Los recorridos del vestuario en Cuba acusan una larga pendiente entre el que los estrena y el que agota sus posibilidades de uso. Un período al final del cual la prenda puede devenir materia prima de otra, muchas veces infantil, cuando no colcha de trapear o paño de limpieza.
En estos tiempos de pandemia no pocas prendas han pasado a conformar las mascarillas que el Estado ha decretado obligatorias sin facilitar su suministro. La ropa hace en Cuba un camino inverso al de los cubanos, comentó hace pocos días, Alina, una amiga. Mientras nosotros venimos del campo a la ciudad y de ella al exilio, nuestro vestuario viene del extranjero a la ciudad y de ahí, con calidad menguada, va al campo. Su razonamiento movilizó el de otros amigos que estábamos reunidos.
En la década de 1990, Alina vivía en la barriada habanera de Santos Suárez y un vecino que alternaba entre buscavidas y guionista radial quedó a cargo de la vivienda de una colega emigrante. La amplitud del poder incluía sustraer lo que necesitara para sí o para algún conocido. Por aquellos años se televisó la telenovela brasileña Doña Beija, en la que una meretriz creaba un imperio a expensas de su belleza. La finca alrededor de la cual giraba la serie se llamaba Jatobá. El efecto de opulencia que daba a aquel vecino la posibilidad de desvalijar con consentimiento la casa a su cargo, le hizo llamarla Jatobá. De allí salió una saya que él le regaló a Alina.
Ella usó la prenda por durante quince antes de convertirla, por intermedio de una vecina costurera, en un vestido para su hija que puede ser visto en las fotos de su tercer cumpleaños. Cuando le quedó pequeño a su hija, ahora una adolescente, lo mandó a Limonar, en Matanzas, y allí le perdió la pista como se la había perdido su dueña original quien, en el país donde esté, no puede sospechar que 25 años después alguna niña matancera pueda usar su saya en forma de vestido.
Hortensia nació en Pinar del Río. En los años 80 se extendió el furor por cambiar las prendas de oro familiares por unos bonos que permitían comprar ropas, zapatos y bienes domésticos desaparecidos por tres décadas del país. El Estado propiciaba el cambio en una relación que le era favorable, aprovechando el deslumbramiento ciudadano. Fueron las llamadas "tiendas del oro y la plata".
La abuela de Hortensia viajó hasta La Habana para cambiar varias joyas. La familia compró ventiladores, enseres domésticos y ropa. Hortensia tenía cuatro años y le regalaron un vestido que, cuando le quedó pequeño, la familia lo guardó para su hija, quien lo usó veintitantos años más tarde. Luego se lo regalaron a una sobrina y le perdieron la pista.
Para los quienes vivimos los 90, es difícil no retrotraernos a esa época cuando cualquier persona comienza a enumerar carencias. Recuerdo que mi abuelo se había hecho de la ropa y zapatos de primos y cuñados que iban muriendo, hasta no tener dónde guardar un escaparate tan lúgubre. Lo recuerdo levantando los zapatos, entre un auditorio jocoso, y respondiendo a alguna pregunta sobre el difunto que se los había legado.
En el escaparate de Julia sobresale un abrigo que compró su mamá en los días previos a un viaje por los países socialistas, aquella modalidad de turismo que se inventaron las naciones que en lo militar pertenecían al Pacto de Varsovia y en lo económico al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Era el año 1975 y la mamá de Julia se acababa de casar con su segundo esposo. En aquel entonces, antes de viajar al extranjero, los funcionarios, y el escaso puñado de afortunados que viajaba sin ojeriza, iban a una tienda llamada La Internacional, en la que podían adquirir vestuario presentable, con abrigos incluidos.
Vestuario y abrigo presentables faltaban hacía mucho en las tiendas cubanas, y La Internacional era de esas modalidades de comercio excluyentes que el castrismo ha acomodado por épocas, con el objetivo de surtir un público específico u obtener dólares con los que financiarse. El abrigo que compró entonces la madre de Julia lo usa hoy su nieta, una adolescente que gusta de la 'onda retro', que en Cuba se impone convenientemente pues cualquier escaparate exhibe prendas de 50 años de antigüedad.
No es la única moda que se aviene a las carencias provistas por el castrismo. En su artículo Moda cubana, una historia de resistencia, la escritora Wendy Guerra analiza la semejanza que existe entre los hábitos hípsters y los impuestos en Cuba a través de la escasez y el amago permanente de combate:
"Jugar a la izquierda con códigos miméticos, disfrazarse de guerrilleros, incluso escoger deportes de defensa personal como entrenamiento, es una postura de moda. Para nosotros los cubanos, cobra otro significado la agotadora reproducción de un fenómeno que parte del canon rebelde. Cuando nací no había cuchillas para afeitarse, ni tintes o cremas, el jabón estaba escaso y el champú lo conocí en los años 80 gracias a los búlgaros. Las abuelas crearon recetas de resistencia a base de aguacate o pepino. El uniforme y las botas rusas invadieron el espacio visual".
No fue difícil llegar, a través del vestuario, a historias íntimas. La mamá de Alina es psicóloga clínica. Cuando comenzó a ejercer en los 90, necesitaba ropa presentable y la blusa con que nos escuchaba mientras conversábamos fue de las que vino a suplir su carencia entonces. Su testimonio es un anecdotario de angustias ajenas. Por aquellos años atendió a la madre de un bebé que asistía a sus consultas con sentimiento de culpa. La razón era que cuando le daba la comida a su hijo, el hambre que tenía avivaba, de manera instintiva, el deseo de que el niño dejara algo para podérselo comer ella.
Quien quiera conocer nuestra historia puede comenzar por recorrer el camino del tejido que nos cubre. Será el aspecto más superficial de nuestra existencia, pero por lo preciosa que se vuelve entre nosotros la posesión de una pieza de ropa, no pocas veces se llegará, a través de ella, al tejido de nuestras emociones o nuestros anhelos. Esos, muchas veces, permanecen escondidos hasta para nosotros mismos, porque un aspecto de la pobreza es que da vergüenza, y nuestra vida transcurre en ella.
Boris González Arenas
Diario de Cuba, 19 de agosto de 2020.
Foto: Ropa tendida en un edificio inhabitable en Centro Habana donde residen unas 70 personas. Tomada de ADN.
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