Fidel Castro abrió la conversación con lo que más se hablaba en aquel momento en La Habana, la prohibición de las revistas soviéticas Novedades de Moscú y Sputnik. De manera tajante me dijo: “Hemos tenido que terminar su circulación. Durante años distribuimos millones y difundimos sus ideas como verdades, pero su contenido actual equivaldría a que el Vaticano sacara un nuevo catecismo donde afirmara que Jesús y la Virgen nunca existieron y que todo ha sido una mentira. No podemos cuestionar nuestras verdades, porque se nos cae el sistema”.
Era agosto de 1989. El llamado “socialismo real” o “comunismo” empezaba a agonizar en Europa y Asia. Aunque la intención fuera otra, la comparación de esa agonía con el final de un sistema de creencias religiosas no pudo ser más elocuente. El enojo de Castro lo provocó un artículo de Vladimir Orlov en cual sostenía que el socialismo cubano era una copia del soviético que “negaba totalmente la economía de mercado y el pluripartidismo” y mantenía al “Estado militarizado para defender a la élite partidaria estatal, no sólo de la contrarrevolución externa, sino también de la interna”.
Se burlaba de que Fidel llamara a defender ese socialismo hasta la última gota de sangre. Había razones para el enojo, pero impedir el debate con ideas que venían de la meca del socialismo era miedo de Castro a perder el debate y el control sobre los cubanos. Obviamente, la utopía cubana también podía morir. Era fácil acusar de traidor y de agente de la CIA a un disidente cubano o a un crítico de la izquierda latinoamericana, pero eso no se le podía decir a los soviéticos que durante cuarenta años le habían dado a Cuba el desayuno, el almuerzo y la cena.
El filósofo británico John Gray, en su libro Misa negra, sostiene que todas las corrientes políticas, incluido el liberalismo, tienen pretensiones utópicas religiosas, son proyectos que ambicionan ser globales y llegar hasta el fin de los tiempos. Los misioneros armados estadounidenses que invadieron Irak para llevar la democracia y las bombas evangelizadoras que lanzaron franceses y británicos sobre Libia son ejemplos de liberalismo religioso.
Ahora nos asusta el califato universal que moviliza al radicalismo islámico, pero el paradigma del comunismo científico mundial que propugnaba el marxismo-leninismo partía de la misma pretensión. Hace algunos años Raúl Castro, en un congreso del Partido Comunista de Cuba, pronosticaba que un día Estados Unidos sería gobernado por los comunistas.
Para Bertrand Russell “el bolchevismo entendido como fenómeno social no ha de ser considerado un movimiento político corriente, sino una religión”. Gray establece que “la idea misma de la revolución entendida como un acontecimiento transformador de la historia es deudora de la religión. Los movimientos revolucionarios modernos son una continuación de la religión por otros medios”. Mis propios orígenes como revolucionario a inicios de los años 70 partieron del catolicismo y puedo dar fe de que la militancia era una especie de apostolado, tal como me lo dijo Ignacio Ellacuría, sacerdote jesuita asesinado por los militares en 1989, durante la guerra civil en El Salvador.
Es común escuchar juicios idealistas sobre los revolucionarios pensando que éramos la solución, cuando solamente éramos el síntoma de sociedades enfermas de autoritarismo. Una sociedad puede tener la rebelión en su cultura política, pero esto no le asigna a los alzados calidad de solución. Los movimientos revolucionarios latinoamericanos fueron construcciones sociopolíticas, caóticas, fragmentadas y primitivas que competían entre ellas por cuál grupo tenía la verdad. Si bien surgían por causas justificadas, eran proclives al fanatismo ideológico, al revanchismo, al resentimiento social y a la manipulación por intereses externos. Admitían en sus filas a mucha gente noble e idealista, pero también recibieron aventureros, megalómanos, oportunistas y hasta sociópatas que disfrutaban de la violencia.
No interesa hacer aquí una profunda discusión filosófica, sino establecer que el punto de partida teórico marxista y cristiano de gran parte de la izquierda latinoamericana tiene un origen contaminado de dogmas, ritos, creencias y santorales que la hizo necesitar un mesías y una tierra santa. Éste fue el lugar que ocuparon Fidel Castro y Cuba en el imaginario de la izquierda e incluso entre intelectuales, académicos y líderes políticos marxistas o marxistas solapados de todas partes del mundo, incluyendo Estados Unidos.
Era la lucha del David cubano contra el Goliat imperialista americano; en algunos intelectuales pesaba más el rechazo a Goliat que el proyecto de David. La veneración y el reconocimiento a Fidel Castro incluyó creyentes y no creyentes. Pero tal como establece el mismo Gray: “Las religiones políticas modernas… no pueden sobrevivir sin demonología”. Es así como los cuatro demonios más importantes para nuestra izquierda han sido: los ricos, el capitalismo, el imperialismo yanqui y los disidentes.
La figura mítico-religiosa de Fidel Castro arranca y cobra fuerza con la prolongada victimización de la Revolución Cubana y de la izquierda en Latinoamérica, en el contexto de la Guerra Fría. Las intervenciones estadounidenses, las dictaduras militares, los golpes de Estado, las torturas, los asesinatos, las desapariciones, las masacres y la persecución persistente, le otorgaron de facto a la izquierda la representación del bien en la lucha contra el mal. Castro estaba tan consciente del poder que le daba ser víctima que, en una ocasión, hablando del Che Guevara, me dijo que el parecido de éste con la imagen de Jesucristo contribuyó a convertirlo en un ícono universal revolucionario. Efectivamente, la imagen justiciera del Che y su sacrificio nos movió a muchos jóvenes a rebelarnos contra las dictaduras. Guevara dio fuerza a la mitología religiosa izquierdista al asociar violencia, sufrimiento y martirio con redención y transformación revolucionaria. Cuestionar esta mitología se convirtió entonces en herejía, no importa que se estuviera frente a absurdos evidentes.
La guerrilla cubana no necesitó un gran desarrollo militar. Los rebeldes entraron a La Habana con sólo unos cientos de hombres. El Che fue un mal estratega, su plan en Bolivia era absurdo y por eso fue derrotado. Hay evidencia fotográfica y testimonial de que fue capturado vivo, de que se rindió sin “luchar hasta la última gota de sangre” como exigía Castro. Él mismo dijo a sus captores: “No disparen. Soy el Che Guevara valgo más vivo que muerto”. Por otro lado, su imagen de hombre bueno se contradecía con su gusto por los fusilamientos en la sierra y en la revolución.
En 1964, durante un discurso en Naciones Unidas, dijo: “Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”. En su mensaje a la Tricontinental en 1967 dijo: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”. Esta cara cruel de Guevara dejó de destacarse y muchos, la verdad, ignorábamos esa parte de la historia. Sin embargo, las evidencias de guerrillero inepto, cobarde y de hombre sanguinario no impidieron su santificación como ícono revolucionario heroico, representante del bien.
Fidel Castro fue un desastre como jefe de Estado. Usando un concepto marxista se puede afirmar que fue incapaz de desarrollar las fuerzas productivas en Cuba y, más bien, fue el destructor de éstas. Castro es el padre de una economía parásita, primero de la Unión Soviética y luego de Venezuela. En verdad, la economía cubana funcionaba mejor con la dictadura de Batista que con la de Castro. Conforme a datos de la Organización para la Agricultura y la Alimentación de Naciones Unidas (FAO), el promedio de producción de caña de azúcar por hectárea en el mundo es de 63 toneladas métricas y el de Cuba es 22. En un artículo del periódico Granma titulado “Añoranza por la reina”, publicado el 7 de febrero de 2007, se decía que desde 1991 la producción de piña había descendido 30 veces.
Sobra información, pero abundan los ciegos que no quieren ver. Durante años, intelectuales y funcionarios de organismos internacionales aceptaban los progresos en salud y educación del socialismo cubano, pero pocos ponían atención en que éste no tenía sustento económico propio sino en el subsidio soviético. Esto permitía repartir sin producir. Los cubanos han pagado esa falsa igualdad no sustentable con pérdida de libertades y con hambre cuando se acabó el subsidio. Han soportado seis décadas una dictadura que justifica su fracaso por la existencia del demonio imperialista y que sustenta su poder controlando a los cubanos con el miedo, la necesidad de sobrevivir y el escepticismo de que un cambio es posible.
En Costa Rica hubo una guerra civil entre 1948 y 1949 que condujo a una revolución basada en un programa socialdemócrata que disolvió el ejército, estableció una nueva constitución, modernizó el país, aseguró el crecimiento económico, la educación, el bienestar social y las libertades democráticas. Todo esto sin fusilamientos, sin declararse antimperialista y sin satanizar al capitalismo y a los empresarios. El líder de este movimiento, José Figueres Ferrer, ganó las elecciones en 1953, pero entregó el gobierno cinco años después. No se quedó gobernando hasta la muerte. Durante setenta y un años, en Costa Rica no ha habido golpes de Estado ni movimientos guerrilleros y ha tenido dieciocho presidentes electos libremente.
Es el país más estable, el que tiene la mayor expectativa y el que mejor ha respondido a la actual pandemia del Covid-19 en Latinoamérica. La educación de su población le ha permitido atraer inversiones de Microsoft, Intel, Hewlett Packard, Google y Amazon, y lograr progresos en innovación tecnológica y respeto al medioambiente. Tiene el salario mínimo más alto de Latinoamérica con 555 dólares, mientras en Cuba son sólo 15 dólares. Los costarricenses no emigran en masa, al contrario, el país recibe inmigrantes y envía más dinero en remesas del que recibe. Estos resultados han superado siempre a Cuba, incluso en los mejores momentos del subsidio soviético.
Sin embargo, estos resultados de la revolución costarricense no despertaron la mitología religiosa que desataron Castro y Cuba. Sin duda, hay diferencias importantes de contexto como el carácter de las élites costarricenses, socialmente más sensibles que los oligarcas guatemaltecos o salvadoreños. Pero lo más importante fue que Figueres y sus seguidores no eran marxistas-leninistas y no les interesó ser redentores. Prefirieron fundar instituciones a ser caudillos, no quisieron crear un hombre nuevo, entendieron que la naturaleza humana es un balance entre la cooperación y la competencia en la cual la ambición de los empresarios puede convivir con la solidaridad hacia los trabajadores.
Pero una revolución sin mesías resultaba muy pagana para el fervor que dominaba a la izquierda de entonces, martirizada por dictaduras. Por ello, Costa Rica nunca fue reconocida por la izquierda como una verdadera revolución. Dicen que la fe es ciega y esto resume lo que ocurrió en la construcción del pensamiento de la izquierda frente a Fidel. Nadie veía el desastre, los que lo veían callaban y los que en algún momento decidimos cuestionarlo abiertamente fuimos llamados agentes de la CIA, neoliberales, vendidos y traidores, es decir, herejes, infieles, apóstatas. Atreverse a decir que la Revolución Cubana es un fracaso o, peor aún, que Ernesto Che Guevara se rindió al ver cerca la muerte, es un sacrilegio. Yo lo digo con la autoridad que me da haber comandado revolucionarios que se enfrentaron solos a batallones, que prefirieron morir heroicamente antes que rendirse.
Establecido el carácter religioso de la izquierda, perder la fe, dejar de creer se volvió un tema lento, complejo y traumático. No es casual que los cambios en la Unión Soviética y Europa comunista llegaron con el cambio generacional. Mario Vargas Llosa en el libro La llamada de la tribu hace referencia a su ruptura con Cuba y a las acusaciones que le lanzó Castro de servir al imperialismo cuando lo sentenció a no volver a pisar Cuba jamás. Le dio la categoría de “ángel caído expulsado del paraíso”. José Saramago lo dijo en una frase: “Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo”. Vargas Llosa describe la ruptura diciendo: “Romper con el socialismo y revalorizar la democracia me tomó algunos años. Fue un periodo de incertidumbre”.
Nunca pude conocer la realidad de los cubanos de la calle. Las muchas veces que visité La Habana me recibía un Mercedes Benz que me llevaba del aeropuerto a una casa de protocolo en el barrio de Miramar. Pero conocí bien el “sistema”, su política exterior, sus dirigentes y, sobre todo, su estrategia hacia el continente con las izquierdas armadas y no armadas. Me reuní decenas de veces con Fidel Castro en el palacio de gobierno, en su yate, en la residencia de Cayo Piedra, en el penthouse donde vivió Celia Sánchez, en su limusina soviética.
Una vez compartimos tiempo en una práctica de tiro. Castro tenía gran habilidad para manipular a las personas a partir de un protocolo, un ritual y de un uso reiterativo de la palabra que fortalecía en terceros la idea de que él era infalible en temas de fe izquierdista. Unas cuantas veces su apoyo fue crucial para que los comunistas salvadoreños aprobaran mis propios planes. Si Fidel apoyaba, todos aceptaban.
Castro empobreció dramáticamente a los cubanos, pero tenía una gran capacidad política para armar estrategias que le permitieran conservar el poder en condiciones extremas, sacando del juego a adversarios reales o potenciales, con cualquier método; diseñando un sistema de control policial en el que todos vigilan a todos; y ejecutando planes con efectos de largo plazo como los médicos-esclavos. Era poseedor de una genialidad perversa, con una visión religiosa y culturalmente conservadora y por lo tanto hipócrita en política. Los principios debían ser defendidos a muerte, a menos que él decidiera lo contrario.
Era humildemente arrogante. Repetía constantemente sus hazañas militares en primera persona. Escuché muchas veces su narración de las emboscadas en la sierra y cómo dirigió desde La Habana la batalla de Cuito Carnavale en Angola. Disfrutaba del poder y sabía que sus palabras eran recibidas como mensajes divinos.
Yo me rebelé contra la dictadura en mi país movido por valores como la justicia, la compasión y por la indignación frente a la arrogancia y crueldad de militares y oligarcas. Pero esos mismos valores me llevaron, años después, a romper con la extrema izquierda y a dejar de creer en la Revolución Cubana. Fue un proceso complejo porque eso implicaba ubicarme en un centro izquierda que no tenía futuro en un país polarizado al extremo. En una ocasión, Fidel me dijo que si ganábamos la guerra podíamos perder la paz. Obviamente percibía las tensiones entre los marxistas y quienes simpatizábamos con la socialdemocracia. Sin embargo, Castro mantuvo un trato preferencial conmigo hasta el final de la guerra porque me reconocía como jefe militar guerrillero.
Cuando las protestas de 2018 en Nicaragua, jamás imaginé que Daniel Ortega fuera capaz de matar a más de 400 nicaragüenses, encarcelar a cientos con tanta ferocidad y definirse abiertamente como dictadura. El sandinismo, incluido Ortega, fue menos dogmático que los marxistas salvadoreños, pero cuando recuperó el poder redefinió su programa como cristiano, socialista y solidario, una mezcla de marxismo, esoterismo y manipulación cínica de la religión. Lo ocurrido en Nicaragua me llevó a pensar que si en El Salvador hubiésemos triunfado, los comunistas, que eran más dogmáticos que Ortega, con el apoyo de Cuba habrían tomado el control del gobierno, yo habría sido disidente y, como tal, habría terminado muerto o dirigiendo fuerzas contrarrevolucionarias.
El empate militar y el acuerdo de paz evitó que esto ocurriera. Mi reflexión es que la guerra en mi país fue un enfrentamiento entre quienes defendían una dictadura y quienes querían imponer otra. La institucionalidad que estableció el acuerdo de paz fue lo mejor que pudo pasar. El empate fue posible por la intervención estadounidense. Sin ella, hubiéramos derrotado a los militares salvadoreños, igual que Fidel pudo derrotar a Batista. Lo paradójico es que yo era simultáneamente un peligro potencial como disidente para la izquierda y al mismo tiempo el objetivo principal de la CIA para ser eliminado y al único al que la agencia destinó un equipo permanente con ese propósito.
Entendí entonces el enorme coraje de todas las disidencias internas de la Revolución Cubana: enfrentaban el riesgo del rechazo de ambas partes. Entre éstas, las disidencias que pudieron haber motivado la perestroika, como la del general Arnaldo Ochoa y mi amigo Tony de la Guardia, dos guerreros fuera de serie fusilados sin compasión por Fidel Castro en 1989. Fueron acusados de narcotráfico en un país donde absolutamente nada se podía hacer sin el consentimiento de Fidel. Con estos fusilamientos, Castro logró limpiarse frente a los estadounidenses por el narcotráfico y deshacerse de un grupo de disidentes, en particular de Arnaldo Ochoa, el más potente de sus competidores.
Separar la ideología de la calidad humana es fundamental para romper con la visión izquierdista que divide al mundo entre buenos y malos, conforme a las posiciones políticas o el origen de clase. Sin tolerar las diferencias, la izquierda jamás será democrática y siempre habrá riesgo de que acabe en dictadura. En la visión religiosa los pobres son buenos, aunque sean delincuentes y los ricos son malos, aunque sean generosos. El calificativo de “pequeño burgués” es un ataque común en la extrema izquierda, que se adentra en la forma de ser y en las costumbres de las personas. Esto conducía a los llamados procesos de proletarización, consistentes en una disciplina de sacrificios para forzar el cambio de clase. La militancia revolucionaria se convertía así en un apostolado, tal como me lo dijo Ellacuría, en principio aparentemente inocente, que se adentraba en la imposición de genuinas idioteces, como la ropa, la música o el arte.
Los Beatles fueron prohibidos en Cuba. Hasta que el Ministerio del Interior comisionó la traducción de sus canciones, concluyeron que éstas no eran contrarrevolucionarias y terminaron construyendo una estatua de John Lennon en un parque en La Habana. Pablo Milanés, el cantautor que se convirtió en marca cultural de Cuba fue enviado en 1966 a un centro de reeducación junto a disidentes y homosexuales. Como se fugó, lo metieron en una prisión con delincuentes comunes. Su pecado era tener talento frente a la mediocridad partidaria.
En su nivel más extremo, la proletarización o reeducación condujo al genocidio de Pol Pot en Camboya, a los muertos de la Revolución Cultural de Mao Zedong y a las matanzas de Stalin. La construcción del hombre nuevo la realizaban matando a millones de personas que representaban al viejo sistema. Guevara fue un fiel impulsor de la construcción del hombre nuevo por la vía de los fusilamientos. A menor escala esto ocurrió también en las filas de la insurgencia latinoamericana. En 2014 fue encontrada en Perú una fosa común con 800 víctimas de Sendero Luminoso, la mayoría indígenas asháninkas y machiguengas exterminados entre 1984 y 1990. En 2003 las FARC ejecutaron un atentado terrorista contra el exclusivo Club Nogal de Bogotá, hubo 36 muertos y 198 heridos. Pudo haber más víctimas si el peso de la piscina que estaba en el noveno piso hubiese demolido el edificio. Fue un acto terrorista dirigido contra civiles por su origen de clase.
El libro Grandeza y miseria de una guerrilla, escrito por Geovani Galeas y Berne Ayalá, cuenta que entre 1986 y 1991, en El Salvador uno de los grupos guerrilleros arrestó, torturó y mató cruelmente a cientos de combatientes y colaboradores por considerarlos espías de los militares. Muchas de estas personas fueron víctimas de una paranoia colectiva de los dirigentes por sospechas originadas en conductas no proletarias que se interpretaban como “infiltración enemiga”. Galeas y Ayalá recopilaron y publicaron los testimonios de las familias de las víctimas. En Guatemala, Mario Roberto Morales, exmilitante de las Fuerzas Armadas Rebeldes, en su libro Los que se fueron por la libre, habla del abandono de sus “prerrogativas de clase” para adentrarse en “los hábitos del pueblo” y cuenta de una guerrillera de seudónimo La China que fue ejecutada porque su “sensualidad” generaba conflictos entre los compañeros. Esta sería una ejecución de corte religioso como las que ahora realiza el Estado Islámico.
En abril de 1983, en Managua fue asesinada con noventa puñaladas Mélida Anaya Montes (Ana María), segunda al mando de uno de los grupos guerrilleros salvadoreños. Inicialmente el asesinato se atribuyó a la CIA, pero los investigadores nicaragüenses y cubanos capturaron rápidamente a los autores. Los debates sobre la negociación como una salida a la guerra produjeron profundas diferencias en el grupo guerrillero al que pertenecía Mélida. Ella estaba en favor de la negociación y el jefe de la organización, Salvador Cayetano Carpio (Marcial), consideraba que negociar era traicionar al proletariado y a la revolución. Carpio ordenó entonces al equipo de contrainteligencia que tenía bajo su mando ajusticiar a Mélida por desviaciones pequeñoburguesas y traición y encubrir el crimen. Al ser descubierto, Carpio optó por suicidarse.
Una guerra exige disciplina y compromiso y hubo efectivamente casos de espionaje y traición. Sin embargo, la “proletarización” fue la causa principal de numerosos crímenes que, además, como dice Roberto Morales, debían ocultarse para evitar “hacerle el juego al enemigo”. La visión religiosa abría las puertas al fanatismo, al revanchismo, al resentimiento social, a la manipulación y al engaño, pero también a la mediocridad, que ha sido el factor más autodestructivo en las izquierdas.
Rechazar la diferencia e imponer la igualdad convierte la mediocridad en resultado y termina con la expulsión o la huida de los talentos. Esto puede verse en el contraste entre la Cuba rica de la Florida y la Cuba pobre de la isla, o entre las dos Alemanias antes de la caída del muro. Cuando el oportunismo adulador y acrítico y su pariente, el culto a la personalidad, toman control, la ineficiencia se vuelve la regla. El fracaso de la Revolución Cubana es hijo de la mediocridad y del voluntarismo, igual que en la Unión Soviética.
Joaquín Villalobos*
Nexos, 1 de julio de 2020.
Foto: Tomada de Árbol Invertido.
*Exjefe guerrillero salvadoreño, consultor en seguridad y resolución de conflictos. Asesor del gobierno de Colombia para el proceso de paz.
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