Noviembre está próximo a terminar. La temperatura desciende a -2 grados Celsius en Moscú, como anunciando que el invierno está a la vuelta de la esquina, que pronto vendrán las heladas y las noches se harán más largas y la ciudad parecerá encerrada en una de esas bolitas de cristal navideñas de souvenir. Sin embargo, las personas que rodean a M. aceptan con naturalidad el clima y caminan por las calles. Para ellos, esta es solo una mañana otoñal. M., que apenas lleva una semana aquí, siente el frío taladrándole los huesos y articulaciones y el aire gélido como una punzada en sus pulmones.
M. recuerda cuando llegó a Moscú de la mano de A., su novio. Bajaron del avión con tanta ropa encima que les costaba moverse. Aquellas interminables capas de camisetas, jerseys y medias de poco sirvieron al final. El frío los atacó de inmediato, como un golpe seco, paralizante. Luego alguien les dijo que en Cuba no existe eso que llaman invierno y que escoger un buen abrigo y un par de guantes y botas es una ciencia desconocida en la isla.
M. acelera el paso, en parte para calentarse y en parte para llegar pronto a casa. Lleva en la mano una bolsa con algo de comida que compró en un magazín, que es como llaman los cubanos a los mercaditos en Moscú. El magazín queda muy cerca del minúsculo apartamento donde se rentó con A., en un distrito apartado del centro de la ciudad donde, le han dicho, los precios son más bajos. Comprar fue muy engorroso, como casi todo durante la última semana. M. detesta hacerlo porque no habla ruso y eso pone de mal humor a los tenderos. Para comunicarse echa mano a una aplicación móvil bilingüe, un traductor que a veces exige hablar pausado y en oraciones cortas y simples.
Hasta hace una semana, M. quería irse de Matanzas. Ahora quisiera salir cuanto antes de Moscú. Su sueño es vivir en un país donde se habla castellano, preferiblemente España. M. conoció a A. hace unos meses. Es bastante menor que ella, pero hay cosas que lo compensan, como su buen humor, su espíritu emprendedor y esa seguridad en sí mismo que resulta contagiosa. En aquellos días, a pesar de sus 44 años, M. se sentía bella y deseada, y sabía también que eso dejaba de importar -o importaba poco- a los hombres cuando descubrían que vivía con una hija de siete años y una madre de 80. Sin embargo, A. no puso remilgos y le confesó su amor. Ese día M. sintió que la suerte, al fin, comenzaba a sonreírle.
A. fue quien tuvo la idea de irse a Rusia una vez el gobierno permitiera nuevamente los vuelos regulares que la pandemia obligó a paralizar. Unos amigos le habían puesto en contacto con cubanos residentes en Moscú, quienes podrían reservarles los pasajes y luego llevarlos por toda Europa hasta España. La aventura, dijeron, era costosa. Solo por cada pasaje pagaron mil 500 dólares. M. vendió sus pertenencias, las que pudo, y llevó consigo sus ahorros. A. hizo otro tanto. Todo el dinero, un enorme fajo de billetes verdes que con mucho trabajo lograron reunir, fue guardado en una misma bolsa. Ambos se prometieron tomar de ahí lo estrictamente necesario.
M. sube las escaleras y toca el timbre, pero su pareja no la escucha. Abre entonces la puerta con la llave, deja la comida sobre un sillón y va al cuarto. A. no está. Piensa que tal vez se fue a ver a los cubanos que en unos días los llevarán a Grecia, donde luego tomarán un avión rumbo a Madrid, quién sabe cómo. De cualquier forma, debió avisarle que saldría. Lo llama al móvil, pero él no contesta. Lo llama nuevamente. Nada. Vuelve al cuarto y percibe que la maleta de viaje, las ropas y el cepillo de dientes de A. no están. El dinero también ha desaparecido.
La gente camina de un lado a otro del aeropuerto de Moscú, cada cual pendiente de sus cosas. El fluir de la muchedumbre abruma, marea. Es casi imposible distinguir entre quién entra y quién sale, o reparar en alguien específico, excepto, quizá, por la única figura que permanece inmóvil: un hombre aferrado a una maleta. Su nombre es José Correa, un cubano de cuarenta y tantos años que recién aterrizó en la ciudad. Es un tipo fibroso y delgado. Sin embargo, lleva tantas ropas encima que da la impresión de ser un hombre obeso. Hace casi dos horas que está así, petrificado, como un monumento hiperrealista en honor a los viajeros perdidos. Aunque lo simule bien, debajo de las tres capas de abrigos su cuerpo tiembla. No de frío, sino de miedo. El hombre que prometió recogerlo en el aeropuerto, el mismo que le consiguió un pasaje por casi mil 900 dólares a Moscú, no aparece.
Hasta hace dos meses, José vivía en La Habana, pero su cabeza estaba en otro lugar, uno cualquiera, siempre lejos de Cuba. Luego quiso también escapar con su cuerpo y esperó pacientemente a que el gobierno permitiera el regreso de los vuelos regulares. Hasta entonces se hizo de una rutina semanal: trabajar en la construcción de contratista, visitar la logia masónica a la que pertenecía e irse a casa. Su intención era viajar a España, donde vive su hermano, pero sin un visado Schengen tuvo que buscar otro destino, fuera de la comunidad europea, desde el cual ir luego a Madrid.
«Ya cuando estés fuera, te ayudaré con algo de dinero. En Cuba no. No pienso darle un solo euro a la dictadura», le había dicho su hermano, y eso solo lo motivó aún más a marcharse. Poco después contactó con aquel hombre que prometió ayudarle a cambio de una comisión, a comprar el pasaje de ida y vuelta que exigen las autoridades rusas. También aseguró que lo recogería en el aeropuerto y le conseguiría un alquiler barato, un pequeño apartamento «para cubanos». Ese hombre jamás vendrá por José.
—¡Taxi! ¡Taxi! —le grita un taxista desde su auto. Va hacia él.
—You speak English? —pregunta José, quien habla inglés lo suficientemente bien como para mantener una conversación más menos extensa sobre casi cualquier cosa. Quienes le rodean no tienen noción de otro idioma que no sea el ruso, además, no parecen muy dispuestos a ayudar a un forastero en apuros.
El taxista asiente. José le explica entonces que no sabe adónde ir y que necesita una renta, la más barata posible.
—Okay. Get in the car.
El policía habla y la aplicación móvil hace lo suyo. Traduce algo así como «muéstreme su tarjeta migratoria y su registro de residencia». Si no fuese por el frío, Carlos y su esposa habrían comenzado a sudar.
—No tenemos la registrancia —dice Carlos, y entrega solo las tarjetas migratorias.
Sabe que pocas cosas pasan más desapercibidas en Moscú que un cubano. A veces no hace falta hablar. Basta un gesto, una manera de caminar o un ligero tono oscuro en la piel para que todos sepan que se trata de un cubano. Los rusos están cada vez más atentos a esta presencia, en especial los policías.
Hasta ahora ha intentado confundirse entre los más de 12 millones de habitantes de la ciudad, sobre todo en las salidas del metro, donde siempre alguien lo reconoce como cubano y comienza a hablarle en español, a decirle que puede llamarle un taxi o llevarlo a un centro comercial. Esos sujetos insistentes, ha escuchado, en ocasiones son quienes avisan a la policía para luego sacar tajada del soborno que logre conseguir el oficial. A veces los delatores son también cubanos. Por eso Carlos busca alejarse de sus compatriotas, a excepción de un reducido grupo de amigos.
El policía pide que le acompañen. Carlos intenta explicarse y apelar a la compasión del hombre que tiene delante, quien parece muy dispuesto a imponerles una multa que podría derivar en una deportación. Le dice que tuvieron que marcharse repentinamente de su anterior renta y que no les ha dado tiempo de registrar su nuevo domicilio. La aplicación traduce de ida y vuelta. El oficial les recrimina que tuvieron siete días para hacer la registrancia y hace tres que se cumplió ese plazo. Vuelve a ordenar que le sigan.
—¿Cuánto? —dice Carlos.
Desde que llegó a Moscú ha escuchado muchas historias sobre policías corruptos, pero hasta ahora había tenido la suerte de no toparse con uno. Sus amigos le aconsejaron siempre llevar encima dinero para sobornos y que es preferible comer mal unos días a ser deportado y no entrar a Rusia en cinco años. También le dijeron que en esta ciudad solo una cosa es segura: todos tienen un precio.
—¿Cuánto? ¿Cuánto quiere? —repite. Cree decirlo con seguridad, a pesar de no haber sobornado nunca a nadie. El oficial sonríe.
El trato sucede sin disimulo alguno, como entre un vendedor de manzanas y un comprador cualquiera. La propuesta del oficial es de 20 mil rublos (265 dólares), poco menos del salario mensual de la mayoría de los migrantes cubanos en la ciudad. Carlos accede. Sabe que él y su esposa no comerán mal unos días, sino un mes entero, quizás más, para reponer la pérdida. Sin mediar palabra entrega el dinero y se marcha.
Por el camino, le dice una y otra vez a su esposa:
—Si no hubiese tenido ese dinero encima, ¿qué sería de nosotros? ¿Qué será de los que no tienen nada?
Unos 25 mil cubanos arriban cada año como turistas a Rusia, específicamente a su capital. No necesitan visado, pues el Kremlin, tal vez en un gesto que evoca su romance «comunista» con Cuba, eliminó este requisito. Basta un pasaje de ida y vuelta y un pasaporte vigente para volar de La Habana a Moscú y allí recibir un permiso de residencia de 90 días, que no incluye el derecho a trabajar.
Algunos viajan con la intención de comprar mercancías baratas que luego revenderán en la isla. Otros tantos, cada vez más, prefieren quedarse. Muchos moscovitas comienzan a ver la migración cubana como un fenómeno desagradable y a los cubanos como una plaga invasiva; no porque con los nuevos migrantes se reduzcan las opciones de empleo y aumenten los índices de criminalidad, sino, simplemente, porque comparten un espacio común con ellos, porque viven en «su ciudad». Hay casas de rentas en los suburbios, donde los cubanos se unen para vivir, con carteles en la entrada que dicen: «Solo eslavos». Aquellos que llegan a Moscú a comprar y marcharse, apenas salen de las fronteras del distrito Lyublino, una zona periférica cuyos únicos méritos son haber albergado e inspirado a Fiódor Dostoyevsky y contar con el mercado mayorista de productos baratos más grande de la ciudad.
El mercado Lyublino es para los cubanos la versión euroasiática de la Zona Libre de Colón (Panamá) o del Mercado Oriental (Nicaragua), y como hicieron en algún momento estos dos gigantescos comercios, también ha mutado ante la avalancha de nuevos compradores. Varios comerciantes adaptan sus modelos de venta a las normas aduanales de Cuba, priorizan los productos más solicitados en la isla (piezas de autos rusos e imitaciones de ropas, zapatos y prendas de marcas caras) y hasta cuelgan banderas cubanas en sus establecimientos y se esfuerzan por aprender frases en castellano. Los cubanos, otra vez, han logrado que otra importante zona comercial se someta a las exigencias de un país pobre de tiendas vacías.
En Lyublino, los compradores de mercancía barata y los migrantes encuentran todo un ecosistema creado exclusivamente para ellos: casas de renta, transporte, compra de pasajes, falsificación de documentos, una infinidad de servicios que los propios cubanos levantaron como modelo de negocio durante los últimos años. Entre quienes crearon dicho ecosistema, muchos alguna vez llegaron aquí de paso, con la ilusión de atravesar fronteras frías y boscosas que pensaron mejor que las tropicales y selváticas de Latinoamérica. Polonia y Grecia serían sus penúltimos destinos antes de volar con pasaportes y visas falsas a Italia y España, donde imaginaban pedir asilo político. No lo lograron y perdieron su dinero en el camino. Aquellos que avanzaron más, fueron devueltos a Rusia y hoy viven ahí, de hacer las falsas promesas que un día les hicieron a ellos.
Esto es, en gran medida, la comunidad cubana en Moscú: un espacio donde los recién llegados de ahora interactúan con los recién llegados de antes, un residual de sueños frustrados en acumulación, un bucle de engañados convertidos en engañadores, una serpiente que se muerde la cola.
Sola, completamente sola. Con hambre, frío, incertidumbre. Sin un céntimo, ni comida, ni una foto o un número telefónico o algún documento que le permita denunciar al hombre que traicionó su confianza y le robó. Solo tiene su nombre, A., pero no le sirve de nada. M. busca empleo por la ciudad, armada de un carisma que cede ante la depresión y de la aplicación móvil para comunicarse. Las opciones para ella son pocas e ilegales: limpieza de pisos y recogida de basura. Aunque los moscovitas se nieguen a realizar este tipo de labores, casi destinadas a los migrantes, las vacantes son escasas. Por ellas también compiten gentes pobres venidas de las pequeñas repúblicas aledañas que hace más de 30 años integraban ese imperio de la colectivización que fue la URSS, y también otras de países árabes en guerra.
Encuentra trabajo en un magazín, donde un ruso promete pagarle mil 100 rublos al día (14 dólares) por fregar el suelo. El salario es una miseria, insuficiente para vivir aún en las zonas menos costosas de la ciudad. Pero M. no se queja y agarra el balde y el trapeador y cumple con su jornada en silencio. No tiene a quien hablarle ni quien la escuche ni qué leer. El ruso y su alfabeto cirílico la vuelven una empleada ejemplar y en extremo eficiente.
Tras casi un mes de trabajo, el dueño del magazín le anuncia que no tendrá salario, que debe irse. No vale la pena denunciarle a la Policía ni lanzarle el balde y el trapeador. Ambas acciones tendrían como único fin la deportación, y M. todavía guarda la esperanza de reunir cinco mil dólares y buscar quién la lleve a España. De cualquier forma, si la deportaran, no podría costearse el pasaje de vuelta a Cuba que exigen las autoridades rusas, y tendría que vivir pagando multas a cada tanto por no abandonar en tiempo el país. Además, volver sería la aceptación de su fracaso, de la derrota más grande de su vida.
La temperatura desciende dos grados, lo suficiente para que M. comience a pensar en el calor húmedo de Cuba como el mejor clima posible. Todavía tiene sus abrigos, pero de nada le servirán cuando deba renovar la renta y la echen a la calle. Finalmente, son las avenidas y los rincones oscuros quienes le ofrecen trabajo y algo de dinero. M. ya no necesita hablar ruso. El sexo sigue siendo un idioma universal sin palabras.
El taxista pide 400 dólares de comisión por encontrarle una renta y a José no le queda más que aceptar. Del dinero que se trajo a Moscú solo le quedan 800 dólares. Con eso paga un mes de alquiler, una línea móvil y algo de comida. Los siguientes tres días los pasa encerrado en casa, conectado a internet. Vía online, encuentra empleo como limpia pisos en un magazín. El dueño del lugar le ofrece mil 200 rublos diarios (casi 16 dólares) y comida los días laborables, pero exige que debe pasar primero una suerte de entrevista de trabajo. Pregunta, por ejemplo, si tiene experiencia laboral en este campo, o eso dice la aplicación traductora de José. Al cubano le divierte el exagerado tono formal de la entrevista, pero responde muy serio que sí y luego se inventa un extenso currículum de fregador de suelos en Cuba.
A partir de entonces, José decide mantener distancias de la comunidad cubana en Moscú. Encuentra en grupos en Facebook de cubanos migrantes en la ciudad continuas denuncias a los llamados intermediarios y descubre que él mismo fue estafado. El sujeto que prometió recogerle en el aeropuerto y nunca apareció le había cobrado casi 800 dólares por encima del precio real del pasaje, una comisión exagerada. Su trabajo en el magazín dura poco, así como otros dos similares. Sin embargo, le sirven para ganar algo de dinero y familiarizarse con el idioma ruso, el cual está dispuesto a aprender de forma autodidacta. En pocas semanas domina frases y palabras básicas. El inglés, aunque en menor medida, también le ayuda a desenvolverse en Moscú y a conseguir empleo en la construcción.
A la intemperie y soportando las bajas temperaturas que advierten de la llegada del invierno, José levanta paredes de hormigón. Su nuevo entorno de trabajo le resulta familiar. Aquí, entre ladrillos, palas, grúas y cemento se siente a gusto e intenta dar lo mejor de sí, lo cual no pasa desapercibido por sus jefes. En la construcción conoce a otros cubanos, quienes son despedidos a los pocos días. Los rusos son severos con los holgazanes, aunque ser holgazán signifique detenerse un minuto a revisar el móvil.
En su nueva realidad no existen los trabajadores, sino máquinas productivas con forma humana. Cada máquina, sobre todo aquellas que vienen de otras tierras, debe esforzarse más que el resto si no quiere ser desechada. Afuera hay muchas más, cada vez más, esperando un turno para probar su eficiencia. Producir en silencio, nunca quejarse, aprovechar al máximo el tiempo y estirar los límites del cuerpo. Esto es lo que hace José cada jornada y a ello se ha adaptado mejor que otros. Se siente un superviviente. Nada le enorgullece más que haberse quitado de encima algo que llama «la mentalidad cubana» y que no sabe si definir como holgazanería o como «pensar que las cosas caen del cielo y uno lo merece todo».
Él es de los fuertes, o al menos de los más fuertes entre los débiles, entre los migrantes. Los débiles ceden a los instintos y fuman en el trabajo y son despedidos, o guardan frutas robadas de los mercados en los abrigos y luego los arrestan, o caminan temerosos de los policías cazadores de sobornos, o forman guetos con otros débiles como ellos y ni se esfuerzan por aprender el idioma, o se van engañados a cruzar fronteras nevadas o regresan a su país humillados y más pobres que antes. Él, sin embargo, trabaja, tiene sus papeles en orden, gana casi 2 mil rublos diarios (26 dólares) y vive solo en un minúsculo apartamento rentado. No es mucho, pero sí más de lo que posee la mayoría de los cubanos en la ciudad. A veces piensa que, tal vez, solo ha tenido suerte.
Carlos, de 30 años, llegó a Moscú con la idea de prosperar como músico. En Cuba trabajaba como percusionista en orquestas y fueron unos amigos de su mundo que viven en Rusia quienes le recomendaron venir y le compraron el pasaje, ahorrándole los 200 o 500 dólares de comisión que piden los intermediarios. Tres meses después de su llegada, Carlos piensa que no le ha ido mal. Tampoco bien. Moscú no es un lugar acogedor, menos para los migrantes que no hablan ruso, quienes están obligados a sobrevivir al margen de la ley, a moverse en una ciudad bajo la ciudad, a conocer los vericuetos del mercado negro donde, a veces, ellos son la mercancía. Carlos ha escapado a esta suerte, o a lo peor de ella, porque es imposible huir del todo. Tarde o temprano urge un documento falsificado, un contrabandeo de obreros, un policía sobornable.
Para renovar sus permisos de estancia, Carlos y su esposa van por unos días a países cercanos que no exigen visado a los cubanos, como Bielorrusia. Luego regresan y el conteo regresivo de 90 días comienza otra vez. Es un procedimiento fácil e ilegal que, sin embargo, se hace cada vez más complicado desde que llegó la pandemia a Rusia y las autoridades migratorias empezaron a prestar más atención sobre quién entra y quién sale. Carlos teme que un día esa atención caiga sobre él o su esposa.
Mayo de 2020. Lauren Fernández llevaba siete meses en Moscú la noche en que salió de casa para no volver jamás. Compartía piso con su amiga, Annie Santiesteban, y otro grupo de cubanos. Al parecer, se ganaba la vida como prostituta. Lauren, negra, de 22 años, había quedado varada en Moscú poco antes de que vencieran los 90 días de residencia legal en el país. Tras la llegada del coronavirus a Rusia, el Kremlin ordenó cerrar sus fronteras y detener los vuelos. Cuba hizo lo mismo. La joven tuvo entonces que agenciárselas para sobrevivir hasta que volviesen a abrir los aeropuertos y reunir dinero para retornar a su país. Luego conoció a Annie y a otros cubanos en su misma situación, y todos decidieron vivir juntos y hacinados para abaratar el coste de la renta.
Durante varios días, Annie comenzó a recibir mensajes desde el móvil de Lauren. Alguien, con un pésimo manejo del castellano, le exigió un pago de 30 mil rublos (390 dólares) a cambio de no cortar en pedazos a su amiga. Luego comenzaron a llegarle fotos de la joven sin ropa y atada. El cadáver desnudo de Lauren fue encontrado cinco días después de su desaparición en un contenedor de basura al oeste de Moscú. El culpable, uno de sus clientes, fue arrestado.
En octubre de 2021, las autoridades migratorias de la isla griega de Zante comenzaron a sospechar cuando 84 cubanos desfilaron con sus pasaportes en el aeropuerto, casi uno detrás del otro. Todos esperaban un mismo vuelo hacia Bérgamo, al norte de Italia. El plan de los cubanos, que hasta cierto punto coincidieron por casualidad en aquel sitio, estaba condenado al fracaso desde un inicio. Llegaron a Grecia de forma ilegal, algunos con pasaportes españoles falsos. Incluso, 22 de ellos ya habían sido advertidos por las autoridades griegas de que se marchasen por donde mismo vinieron, o a escondidas hacia cualquier otro lugar. La burocracia migratoria impide salir de manera formal a quienes no cuentan con documentos de entrada al país.
De los 84, poco más de la mitad eran grupos familiares. A estos la policía les exigió salir en un plazo de 25 días, sin especificar cómo. Los demás fueron detenidos en comisarías de Corinto y Atenas. En diciembre de 2021, en la ciudad fronteriza de Gevgelija, al sur de Macedonia del Norte, una furgoneta fue interceptada por una patrulla. El conductor había sido avisado para que se detuviera, sin embargo, continuó su camino, esta vez a una velocidad superior a la que llevaba. Para sorpresa de los oficiales, el infractor era un serbio que pertenecía a una banda dedicada al tráfico de personas. En la parte trasera del auto, el sujeto cargaba con 28 personas hacinadas.
Del total, 25 eran cubanos, incluidos tres niños. Llegaron desde Rusia, luego de atravesar unas pocas ex repúblicas soviéticas y Turquía. El resto de los viajeros eran indios, y para entonces ya habían recorrido buena parte del mundo árabe. Ambos grupos, cubanos e indios, se encontraron en Grecia, todos con la intención de migrar a países más desarrollados. Italia y España, sobre todo.
Hubo un tiempo en que Grecia parecía ser un buen lugar para quedarse y pedir asilo político, pero el idioma y las costumbres helénicas son demasiado ajenas a los cubanos. Otras cosas impiden estacionarse allí. Los griegos soportan de mala gana ser un epicentro de las rutas migratorias hacia Europa occidental, pero no aceptan a quienes pretenden echar raíces en su tierra. Sus campamentos de refugiados, como al que fueron trasladados estos migrantes, suelen ser la antesala de una deportación masiva. Apenas tres días antes, otra furgoneta conducida por un serbio sufrió un destino similar al sur de Macedonia del Norte. Esa vez eran 41 los migrantes escondidos, repartidos también entre indios y cubanos.
M. no está sola. Ahora duerme con siete cubanas desempleadas y sin dinero en un apartamento con literas, por el que cada una paga diez mil rublos mensuales (130 dólares). No es que la compañía de otras mujeres desesperadas alivie la soledad, pero al menos tiene un techo y con quiénes conversar, aunque sea de penurias, del frío y de Cuba. Hay quien ni eso tiene, piensa, y también quien, con suerte, vive con 20 cubanos más hacinados en un mismo cuarto. Ya no se prostituye. De no ser por el hambre y el acecho del invierno, nunca hubiera aceptado hacer algo así. Además, el sexo callejero no deja muchas ganancias y un soborno policial bien hubiese podido arrancarle de golpe casi una semana de trabajo.
Ahora vuelve a buscar empleo, esta vez en esos grupos en Facebook que hace unos años surgían con nombres como «Cubanos en Moscú» y ahora lo hacen con otros como «Cubanos Desempleados en Moscú». En los grupos abundan las ofertas de trabajo y las promesas de salarios bajos y los intermediarios que juran no ser estafadores, como si con eso bastara. M. no sabe de qué manera llegar a España. Tampoco quisiera regresar a Cuba, con el fracaso sobre sus espaldas, ni quedarse en Moscú mucho tiempo más. En febrero de 2022, oficialmente, será una migrante ilegal en Rusia.
La comida que más disfruta José es la sopa. No la sopa de calditos artificiales con sabor a pollo de Cuba, sino «la rusa, con todos los metales dentro, de la que hace sudar». Tal vez nunca se sintió tan bien como durante las últimas semanas. Rusia comienza a gustarle cada vez más, incluso, ya domina el ruso lo suficiente para mantener conversaciones cortas con sus compañeros de trabajo. Para valorar su nueva vida, dice, solo necesita recordar la pasada.
Sin embargo, José quiere irse. Durante el último mes, en los grupos en Facebook de cubanos en Moscú se ha hecho relativamente popular a golpe de directas, todas dedicadas a estafadores de su propia comunidad. No tiene idea de cómo funciona la comunidad de cubanos migrantes en Madrid o en Miami o Nueva York, pero cree estar seguro que mucho mejor que en Moscú. Aquí todos son enemigos de todos, y quien no es consciente de eso suele pagar caro su ingenuidad. Le incomodan varias cosas, por ejemplo, que el síndrome nacional de la delación persista aún al otro lado del mundo.
Hace unas semanas se enteró del pago en sobornos que tuvieron que dar 17 cubanos que trabajaban en la construcción de forma ilegal. El «chivatazo» fue de un cubano residente en Moscú, quien cobró una tajada a los policías por la información. También detesta la tozudez de algunos que siguen empeñados en llegar a Europa occidental en grandes grupos, lo cual ha hecho que las fronteras estén más vigiladas y atentas. El cruce de Bielorrusia a Polonia, una zona de difícil tránsito, rural y nevada, es ahora casi imposible de pasar. Los pocos afortunados que lo logran no tardan en ser detenidos. Un taxista, un barrendero, un campesino polaco. Puede ser cualquiera quien avise a las autoridades de la presencia de un migrante.
José está convencido de que un día se irá de Rusia, puede que a España, con su hermano, o a Estados Unidos, de donde es la mujer con la que ha comenzado una relación virtual. Pero todavía no sabe cómo. Carlos no se detiene mucho cuando camina, excepto para hacer fotos. Es, digamos, un hobby. Casi todas son fotos de cubanos y de migrantes en general, ya sea en el metro, en las calles, o en cuartuchos herméticos sobre literas. Fotografía lo que quisiera olvidar, aquello de lo que escaparía mañana mismo si pudiera.
La ciudad le sigue pareciendo impresionante, mucho mejor que Cuba, excepto cuando está entre rusos escandalosos, de los que se molestan con los migrantes que no hablan su idioma, o entre cubanos que no formen parte de su círculo de amigos. Todavía se pregunta cómo tantos cubanos son capaces de irse a vivir a más de 9 mil 580 kilómetros de su tierra y llevarse consigo lo peor de ella, de traerse eso de lo que dicen huir.
Al preguntarle si se arrepiente de haberse marchado de Cuba, dice: «No lo hago. Mucha gente se arriesga a tirarse en balsas para ir a Estados Unidos o a atravesar una selva, y aquí uno no siente ese peligro inminente. Sin embargo, te parece que la muerte es lenta y te cohíbes de hablar, de sonreír, de todo. Vives con miedo, desconfías de todos. Puedes pasarte años aquí, incluso seis, como gente que conozco, y gastarlo todo y quedarte sin nada. Aun así, es mejor que estar allá dentro, en Cuba».
Texto e ilustración: Darío Alejandro Alemán
El Estornudo, 1 de febrero de 2022.
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