Según el escritor español Rafael Alberti (1902-1999), todos los grandes poetas se han comprometido con algo o con alguien. Él se comprometió con la ideología comunista, lo cual lo llevó a afiliarse a ese partido y a defender a ultranza su convicción política. Visitó la Unión Soviética en varias ocasiones, y cuando regresó del primer viaje que hizo en 1932, ya no era el mismo. En opinión del periodista Julio Merino, “se fue a Moscú siendo solo un poeta comunista y volvió siendo un propagandista comunista con un Dios llamado Stalin”.
Eso antes ya lo había hecho notar Luis Cernuda, quien afirmó: “Rafael se fue a Moscú siendo un Poeta Grande y ha vuelto siendo un poeta menor. ¡Allá él!”. Y en sus Estudios de poesía española contemporánea, el autor de La realidad y el deseo dijo de él que si con Marinero en tierra se hizo grande, con Consignas, su primera obra comunista, se rebajó hasta hacerse “un escritor superficial acomodado en un formalismo hueco”.
Como ha hecho notar Andrés Trapiello, quien con su importante libro Las armas y las letras aportó una mirada libre, minuciosa y completa sobre la literatura en la Guerra Civil española, a Alberti se le ha “blindado” no tanto por sus méritos como poeta, sino por sus ideas. Eso ha dado lugar a que, desde hace varios años, su actividad política en el conflicto bélico que enfrentó a republicanos y franquistas sea objeto de una viva polémica.
Bajo la poderosa influencia de la Rusia bolchevique, varios integrantes de la Generación del 27 experimentaron un proceso de radicalización ideológica. Ir al encuentro del pueblo pasó a ser su preocupación común. Estimulado por esos sueños de cambio, Alberti escribió poemas de tema político a favor de la República, aunque no faltaron quienes le criticaron su discutible calidad literaria. Asimismo, durante la Guerra Civil se dedicó a labores de agitación propagandística. Sin embargo, nunca llegó a pelear en el frente, razón por la cual no llegó a disfrutar de la admiración de los soldados. Algo que sí logró Miguel Hernández, a quienes los combatientes respetaban por haberse incorporado a las trincheras y lo consideraban un poeta del pueblo.
Alberti siempre permaneció en la retaguardia. Eso, según Trapiello, le permitió llevar una vida desahogada mientras el pueblo sufría los bombardeos enemigos. Esa actitud suya y de otros intelectuales defensores de la causa republicana provocó críticas. Uno de sus detractores más implacables fue Juan Ramón Jiménez, quien arremetió sin ambages contra aquellos escritores a los que calificó de “señoritos, imitadores de guerrilleros”, que exhibían por Madrid “sus rifles y sus pistolas de juguete” mientras vestían “monos azules muy planchados”. Jiménez hizo explícita la antítesis que la actitud de ellos representaba frente a la de Miguel Hernández, al que caracterizó como el único militante auténtico del grupo de poetas que apoyó la defensa de la República.
Cuando la causa republicana estaba perdida, Alberti organizó muy bien su partida de España. Él y María Teresa León tuvieron el privilegio de salir por avión desde el aeropuerto de Monóvar, Alicante, el mismo del cual partieron los máximos dirigentes del Partido Comunista. De acuerdo a lo que cuenta en su diario el escritor y diplomático chileno Carlos Morla Lynch, Alberti pudo incluir a Miguel Hernández en una lista de refugiados que debían ser acogidos en la embajada de Chile, pero no lo hizo, dejándolo desamparado y a merced de los vencedores. El autor de Viento del pueblo acabó en una prisión franquista, donde murió en 1942, cuando apenas tenía 31 años.
El primer lugar de destino de la pareja fue Francia. Pero allí fueron asediados bajo el estigma de ser “comunistas peligrosos”. Tras serles retirados sus permisos de trabajo, cruzaron el Atlántico y se refugiaron en Argentina, donde residieron hasta comienzos de la década de los 60. Durante su estancia en aquel país repartieron su vida entre un departamento en la zona de Recoleta, en Buenos Aires, una estancia en Córdoba llamada “El Totoral” y asiduas visitas a Punta del Este y a Chile. Finalmente, en 1963 trasladaron su residencia a Roma.
Muerto Franco, Alberti y María Teresa regresaron a España en 1977. El poeta fue elegido diputado al Congreso por el Partido Comunista, aunque no tardó en renunciar al puesto para dedicarse a su labor literaria. A causa de sus ideales republicanos, declinó ser postulado al premio Príncipe de Asturias, pero en 1983 el gobierno español le concedió el Premio Cervantes.
Alberti fue un huésped asiduo de la Unión Soviética, que para él era “el mejor país del mundo”. En su libro La vieja Rusia de Gorbachov, Félix Bayón expresa: “En 1932 estaba en todo su apogeo la deskulakización de Stalin, su lucha forzada y sangrienta por la colectivización de la tierra, que costó la muerte o el destierro a más de 10 millones de supuestos kulaks (pequeños campesinos prósperos)”. Ese mismo año Alberti visitaba la Unión Soviética, pero por supuesto no quiso darse por enterado de que miles de ciudadanos, principalmente campesinos, vivían bajo el terror de la escasez y la depuración.
También se encontraba allí de visita en 1937, cuando el dictador desató la Gran Purga. Pero difícilmente iba a tener ojos para la sangrienta ola de represión cuando él y María Teresa vivieron una experiencia inolvidable: pasaron más de dos horas con el líder soviético, al que calificaron de “sencillo y paternal”. El poeta dejó sus impresiones de aquel viaje en un artículo fechado en la capital rusa el 22 de marzo y titulado “Mi Moscú de 1937”. Este es el párrafo con que concluye aquel texto:
“¿Qué queréis, camaradas y amigos? Mi Moscú de este año es el de la fraternidad y el entusiasmo por mi patria. Parece como si nuestro mapa se hubiese prolongado hasta el vuestro y mis pies siguieran pisando su propia tierra. He visto las nuevas construcciones de vuestra capital, la aparición de nuevos cafés, tiendas, almacenes. También he recorrido el Metro. Moscú se ensancha, crece, se perfecciona. Estáis alegres. Vivís cada vez mejor. Llega la primavera... Pero, cuando regrese a Madrid, permitidme que diga a sus defensores, a todos mis compañeros, que el Moscú de 1937, el mío, el que yo he visto y sentido, es el que, emocionado y con un solo pensamiento, abre todas las mañanas los periódicos para leer las crónicas de [Mijaíl] Kolzov o [Ilya] Ehrenburg y los telegramas venidos de allá lejos: de los frentes heroicos de la Libertad”.
El fallecimiento de Stalin en 1953 dio lugar a que Alberti escribiese un extenso y elogioso poema-lamento en homenaje a su admirado camarada. Se titula “Redoble lento por la muerte de Stalin”, y cuando se divulgó recibió juicios adversos por considerársele un tributo excesivo. Alberti lo inicia con la divulgación de la noticia: “va pasando la voz, nos va llegando/ tristemente la voz que nos lo anuncia./ José Stalin ha muerto”; para después pasar a referirse a la grandeza del dirigente, a quien califica de “padre y maestro”: “Se ha detenido un pensamiento./ Un árbol grande se ha doblado./ Un árbol grande se ha callado”. Y en la última parte, concluye con la idea de la muerte fecundante: “No has muerto./ Hablan por ti sus talleres,/ el hombre y la mujer nuevos./ No has muerto./ Sus piedras llevan tu nombre,/ sus construcciones tu sueño./ No has muerto./ No hay mares donde no habites,/ ríos donde no estés dentro./ No has muerto./ Campos en donde tus manos/ abiertas no se hayan puesto”. Creo que esas estrofas son suficientes para hacerse una idea del poema. Quienes deseen leerlo en su totalidad, no tienen más que buscarlo en la red.
En todo el poema no hay la más mínima alusión crítica a los crímenes cometidos durante la etapa en que Stalin estuvo al frente de la URSS. Tampoco la hubo en la obra que Alberti publicó en los años posteriores. A diferencia de otros intelectuales de izquierda, la revisión crítica de la actuación del líder hecha en el XX Congreso no conmovió la entereza de sus ideas ni su ceguera respecto a los abusos perpetrados por el dictador. Se negó a reconocer que este fue directamente responsable de masacres como la de los kulaks, durante las campañas de colectivización de los años 30; del Holodomor ucraniano de 1932-1933; de la Gran Purga de 1937; de la matanza de 22 mil oficiales militares y prisioneros de guerra polacos en el bosque de Katyn en 1940; de las deportaciones masivas de varias nacionalidades, que llevó a cabo a lo largo de sus tres décadas en el poder.
Precisamente unos pocos meses antes de que Alberti escribiera su poema, se cometió una de las matanzas que hoy apenas se recuerda. Es la conocida como la Noche de los Poetas Asesinados. Lleva ese nombre porque la noche del 12 al 13 de agosto de 1952, trece de los más destacados escritores, artistas, músicos y actores judíos de la Unión Soviética fueron ejecutados en secreto. Un decimocuarto acusado evitó el fusilamiento porque murió poco antes. Una decimoquinta era una destacada bioquímica y fue considerada demasiado vital “para el Estado”. Gracias a eso, se libró de la muerte a cambio de tres años y medio de prisión, seguidos de cinco de exilio en Kazajistán.
Varios de los detenidos formaban parte del Comité Judío Antifascista, una organización no gubernamental que había sido fundada en abril de 1942 con el apoyo de las autoridades soviéticas. Su objetivo era concientizar a los países occidentales para que incrementasen el apoyo político a la Unión Soviética contra la Alemania Nazi, así como para recaudar fondos y apoyo internacional para el esfuerzo bélico soviético. Miembros del Comité realizaron una gira por diversos países occidentales, y en Estados Unidos fueron recibidos por el propio Albert Einstein.
Asimismo, en Nueva York participaron en un multitudinario acto de apoyo a la Unión Soviética, que congregó a más de 50 mil personas, y en el cual habló el actor y cineasta Charlie Chaplin. El resultado de aquella gira se materializó en la recaudación de más de 30 millones de dólares, además de equipos médicos, ambulancias y medicinas. El Comité fue además una herramienta de la cual se aprovechó el régimen estalinista para hacerse un lavado de cara en el extranjero.
En 1947, la Unión Soviética dio su voto favorable a la Resolución 181 de las Naciones Unidas, que aprobó la creación del Estado de Israel. Eso no significaba que Stalin fuese amante del pueblo judío. De hecho, era un profundo antisemita y décadas atrás había ordenado a Jruschov avivar el antisemitismo en Ucrania. Suyas son estas espeluznantes palabras: “Hay que darles palos a los buenos trabajadores de la fábrica para que les den una buena paliza a esos judíos”.
Pero al aprobar la creación de Israel, albergaba la esperanza de que el naciente Estado de Israel se aliara a la Unión Soviética en la guerra fría que sostenía contra Estados Unidos. Algunos historiadores sostienen que esa votación favorable también estuvo motivada por el deseo de Stalin de que, una vez creado ese Estado Judío, muchos de estos abandonarían la URSS y se irían a Israel, de modo que así podría deshacerse de ellos. Pero Israel eligió como aliado a Estados Unidos de Norteamérica, lo cual provocó que Stalin pasara a considerar a todos los judíos como traidores y “cosmopolitas desarraigados”. El antisemitismo que antes se escondió tras la esvástica nazi, pasó a guarecerse tras la hoz y el martillo.
A fines de 1948 el Comité Judío Antifascista fue disuelto y comenzó la caza de brujas contra sus integrantes. Según revelaron años después los archivos soviéticos, en diciembre del 1947 Stalin ordenó a Viktor Abakúmov, ministro de Seguridad, el asesinato de Salomón Mijoels, quien era el Director Artístico del Teatro Estatal Judío de Moscú y miembro del Comité Judío Antifascista. El 13 de enero de 1948, los agentes de Abakúmov atropellaron a Mijoels en la ciudad de Minsk, Bielorrusia, simulando el asesinato como un accidente de tránsito.
Los líderes y activistas del Comité fueron objeto de apresamiento. Las detenciones estuvieron firmadas por orden directa de Stalin. Los arrestos se realizaron entre septiembre de 1948 y junio de 1949. A los quince detenidos se les acusó falsamente de espionaje y traición, así como de muchos otros delitos. Uno de ellos fue conspirar para instaurar un estado judío en Crimea, desde donde supuestamente Estados Unidos invadiría luego la URSS. Después de los arrestos, los prisioneros fueron torturados, golpeados y aislados durante tres años antes de que se les acusara formalmente. Uno de ellos, que era sindicalista e historiador, llegó a decirle al tribunal militar que, después de cada paliza, “estaba dispuesto a confesar que era el sobrino del Papa y que actuaba por órdenes directas suyas”.
El llamado juicio duró seis semanas. Desde el principio fue una parodia, ya que el veredicto estaba decidido de antemano. A los acusados, la mayoría de los cuales eran poetas y figuras literarias para quienes el Comité significaba una causa y no una profesión a tiempo completo, se les negó un abogado defensor. Incluso Alexander Cheptsov, el juez militar que presidía el caso, se quejó de la escasez de pruebas, pero los altos mandos del régimen estalinista desestimaron su reclamo.
Todos los inculpados fueron declarados culpables. Como ya apunté, esa fatídica noche de la historia se conoce con el nombre de la Noche de los Poetas Muertos porque varios de los asesinados eran escritores judíos en hebreo y en yiddish. Dos años después de la muerte de Stalin, comenzaron a filtrarse los primeros datos de aquel crimen. El caso fue reabierto por el régimen de Kruschev y la condena fue anulada. Pero para los trece miembros del Comité Judío Antifascista que murieron fusilados, ya era tarde.
Como ocurrió con los otros crímenes perpetrados por su adorado camarada, resulta cuando menos curioso que Alberti tampoco supiera nada del asesinato de aquellos trece judíos. ¿No oyó nunca mencionar los nombres de Peretz Markish, David Hofstein, Itzik Fefer y Leib Kvitko, quienes al igual que él también eran poetas? Cabe preguntarse, como se hizo en Cartas a la Directora (El País, 26 julio de 1985): ¿tendría esa ceguera u olvido algo que ver con el Premio Stalin por él recibido?
En esta serie de tres trabajos me he ocupado de autores hispanoamericanos que dedicaron poemas a mayor gloria de Stalin. Pero aunque fueron contados, también hubo quienes tuvieron el valor de criticarlo. Huelga decir que hacerlo dentro de la propia Unión Soviética podía costar la vida. El caso que mejor lo ilustra es el de Osip Mandelstam (1891-1938), a quien se considera uno de los grandes poetas rusos del siglo pasado. Escribir un poema contra Stalin le costó que lo denunciaran y arrestasen en mayo de 1934. Se le condenó a tres años de destierro en los Urales, pero Nikolái Bujarin intercedió ante Stalin para que le permitiese cumplir la condena en Vorónezh.
Poco tiempo después al propio Bujarin lo ejecutaron y Mandelstam fue arrestado de nuevo en 1938. Se le condenó a cinco años que debía cumplir en el campo de trabajo forzado de Kolymá, pero ese mismo año murió en un campo de tránsito. Como recordó su esposa Nadiezhda, Mandelstam le comentó: “Este es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso”.
En el invierno de 1934 cuando paseaban por un parque de Moscú, Mandelstam le leyó a su amigo Boris Pasternak un poema escrito por él tras haber presenciado las ejecuciones masivas de kulaks y la terrible hambruna de Crimea. En un artículo publicado en el diario ABC, Eduardo Jordá relata que “cuando Pasternak oyó el poema, se quedó petrificado. Nadie, en ningún sitio, se había atrevido a escribir nada igual. Y enseguida, casi temblando, le pidió a Mandelstam que se olvidara de todo lo que acababa de suceder: «Lo que me ha recitado usted —balbuceó— no tiene relación alguna ni con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha recitado nada y yo no he escuchado nada, y le pido que tampoco se lo lea a nadie más»”.
Mandelstam, sin embargo, hizo oídos sordos al consejo de Pasternak. En lugar de lo que este le pidió encarecidamente, cometió el acto suicida de leerlo ante un grupo de nueve amigos y conocidos aquel mismo invierno. La Unión Soviética era ya un estado totalitario en el que se habían instaurado las delaciones y las escuchas de la policía política. Una de aquellas personas, cuyo nombre no figura en los archivos de la NKVD, predecesora de la KGB, se apresuró a denunciar a Pasternak. Gracias a eso, la policía secreta supo de la existencia del poema e incluso se hizo con una copia del mismo. Se titula “Epigrama contra Stalin” y en opinión del citado Jordá, es una de las cumbres de la poesía política del siglo XX. Y agrega: “Por eso me permito transcribirlo, en la inmejorable versión del escritor cubano José Manuel Prieto”. A continuación, este cronista sigue su ejemplo.
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
solo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
a uno al bajo vientre, al otro en la frente,
al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de osetio.
Voy a finalizar este trabajo con un ejemplo más cercano en el tiempo y con más vinculación con los cubanos. Hoy el nombre de Stefan Baciu (1918-1993) solo lo recuerdan quienes pertenecen a generaciones anteriores, pero en las décadas de los 50, los 60 y los 70 se le conocía en toda Latinoamérica. Poeta, ensayista, memorialista, periodista, crítico de arte, traductor, profesor universitario, fue un hombre que se dedicó a promover la literatura de su país en el extranjero. Fue además un gran conocedor de la escrita en Latinoamérica.
Optó por el exilio a fines de los años 40, cuando renunció a su cargo de agregado de prensa de la legación de su país en Berna, Suiza. Lo hizo como protesta por la política represiva del gobierno socialista que se había instaurado en Rumanía, a donde nunca más regresó. Tras algunos años en Europa, en 1949 Baciu arribó con su esposa a Brasil, donde trabajó como periodista, escritor y comentarista de política internacional. Entre 1953 y 1962 fue redactor del diario Tribuna da Impresa. Asimismo, fue secretario general de la Asociación Brasileña del Congreso por la Libertad de la Cultura y dirigió la revista Cuadernos Brazileros. Por esos años se dedicó a viajar por distintos países de Latinoamérica, para recopilar información sobre sus literaturas.
Su encuentro con el poeta francés Benjamin Peret en 1955 le dio a Baciu la idea de preparar la Antología de la poesía surrealista latinoamericana, que tuvo amplia circulación y de la cual se hicieron dos ediciones. El escritor rumano dejó una extensa obra, compuesta por libros de poesías, memorias, traducciones y ensayos, además de una gran cantidad de artículos y estudios publicados en varios idiomas. A él se debieron también traducciones al español de autores rumanos como Lucian Blaga y Marin Sorescu, así como de los poetas jóvenes. Asimismo, impartió cursos de literatura hispanoamericana en la Universidad de Seattle y luego pasó a ejercer la docencia en la Universidad de Honolulu, donde vivió hasta su muerte.
De acuerdo a referencias que aparecen en sus escritos, Baciu conoció en México a Ernesto Guevara y a Fidel Castro. En su trabajo periodístico establecía cuatro categorías de entrevistas y al referirse a una en particular expresó: “En la segunda categoría solo cabe uno: mi ex amigo Fidel Castro Ruz, entrevistado por mí en tres ocasiones, entre 1956, cuando apenas era un líder anónimo, y marzo de 1959, siendo el jefe de una revolución victoriosa. Fue cuando me di cuenta de que detrás de su ‘humanismo’ los Osmany Cienfuegos, Che Guevera y Compañía, estaban preparando el comunismo”.
La cita pertenece a su libro Cortina de hierro sobre Cuba (1961), en el que plasmó las impresiones de su estancia en Cuba. A diferencia de otros testimonios de esa etapa, en el suyo Baciu dejó una imagen crítica de la Revolución Cubana. Escribió además un poema con el que voy a poner punto final a este trabajo. Se titula “Yo no canto al Che”, y al mismo pertenecen este fragmento:
Yo no canto al Che
como tampoco he cantado a Stalin;
con el Che hablé bastante en México,
y en La Habana
me invitó, mordiendo el puro entre los labios,
como se invita a alguien a tomar un trago en la cantina,
a acompañarlo para ver cómo se fusila en el paredón de La Cabaña.
Yo no canto al Che,
como tampoco he cantado a Stalin;
que lo canten Neruda, Guillén y Cortázar,
ellos cantan al Che (los cantores de Stalin),
yo canto a los jóvenes de Checoslovaquia.
Carlos Espinosa Domínguez
Cubaencuentro, 17 de noviembre de 2023.
Foto: Rafael Alberti y María Teresa León en uno de sus viajes a la Unión Soviética. Tomada de Cubaencuentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios en este blog están supervisados. No por censura, sino para impedir ofensas e insultos, que lamentablemente muchas personas se consideran con "derecho" a proferir a partir de un concepto equivocado de "libertad de expresión". También para eliminar publicidad no relacionada con los artículos del blog. Por ello los comentarios pueden demorar algunas horas en aparecer en el blog.