miércoles, 19 de junio de 2013

Más de medio siglo perdido



Gerardo, 77 años, es un producto inconfundible de la revolución. Mulato alto, de caminar encorvado, vive en el marginal barrio de Colón, en el corazón de La Habana. Puso bombas aquella noche de fin de año de 1958, cuando el Movimiento 26 de julio que desde la Sierra Maestra capitaneaba Fidel Castro, a golpe de explosiones se propuso impedir que las personas asistieran a cines, cabarets y teatros.

Al igual que la inmensa mayoría en la isla, Gerardo se sintió arrobado por el magnetismo y el encanto personal de Castro. Ahora, sentado en un antiguo y decrépito piso donde reside con su esposa y una de sus hijas, pasa recuento de su vida y hace un balance nada optimista.

“Estuve en Angola y Etiopía, siempre levanté la mano primero que nadie para cumplir misiones internacionalistas. Fui militar y obtuve grados de capitán, fui leal a Fidel Castro, me importaba un carajo el marxismo y las doctrinas políticas. Mi tipo a imitar era Fidel. Pero en los años 90, cuando me desmovilicé, no se contó conmigo para ninguna de las múltiples empresas comerciales que se formaban con cuadros militares, quizás porque yo era un imbécil y nunca fui un oportunista", relata mientras se empina un trago de ron infame.

Es el trago triste de los olvidados. Después que Gerardo se jubilara, al mirar atrás se dio cuenta que su vida familiar era un desastre. De nada le vale hacer sus historias a los nietos de cuando él era un tipo valiente que desafiaba a la dictadura de Fulgencio Batista tirando volantes y poniendo bombas.

Los nietos siempre lo miran asombrados y piensan que su abuelo es un demente incurable. Ahora, para intentar vivir de la mejor manera posible se gana un puñado de pesos recogiendo dinero para un banco de la lotería ilegal conocida como “la bolita”. Ya casi nada le importa. Dos de sus hijos son exiliados en Miami, uno está preso por estafa y sólo su hija menor, Caridad, vive a su lado y lo trata con cariño y compasión.

El drama personal de su familia está tan extendido en Cuba como el marabú, esa yerba mala. La revolución de Castro fue, no cabe dudas, un hito histórico, pero como residuo silencioso ha dejado una resaca de personas y familias divididas e inconformes.

La revolución hoy es lo más parecido a una moledora de carne. En su afán de conquistar el cielo, Castro utilizó a millones de personas que lo idolatraban. Fueron estos seguidores los que pusieron el pecho a las balas en las incontables aventuras por medio mundo. Cientos murieron lejos de su patria. Otros quedaron mutilados física o mentalmente.

En enero de 2013, la revolución de Castro cumplió 54 años. El 80 por ciento de la población actual nació después de 1959. No hace falta hacer una encuesta para saber que es mayoritario el número de personas inconformes con el gobierno de los hermanos Castro.

Yo también soy hijo de la revolución. Nací el 15 agosto de 1965. Admiré a Che Guevara y lloré como todos, el 6 de octubre de 1976, cuando terroristas anticastristas volaron un avión en pleno vuelo con 73 pasajeros a bordo.

1980 fue el año que marcó mi viraje. La salida de 120 mil personas por el puerto del Mariel hacia Estados Unidos fue la señal de que algo en este proceso socialista no funcionaba. Y la respuesta definitiva que me apartó como un seguidor de la revolución, fueron los actos de repudio a las personas que se marchaban.

Estudiaba en noveno grado y nunca podré olvidar cómo el director de la escuela, a ritmo de conga, nos convocaba a tirar piedras y huevos a compañeros de clases y profesores que decidían emigrar. Nunca participé. Y desde ese momento, con 15 años, dejé de apreciar a Fidel Castro.

La revolución cubana no fue importada de la Unión Soviética. Fue una cadena de sucesos armados guiados por un líder guerrillero, que culminó con la toma del poder en 1959. La mayoría de la gente lo apoyaba. El comandante que vino de la Sierra Maestra tuvo una oportunidad única de intentar un modelo de sociedad democrática y social de forma independiente.

Quizás por la hostilidad de las administraciones estadounidenses, quizás por cinismo y calculada estrategia política, equivocó el camino. Se alió con la URSS e importó el modelo ineficiente y radical de socialismo soviético. Cuando la salud pública era eficiente y la educación aceptable, fue durante la época de la guerra fría.

Teníamos cartilla de racionamiento, pero a los niños se le garantizaban juguetes una vez al año y se comía carne de res cada quince días. Gracias a los millones de rublos rusos, si no eras opositor y sabías administrar tu economía familiar, se podía vivir. Sin abundancia, pero sin grandes sobresaltos.

Éramos pobres y el Estado se abrogaba el derecho de guiar nuestras vidas. En todo. Desde poseer un televisor, una nevera o una casa. Se inmiscuía y censuraba nuestras vidas privadas. Escribir una carta a un pariente o amigo exiliado era una señal de confusión ideológica. Escuchar a los Beatles o el jazz norteamericano, sinónimo de traición. Creer en Dios o Yemayá, una blasfemia.

Con la Revolución todo, fuera de ella nada, dijo un disgustado Fidel Castro en 1961, con una pistola calibre 45 arriba de una mesa ante impávidos intelectuales. Esta máxima se aplicó en todo los estamentos de la vida en Cuba.

Mientras una persona no cuestionara asuntos tan abstractos como la libertad personal, el derecho de tener un negocio privado y poder comprar un boleto de avión para viajar al extranjero, seguía siendo pobre, pero más o menos felices al tener garantizados derechos elementales como la salud y la educación.

En este verano de 2013, cientos de miles de cubanos quieren prosperar y hacer dinero sin la injerencia del Estado. Es verdad que cuando vas a un hospital nadie te pregunta si eres disidente o no. Pero la gente quiere más.

Desean libertad en toda la extensión de la palabra y que se respeten las diferencias políticas. Y eso disgusta a los Castro.

Después de 1989, cuando la nación entró en esa máquina del tiempo denominada “período especial”, que provocara desnutrición, apagones de doce horas y bueyes sustitutos de tractores en la agricultura, son pocos los muebles por salvar.

La educación, gratuita, ha perdido calidad. Nadie quiere ser maestro. Y jóvenes de 18 años, sin mucha vocación, dan clases en el nivel primario y secundario. En ocasiones, los alumnos tienen más conocimientos que los profesores.

Con la salud pública, otro de los cacareados logros de la revolución, sucede algo parecido. Hospitales sucios, doctores apáticos y escasez de medicamentos, son una muestra clara del cambio drástico que requiere la sanidad.

Si no se quiere perder otro medio siglo, hay que sacar lecciones de estos 54 años terribles.

Iván García
Foto: habanero06, Flickr.

1 comentario:

  1. Ivan,su mama me envia todas sus notas y publicaciones de diferentes blogs y portales donde ud escribe ,con gusto publico en mi blog.Cordial saludo!

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