lunes, 11 de enero de 2021

En la televisión nacional nos llaman enemigos de Cuba




En mi vida he salido al menos dos veces en el noticiero de la televisión cubana. La primera vez tenía diez años, le daba la mano a Fidel Castro y era un niño feliz. La segunda vez, hace unos pocos días, fue en varios reportajes donde me calificaban como alguien "abiertamente hostil contra Cuba" es decir, enemigo de mi país. No hay aquí un recorrido inédito.

Es probable que muchas de las personas que alguna vez le dieron la mano a Fidel Castro hayan sido luego tildados de “traidores a la patria”, juzgados por ello, borrados de fotos y cortados de cintas cinematográficas. Ese hombre, que no admitía el disenso, era un pasaporte directo hacia la muerte civil de quienes no coincidían con él.

El 24 de noviembre volé a Cuba desde Nueva York vía Miami y fui a reportear en la sede del Movimiento San Isidro, grupo de activismo radicado en La Habana Vieja, donde varios artistas contestatarios y ciudadanos rechazados por el Estado habían comenzado una protesta pacífica por el encarcelamiento arbitrario del rapero Denis Solis, miembro de la organización. La protesta había derivado luego en una huelga de hambre y sed de algunos de sus integrantes, que tenía en vilo a la opinión pública y preocupado al poder político.

Poco después de mi entrada al lugar, usando como pretexto evitar la propagación del Covid-19, la policía política sofocó con violencia la protesta la noche del 26 de noviembre, justo unas horas después del cuarto aniversario de la muerte de Castro, como para demostrar que su legado de represión sigue vivo. (Al igual que en otros países, incluso en algunos menos autoritarios que Cuba, la pandemia se ha convertido en una excusa eficiente para el aumento de la vigilancia y control de la población). Quienes estábamos ahí fuimos detenidos y luego liberados, pero todavía tenemos patrullas estacionadas frente a nuestras casas para restringir nuestra movilidad.

El incidente provocó mi regreso triunfal a la televisión. Vi mi imagen recortada, editada, mientras una voz engolada me movía como una marioneta por el retablo de la propaganda. “¡Qué raro!”, pensé. El dolor se convertía en desconcierto. Si salía yo hablando, lo hacía en off. La gente podía ver mi cara, que era ahí una máscara villana, pero no podían escuchar mis palabras ni tampoco la manera en que las pronuncio, el seseo contínuo, cómo atropello lo que digo o me demoro unos segundos intentando encontrar una idea que nunca es la que es. Esos pequeños defectos que me convierten en una persona habían desaparecido.

Lázaro M. Alonso, un compañero de curso en la universidad, fue presentador de uno de los programas  en los que enjuiciaron mediáticamente al Movimiento San Isidro y a mí. Tampoco creo ser más víctima que él. Este tipo de traiciones son consustanciales a las culturas totalitarias. La tarea de mentir a conciencia es quizá el papel más desagradable de representar en el teatro ideológico cubano. Pero mantener a toda costa la puesta en escena del silencio de los cubanos en plena crisis política y económica, es un lujo que el régimen ya no se puede dar. Solo las nuevas tiendas en dólares no están desabastecidas y los cubanos deben pagar en una moneda que únicamente pueden conseguir a través de remesas y no de su salario. El descontento social es palpable.

Verme difamado en televisión hizo que pensara en mi familia. Esa conexión afectiva fue lo único que disipó hasta cierto punto el profundo sentido de extrañamiento. Como todos los cubanos, una vez fui pionero, alumno ejemplar de la patria, y en el barrio muchos me miraban orgullosos porque Castro me había saludado. Ahora el régimen, como director de la puesta en escena nacional, me asignaba el rol de enemigo de Cuba.

Cuando vaya de visita a Cárdenas, mi pueblo, quizá algunos me miren como se mira a un sujeto peligroso o apestado. Tal vez también deba padecer ese tipo de saludo triste que algunos usan para demostrar que no sucede nada conmigo, que me saludan no porque me quieren saludar, sino para convencerse de que no temen saludarme. Para no confundirme, para que el “pionero” y el “enemigo del pueblo” no se peleen, vuelvo al viejo tema Nubes, de Carlos Varela, uno de nuestros músicos de protesta, que dice: “¿Y ahora por qué rezas en tu viejo altar? No bajes la cabeza, y no mires atrás”.

He recibido en estos días muchas muestras de afecto hasta de gente que ya no recordaba conocer, o mensajes bienintencionados que me hablan de cosas que no entiendo —valentía, ejemplo, también de patetismo y ridiculez—, pero me gustaría creer que he digerido el episodio de la disolución de la huelga y mi detención de manera pausada, hasta donde tal cosa sea posible, porque luego de mi detención y salida vino un interrogatorio de casi tres horas con la Seguridad del Estado. Me amenazaron y acusaron de recibir órdenes de un gobierno extranjero, queriendo encontrar las señas de una conspiración internacional donde solo hay reclamo popular.

Tengo 30 años y soy un tipo permanentemente molesto. De algún modo, vivo así, como si cada día me lincharan en la televisión. En ese sentido, lo que ocurrió en la emisión del noticiero que nos dedicaron al Movimiento San Isidro y a mí no fue más que un trámite. Por una razón u otra, no es algo personal. Todo el mundo en este país vive con una piedra metida en el zapato o como si llevara unos lentes sucios, mal graduados.

El enojo es el sentimiento generalizado entre los cubanos, la incomodidad constante, incorporada; más que el miedo, el hartazgo o el entusiasmo ciego y doctrinario. Por las calles del comunismo caminamos como quien se pone tacones para atravesar un suelo de adoquín. Hacemos malabares para no caernos, simulando normalidad, hasta que algunos, desesperados por el contorsionismo, se doblan el tobillo. Protestar luego por ese esguince sin cura es lo que hace que te llamen enemigo del pueblo.

Lo que el Movimiento San Isidro expresa entonces, como una articulación dolida, es el reclamo de un país lesionado. La resistencia de este grupo, liderado por el artista Luis Manuel Otero Alcántara, dura ya varios años, y no los consiguen acallar. La represión que soportaron ahora no parece tampoco haber sido en vano. Al día siguiente, en un gesto inédito, centenares de jóvenes y artistas se reunieron en las afueras del Ministerio de Cultura para pedir el reconocimiento pleno de los espacios culturales independientes y el cese de la censura ideológica en el arte.

Después de horas de espera, se efectuó la reunión con los funcionarios. Treinta artistas elegidos de manera democrática presentaron las demandas de la comunidad allí reunida. Lo que ha acontecido luego era previsible: el incumplimiento por parte del poder político de los puntos principales de un acuerdo meramente verbal. El acoso, el descrédito en la prensa y el lenguaje beligerante de los máximos representantes del régimen ha arreciado en redes como Twitter, y algunas de las figuras principales presentes en la reunión, como la artista Tania Bruguera han sido detenidas.

El régimen militar cubano no parece ya tan infranqueable. Aunque a corto plazo no hay que esperar nada del gobierno —de momento, se han negado a continuar con el diálogo—, hay señales valiosas que no se deben ignorar: el hecho de que muchos jóvenes habaneros se hayan convertido en ciudadanos por unas horas y que un ministerio recibiera a artistas que durante años se ha encargado de desprestigiar.

Son pasos que, si bien pequeños, deberían conducir a una conversación nacional. No con ningún actor secundario y escurridizo, como un ministro. Hay que exigir una reunión con el presidente Miguel Díaz-Canel. Mis minutos en la televisión pasan, pero algo tiene que quedarnos de esta lucha.

Carlos Manuel Álvarez
The New York Times en Español, 7 de diciembre de 2020.

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