jueves, 10 de enero de 2019

Nostalgia por la República



La República de Cuba fue hecha trizas el 1 de enero de 1959, hace ahora sesenta años.

Nadie lloró por ella, unos estaban ocupados haciendo las maletas, y otros, rompiendo parquímetros. En los meses y años siguientes, las instituciones de la República que la dictadura de Fulgencio Batista no había destruido ya, fueron meticulosamente destruidas por la Revolución; la Constitución de 1940 nunca fue restaurada, el Congreso nunca volvió a sesionar en el Capitolio de La Habana ni en ningún otro auditorio, el Habana Hilton cambió de nombre, los periódicos desaparecieron uno tras otro, Celia Cruz y Olga Guillot se fueron del país, y Lezama y Virgilio se murieron en vida los dos.

El más grande monumento republicano, La Habana misma, fue arrasada, sometida a un castigo ejemplarizante, como si la ciudad, sus gloriosos edificios, Centro Habana, el Cerro, las mansiones del Vedado y de Quinta Avenida, los parques, las estatuas y las fuentes, hubieran sido cómplices de Ventura y Carratalá. Sobre La Habana burguesa la Revolución construyó… nada, con alevosía, y La Habana se fue derrumbando lentamente bajo el peso de ese desprecio.

Si la República burguesa había sido violenta y cruel, aunque elegante, la Revolución fue violenta, cruel y chea, de una chealdad tan pegajosa, tan enconada, que no había nada en Cuba que, aunque naciera noblemente, no terminara a la larga siendo feo y pobre, Alamar, Coppelia, el parque Lenin, el concurso Adolfo Guzmán, las películas del ICAIC, las ediciones de Letras Cubanas y Arte y Literatura, los hospitales y las escuelas construidos de una punta a otra del arco de la isla.

La República fue denunciada y vilipendiada, fue llamada pseudo república, república neocolonial, su aniversario fue cancelado, las estatuas de sus feroces presidentes fueron arrancadas de sus pedestales. Fidel, que había sido un estereotipo republicano en cada uno de sus personajes juveniles, pequeño gánster universitario, abogado pico de oro, romántico revolucionario, prisionero político, dedicó su considerable talento, ya convertido en dictador comunista, a eliminar hasta el último resto de la República, los bares y cabarets de La Habana, las profesiones y los sindicatos independientes, los colegios religiosos, CMQ, la Navidad. Cuando murió, quizás pensó Fidel que la República, finalmente, moría con él, que el último monumento de la República que quedaba por tumbar era él mismo. Debe haber muerto feliz.

Pero la República no había muerto, solo sus instituciones, su edificio político, había sido derribado. La República que Fidel quiso borrar de la memoria de los cubanos había ido recuperando su reputación hasta el punto de llegar a parecer, en contraste con las ruinas de la Revolución, una Edad de Oro. Fidel quizás no lo vio desde su lecho de muerte, pero la República, su simbología, su gramática, había reaparecido por todas partes, se había escapado de los reductos en los que había a duras penas sobrevivido durante décadas, la Discoteca del Ayer de Radio Progreso, el Museo de Bellas Artes, el reconcomio de los viejos.

A medida que Fidel y su revolución se desvanecían, la memoria de la República se volvía más vívida y atractiva, aunque, contradictoriamente, quedaran cada vez menos cubanos que se hubieran asomado alguna vez a las vidrieras de San Rafael, Galiano y Neptuno antes de que se quedaran vacías, hubieran visto El show de Pototo y Filomeno en televisión y no en Youtube, hubieran comprado un billete de la Lotería Nacional, o hubieran escuchado a Chibás dando su fatídico aldabonazo.

Nostalgia republicana hay en cada nota del Buenavista Social Club y en los videos de Leoni Torres. En el culto de Lezama y Orígenes y en las incontables ponencias presentadas en LASA sobre el teatro, la poesía, la vida o las aventuras sexuales de Virgilio Piñera. En los Buicks y Chevrolets que circulan por Cuba y por las grandes avenidas de Instagram. En los nuevos hoteles de La Habana, el Saratoga, el Manzana Kempinski, el Packard, y en cada restaurante o bar dedicado no a servir comida cubana o internacional, o daiquirís y mojitos hemingwayanos, sino 1957. En la columna dominical de Ciro Bianchi en Juventud Rebelde, en el avispado costumbrismo de Vivir del Cuento, y en las visitas guiadas al restaurado Capitolio. En Miami, por supuesto, una ciudad construida con recuerdos y pastelitos de guayaba.

Nadie hubiera podido predecir que la nostalgia por la República terminaría por contaminar a los mismos gobernantes de Cuba, los sucesores de Fidel. La nueva Constitución de Raúl Castro, que será sometida a un supuesto referendo en febrero de 2019, recupera, inesperadamente, las figuras del Presidente de la República, el Primer Ministro y el Gobernador provincial, y aunque no crea alcaldes, quizás porque San Nicolás del Peladero arruinó para siempre el prestigio de ese título, crea Intendentes, que viene siendo lo mismo. La Asamblea Nacional sigue llamándose así, a la francesa, y no Congreso, a la americana, pero Raúl ha dispuesto que su sede sea de nuevo el resplandeciente Capitolio, con el inconveniente de que Cuba tiene, con solo 11 millones de habitantes, más diputados que la Assemblée Nationale de Francia, un país de 67 millones, y habría que recortar severamente la corte de Esteban Lazo para que quepa en el hemiciclo de la antigua Cámara de Representantes, que solo tiene 169 curules.

Más notable aún es el comportamiento del todavía llamado Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Miguel Díaz-Canel, que anda por el mundo como si fuera Emmanuel Macron. Díaz-Canel, en unas pocas semanas vertiginosas, ha visitado la sede de Google en Nueva York, ha charlado con Robert de Niro sobre Taxi Driver y El Padrino, ha tomado té en Londres con el Príncipe de Gales, ha presenciado la toma de posesión del nuevo Presidente de México, se ha declarado a favor del matrimonio homosexual y ha sido ovacionado en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana por su decisión de derogar un decreto de su propio gobierno, lo nunca visto, aunque el decreto en cuestión fuera sobre el número de mesas permitidas en restaurantes privados y, no el maléfico Decreto 349 que institucionaliza la censura en Cuba.

A todos los lugares a los que ha ido lo ha acompañado Lis Cuesta, su esposa, que actúa y es tratada como Primera Dama de la República, aunque Granma, ese último bastión virulentamente antirrepublicano, todavía no sepa cómo referirse a ella. No sería extraño que cuando el antiguo Palacio Presidencial termine de ser reparado, Díaz-Canel, presumiblemente ungido ya como Presidente de la República, se instale en él, aunque lo comparta, porque hay que salvar las apariencias, con el Museo de la Revolución. Sería muy justo que la República y la Revolución terminaran viviendo agregadas en la Habana Vieja.

En buena medida, los culpables de esta resurrección republicana son los turistas, que cuando van a Cuba no se tiran fotos en la piscina gigante de Alamar, o junto a la Sala Polivalente Kid Chocolate, sino en la escalinata de la Universidad, en la Bodeguita del Medio, en La Vigía, en las rocosas calles de Centro Habana, o manejando un Chevy Deluxe de 1952 a lo largo y ancho del Malecón. O, fuera de La Habana, en las melancólicas ciudades coloniales, Trinidad, Cienfuegos, Camagüey.

Lo que los extranjeros ven mejor, más claramente en Cuba, no es lo que la Revolución construyó, sino lo que la sobrevivió. La narrativa comercial que impuso el turismo mundial a Cuba, cuando Fidel dejó que los turistas extranjeros se asomaran a la isla, no fue la de un país en pleno goce de su atormentada normalidad, sino la de un parque temático de los 50, no la patria de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, de Tomás Gutiérrez Alea y Fernando Pérez, de Reina María Rodríguez y Ángel Escobar, no el país absurdo de la libreta de abastecimiento, los cubos de agua, la cocina de luz brillante y Villa Marista, sino el set de la segunda parte de El Padrino.

La Revolución, en esa narrativa, era necesariamente una aberración, la brusca interrupción de la sociedad y la cultura de la República, un oscuro capítulo jacobino, Ernesto Guevara nuestro Saint-Just, Fidel nuestro Robespierre, entre el gentil pasado republicano y la inevitable restauración capitalista. Si en China, otro reducto comunista abierto al turismo mundial, los visitantes son dirigidos a admirar tanto los monumentos clásicos como la exuberante modernidad de Beijing, Shanghai o Chongqing, en Cuba no hay casi nada moderno que admirar, la Cabaña, el Capitolio, el Habana Libre y el Focsa son todavía los edificios más notables de La Habana, y fuera de La Habana, quizás solo se puedan contar el Morro de Santiago y la carretera de La Farola en Guantánamo, el primero construido en el siglo XVII, la segunda, terminada en 1964, cuando todavía no había sido siquiera creado Granma para celebrar los triunfos de la ingeniería nacional.

Pero la resurrección republicana no puede ser achacada solo a extranjeros. En la República, en lo que recuerdan o imaginan que la República fue, se refugian muchos cubanos avergonzados de la miseria, la suciedad y el caos de la post revolución. El Capitolio, un metro más alto, un metro más largo, un metro más ancho que el de Washington, da al menos algo que mirar a los habitantes de las inmundas cuarterías que lo rodean, que no tendrán agua, o leche, o paracetamol, pero tienen la misma vista que los huéspedes del hotel Saratoga. En Sindo Garay y María Teresa Vera, en Benny Moré y Ernesto Lecuona, hay un antídoto contra los brutales reguetones, para aquellos que piensen que una canción como El palón divino y sus secuelas Mi palón divino 2, Palón divino 3 y El palón intencional anuncian el fin de los tiempos, son los himnos del Armagedón.

En el P-11, yendo de Alamar al Vedado todos los días, un pasajero que no esté completamente atontado por su infortunio, quizás se distrae admirando la ciudad por debajo del sobaco encendido de otro pasajero, como la vería un turista, el Morro, el Túnel de la Bahía, el Prado, el Parque de la Fraternidad, la Iglesia de Reina, la Avenida de Carlos III, el Monumento a José Miguel Gómez, la Avenida de los Presidentes, y quizás le parezca menos humillante, una desgracia no tan grande, ser cubano. No sería lo mismo para el pasajero del P-6, subiendo por Belascoaín hacia Cuatro Caminos, y de ahí a La Víbora, Dante tropical cruzando círculos concéntricos de miseria, cada uno más aterrador.

Jóvenes historiadores revisan la Constitución de 1940 en busca de pruebas de que Cuba no es un caso perdido, de que es posible dar al país democracia, justicia, prosperidad, y no solo órdenes. En la columna de Ciro Bianchi los lectores de Juventud Rebelde reciben noticias de un país que, aunque fuera crónicamente violento y desigual, era al menos sumamente entretenido, pasaban infinidad de cosas, había escándalos de sexo y de dinero, políticos venales que subían al poder y caían estrepitosamente, millonarios que construían mansiones y bandidos que las saqueaban, estudiantes revoltosos y sindicatos revolucionarios, poetas que morían de amor y mujeres y hombres que merecían que un poeta muriera de amor por ellos, no como en esta Cuba mustia, fatalmente aburrida de 2018, en la que no pasa nada nada nada nada.

Cada domingo, en la columna de Bianchi aparece el retrato de una sociedad dinámica, plural, creativa, fértil, cuya obra más grande, la más ambiciosa, la más avanzada, no fue un mero túnel por debajo del mar, ni un puente, ni un capitolio, ni una universidad, ni una novela, fue la revolución misma, aunque después de hacerla, se le echara a perder, se convirtiera en algo en que nadie, ni siquiera Fidel, quiso que se convirtiera.

La nostalgia por la República, por sus símbolos, por sus modos, es, profundamente reaccionaria, en lo estético, en lo ideológico. Se puede llegar a olvidar que la Revolución no fue un accidente, aunque no fuera inevitable, que los cincuenta y siete años de la República, sus crímenes, sus injusticias, la incompletitud y fracaso de su proyecto nacional, explican no solo el 1 de enero de 1959, sino todo lo que vino después, incluyendo este agónico momento en que Cuba, no sabiendo a dónde mirar, y no viendo nada delante, tiene la tentación, poderosa, de mirar al pasado. La nostalgia por la sociedad prerrevolucionaria impide encontrar la ruta de Cuba en nuevos movimientos e ideas, en los más radicales y sorprendentes, en lo político y en lo estético.

El mismo Lezama, si estuviera vivo, no sería lezamiano, y Virgilio les entraría a zapatazos, con el tacón de Flora, a todos los que escriben ponencia tras ponencia sobre él. Celia Cruz, de esta Cuba de hoy, se habría ido también. No es probable que cantara El palón divino con Chocolate, pero seguro que habría cantado con Gente de Zona y hasta con el Chacal. Mella y Guiteras estarían organizando una revolución, no yendo a reuniones. Ninguno de ellos tendría tiempo para la nostalgia, esa enfermedad, esa parálisis de la ambición.

La República que hay que añorar no fue la que hace sesenta años fue abandonada a su suerte, después de haberla esquilmado y desangrado, por Fulgencio Batista. La que hay que añorar es la República dura, peligrosa, fea, inevitablemente pobre, pero libre, y quizás no tan injusta, que podría salir, si los cubanos todavía tienen un poco de suerte, de esta prolongada pausa en la historia de la isla. El Capitolio siempre estará ahí, para que los turistas le tiren fotos, que de eso van a vivir los cubanos, no tienen de qué más. Pero a la República hay que enterrarla para siempre, con Fidel, ese sería un buen castigo para los dos.

Juan Orlando Pérez
El Estornudo, 12 de diciembre de 2018.
Foto: Tomada de El Capitolio Nacional y las futuras generaciones.

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