La dulce caña de azúcar fue uno de los tantos cultivos que los españoles introdujeron en América. Con anterioridad habían expandido su siembra en las Islas Canarias. Con ello no solo diversificaron los productos de consumo local sino además, aprovecharon las magníficas condiciones naturales que estas islas tenían para su cultivo, convirtiéndolo en una oportunidad de desarrollo económico inestimable.
A mediados del siglo XVI ya se producía azúcar en Cuba, aunque durante los primeros 200 años se destinó al consumo interno. Fue en la segunda mitad del XVIII que comenzó el monocultivo del azúcar en la Isla, favorecido por la posibilidad de comercio con todos los puertos españoles y el mercado internacional que ocupó tras la revolución haitiana.
En consecuencia, desde el siglo XIX, el azúcar alcanzó un papel preponderante en la planificación de la economía cubana y en toda su infraestructura. Hacia 1870, dominaba casi un tercio del mercado mundial. En 1954, la industria azucarera representaba el 40% de la producción agrícola nacional, el 88% de las exportaciones y el 32,5% de los ingresos del país. Entonces tenía 161 ingenios activos y 26 refinerías, una red ferroviaria privada de 8.000 km, y una capacidad total de almacenamiento de más de 300 millones de galones de mieles y 32.514.000 de sacos de azúcar en 200 almacenes. Había, además, siete casas exportadoras con agentes en todo el mundo.
El privilegiado monopolio de este cultivo continuó después del triunfo revolucionario, cuyo Gobierno fundó en 1964 un ministerio para el azúcar que administró y planificó su producción hasta 2011. De esta forma, a pesar de las fluctuaciones, la producción se mantuvo en ascenso hasta bien avanzado el siglo XX: de las 340 toneladas producidas en 1760, en 1894 se alcanzaron 1.054.214 toneladas; en 1952, 6.554.830 toneladas; y en 1989, 8.100.000 toneladas. Así la industria azucarera fue hilvanando la historia económica e industrial del país, la identidad de parte importante de sus pueblos y la imagen de la nación.
A pesar de las riquezas que proporcionó, creó un desbalance en la utilización de los recursos naturales cubanos, ya que muchos suelos fértiles fueron ocupados solo con caña de azúcar. Y, como esta planta no necesita sombra para crecer, bosques enteros desaparecieron para dar paso a amplias zonas cañeras, por lo que fue el principal agente modificador del paisaje natural de la Isla.
Con el tiempo, varios elementos de la industria azucarera alcanzaron connotación de símbolo, como la chimenea, el trapiche y la torre campanario; y en sentido negativo, el barracón. Ejemplo paradigmático resulta la torre del ingenio Manaca-Iznaga (1816), declarada Monumento Nacional en 1981. Con sus 45 metros de altura, este campanario se utilizaba además para vigilar la plantación y el trabajo esclavo. Desde temprano fue entendida como signo de riqueza, al posibilitar la observación de uno de los paisajes productivos más prósperos y por ser, en sí misma, una de las torres más altas de la Cuba colonial.
Es indudable el impacto que la industria azucarera tuvo en la configuración de pueblos enteros, marcando con la zafra el movimiento de poblaciones y el ritmo de vida de la gente en función de la producción, repercutiendo en sus costumbres diarias, modos de hablar, en su azucarada dieta, en sus vínculos interpersonales y en su relación con el espacio. Además de los elementos que comparte con otras colonias americanas, generó manifestaciones específicas como los barracones de esclavos de planta rectangular que, según Reynaldo Fleites, son un tipo arquitectónico únicamente cubano.
Con la inversión directa de las compañías norteamericanas en las primeras décadas del siglo XX, se impuso en los bateyes la construcción de madera típica del Caribe anglófono, que determinó el diseño de varios pueblos, los cuales funcionaban como comunidades autosuficientes, con una infraestructura destinada a la satisfacción de las más diversas necesidades. En ellos se utilizó el sistema balloon frame para viviendas tipo bungalow, tanto de la clase alta como para pequeños comerciantes y obreros. También fue frecuente su uso en segundas residencias de veraneo, muchas ubicadas en zonas de playa. Pero fue en los bateyes donde se hizo característica esta arquitectura de madera.
En el siglo XX, en los bateyes la vida giraba en torno al central. La campana heredada del ingenio colonial señalaba los horarios de trabajo y descanso de todo el pueblo. Sustituida a veces por un silbato o sirena, fue un vehículo de comunicación dentro del proceso industrial muy vinculado a la figura del esclavo, y luego del campesino y el obrero. En cuanto símbolo, ha sido también interpretada como llamado a la unidad comunitaria y convertida en emblema municipal, como es el caso de la campana del central Héctor Molina, insignia del Municipio San Nicolás, provincia Mayabeque, desde 1999.
El campesino organizaba su año laboral en función de la zafra y de su éxito dependía la prosperidad de todos. De hecho, puede decirse que la prosperidad del país llegó a medirse por el éxito de la zafra. Tal lo demuestran los planes trazados por el Gobierno revolucionario que pretendieron alcanzar, en 1970, diez millones de toneladas de azúcar. Más allá del hecho productivo, este plan fue expresión del alarde político de un Gobierno apoyado en el orgullo de una consagrada cultura azucarera. Por esa razón los 8,5 millones de toneladas alcanzadas, aun siendo nuevo récord, no se celebraron y significaron un fracaso económico y moral.
Todavía se recuerda como un hecho histórico importante aquella Zafra de los Diez Millones, por lo que conllevó y generó como un proyecto más simbólico que realista, y que involucró al país entero. Algunas memorias permiten entender su influencia en las más variadas esferas de la vida: "Yo viví muy sentidamente aquella campaña del 69-70, en la que la consigna '¡Y de que van, van!' se convirtió en parte de nuestra cultura, de la cotidianeidad, de la vida misma. Hasta las cartas personales terminaban con la frase. (…) De aquella época data el inigualable e inolvidable estilo de narración beisbolera de Bobby Salamanca: '¡Azúcar, abanicando! Chic, chic, chic. Tres golpes de mocha y lo tiró pa’la tonga'. Así narraba Bobby, por ejemplo, el ponche que el pitcher le daba al bateador".
La consigna de esa zafra de 1970, "¡De que van, van!", dio incluso nombre a la orquesta más popular que ha tenido Cuba en su periodo revolucionario y que nació en esa fecha. Las letras de Los Van Van se han caracterizado desde entonces por reflejar el decir y el pensar del cubano. Asimismo, se ha asimilado por la cultura popular el grito de alegría, muy empleado en la música cubana, que más tarde identificó a la cantante Celia Cruz: "¡Azúcar!"
¡Azúcar para crecer! Una frase así ya es cosa del pasado. En la actualidad, con el desmantelamiento de la mayoría de los centrales y un volumen de producción comparable al de inicios del siglo XIX a pesar de la diferencia tecnológica (480.000 toneladas en 2021), la industria vuelve a ser metáfora de la nación y su impacto tiene incidencia profunda en los cubanos.
Yaneli Leal
Diario de Cuba, 6 de marzo de 2023.
Foto: Torre del ingenio Manaca-Iznaga en Trinidad, Sancti Spiritus. Tomada de Diario de Cuba.
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