Fue en julio y en 1998 cuando un taxista mexicano nos preguntó a Sara y a mi: “¿Cubanos de Cuba o de Miami?”, como si existiera un país dividido -al igual que Alemania después de la Segunda Guerra Mundial- o dos naciones que se habían apropiado de un mismo nombre. Luego de saber la procedencia, el hombre se empeñó en ganarse nuestros dólares, y al tiempo que se mostraba solícito en llevarnos a los Jardines de Xochimilco, las pirámides y los mercados de artesanía del Distrito Federal, alababa los logros de la medicina en la Isla.
“Esta enfermedad, la curan en Cuba gratis”, nos dijo mientras nos mostraba un brazo y se viraba para que pudiéramos ver mejor las manchas de su cuello y cara. A partir de ese momento, supimos que nuestra conversación marcharía cuesta arriba, con dificultad creciente, si hablábamos de política. Alguien que padece de vitiligo no es fácil de convencer. Sobre todo, si en algún momento le han hecho una promesa de tratamiento gratuito -así nos dijo-, en caso de lograr las conexiones necesarias para emprender el viaje a la Isla.
De nada sirvió explicarle que la medicina para extranjeros en La Habana había que pagarla con esos mismos dólares -muchos, muchos más- que se empeñaba en ganar aquella mañana y otras con turistas como nosotros, que salvo por razones políticas -no existentes entonces y tampoco ahora- los mexicanos de a pie quedaban fuera de la caridad castrista hacia los enfermos latinoamericanos, que los cubanos residentes en la única Cuba que en realidad existe geográfica y políticamente pasan mil trabajos para encontrar cualquier medicamento. Ningún argumento tenía la fuerza necesaria para apartarlo de la esperanza. Aquel chofer debe seguir esperando todavía.
Miles de latinoamericanos han sido atendidos por médicos cubanos. Las cifras son impresionantes. No es fácil rebatir ese esfuerzo. Y, sin embargo, la existencia de una causa justa no le resta un ápice a un objetivo primordial de la campaña: el interés del gobierno por mantenerse en el poder. Si antes el “internacionalismo proletario” se manifestó a través de la lucha armada y la guerrilla, ahora el frente internacional se ha convertido en una fuente de prestigio, influencia y divisas.
Al tiempo que los servicios médicos en el exterior es una de las principales fuentes de ingreso monetario, en buena medida se mantiene la leyenda de los facultativos cubanos dispuestos a ir a cualquier lado y atender a cualquiera. Es posible que la ingenuidad del taxista mexicano se haya reducido con los años, pero aún abundan los que defienden los “logros” de la salud pública en la Isla.
El sacrificio de miles de cubanos -en muchas ocasiones brindando asistencia médica en condiciones difíciles- contribuye al mantenimiento de un gobierno dictatorial.
No se trata de atacar o criticar la labor de los médicos, lo cual sería injusto. Cualquier alivio del dolor y toda cura de un padecimiento son meritorios en sí mismos. Pero hay dos males mayores que este esfuerzo dilata: la permanencia de un gobierno que suprime las libertades individuales y el encubrimiento de la ineficiencia de varios gobiernos latinoamericanos, especialmente el de Venezuela, para resolver sus problemas.
La práctica médica cubana en el exterior, beneficiosa para miles de ciudadanos de otros países, también contribuye al reforzamiento de un gobierno perjudicial para millones de habitantes en la Isla.
Es parte de la lógica de un sistema, que para perpetuarse necesita tanto un objetivo internacional como un enemigo externo: un modelo que se repite en diferentes escenarios (y con diversos medios, tanto pacíficos como violentos) y que siempre se empeña en subordinar el destino nacional a un factor extranjero.
Alejandro Armengol
Cubaencuentro, 23 de noviembre de 2018.Foto: Tomada de Cubaencuentro.
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