A las 2 de la madrugada le avisaron a mi hijo Iván García Quintero que el tío Luis había fallecido. A esa hora fue a pie a la funeraria de Santa Catalina, a unas diez cuadras de su domicilio. Allí estuvo hasta las 6 de la mañana, hora en que regresó a la casa, a buscar una camisa de mangas largas para que se la pusieran a nuestro tío. Una camisa azul celeste, nueva que hace tiempo le había regalado a Iván y no se la había puesto.
Iván le dio 40 pesos a la señora que ese día estaba vistiendo los cadáveres. Una parienta se le acercó a Iván y le dijo que como a los muertos en las funerarias y los cementerios les quitan la ropa cuando se veía en buen estado, mejor era quitarle la camisa nueva y ponerle una vieja. Iván le dijo que no, que se la dejaran.
Con la muerte en La Habana, el miércoles 13 de mayo de 2015, de mi tío Luis Antúnez Aragón, a los 94 años, se fue el último de "los Antúnez", como en nuestra familia materna le decíamos a María, Cándida, Dulce, Carmen, Teresa, Avelino, Mario y Luis, los ocho hijos que tuvieron mis abuelos Luis Antúnez y Francisca Aragón.
El tío Luis era el menor de los hermanos y por eso le decíamos Luisito. Todos nacieron en Sancti Spiritus y con excepción de Avelino, Mario y Teresa, el resto decidió abrirse paso en la capital. Ninguno pasó del sexto grado, pero todos aprendieron a leer y escribir.
Muchas veces se desempeñaron en labores rudimentarias y lo hicieron desde la legalidad y la honestidad. Tampoco tuvieron problemas con la policía, a no ser mis tías María y Dulce, quienes desde la década de 1930 se hicieron militantes comunistas.
Antes de 1959, Luisito trabajó en Obras Públicas, en diversos oficios, entre ellos la plomería. Después y hasta que se jubiló, laboró en el Acueducto de La Habana. Fue el más cercano a Carmen, mi madre, que se preocupaba por él como si fuese un hijo. Si algo le agradó a mi madre cuando en 1979 nos mudamos para La Víbora, fue la cercanía con el domicilio de Luis y su esposa Georgina, más conocida por La Mora.
Luisito no tuvo hijos, pero hasta el final de sus días, vivió muy bien cuidado, por su mujer hasta que ella falleció, y después por cuatro cuñadas (Amparo, Manuela, Hilda y Santa) y por Gildita, una sobrina política, arquitecta de profesión.
Es la mejor riqueza que una persona puede tener: vivir y morir al lado de personas que te respetan y se ocupan de ti. Un cariño que mi tío se supo ganar, por su dedicación a familiares, amigos y vecinos. Como era habilidoso y sabía hacer pequeñas reparaciones, mientras la edad se lo permitió, a quien lo necesitara le ponía una zapatilla a una pila, cambiaba un fusible o arreglaba una cañería.
Por última vez lo vi en el 24 de noviembre 2003, el día antes de que mi hija Tamila, mi nieta Yania y yo nos fuimos de Cuba rumbo a Suiza, donde desde entonces vivimos como refugiadas políticas. Pero mi hijo Iván se ocupó de él en todos esos años, comprándole leche en polvo o llevándole dinero, que pese a mis limitadas posibilidades, nunca le dejé de mandar. A cada rato Iván lo visitaba y por Navidad solía almorzar con él y los suyos.
El último regalo fue esa camisa azul celeste de mangas largas que Iván no se había estrenado. Se la pusieron en la funeraria. Con esa camisa se fue. Dignamente, como siempre nuestro querido tío Luis vivió.
Tania Quintero
Leer también: Recuerdos de mi familia.
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