “conglomerado étnico”, la causa del negro era la causa de la nacionalidad. Este punto de vista criticaba el “afrocubanismo”.
La geografía, la economía, la historia y la cultura habrían forjado “un tipo cubano” que no respondía ni al África ni a España. Para Alberto Arredondo, “responde a Cuba, a una nueva realidad tiempo-espacial.”
Al hablar de la “nacionalidad”, al decirse “cubano”, se hablaba a la vez del blanco y del negro. El resultado era un producto mezclado, pero no indiferenciadamente “mestizo”.
Con este enfoque, cuestionaban las comparsas (recuperadas en 1937, después de estar prohibidas desde la década de los 1910) como una “tradición inventada” –tomo prestado el concepto de Hobsbawm–, que respondía a las necesidades del presente cubano, y no a las “purezas” de un pasado africano. Por lo mismo, impugnaban la “despolitización” de la llamada “poesía negra”, que celebraba un espacio de vida para el negro en el que éste no deseaba vivir y que de hecho luchaba por dejar atrás.
Para esta mirada, el “afrocubanismo” se saltaba el trayecto republicano del negro, obviaba que eran sujetos contemporáneos, no “ancestrales”, y “abducía” a los negros desde el pasado colonial para soltarlos, como máquina del tiempo, en los 1930 con “su cultura” lista para ser “redescubierta”. Esta visión afirmaba una novedad radical en la fecha: no había que “incorporar” al negro a la nación, porque este se encontraba allí desde su mismo origen.
Julio César Guanche
On Cuba Magazine, 3 de mayo de 2018.Caricatura de Conrado Massaguer, 1923. Tomada de On Cuba.
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