martes, 9 de agosto de 2011

Mi abuela y los cines de barrio


Les cuento cómo conocí a Charles Chaplin. Toda la semana me la pasé espiando a mi abuela Carmen, para ver dónde ocultaba el monedero. Una noche, mientras escuchaba un partido de béisbol en un antiguo radio RCA Víctor, la vi levantar el agujereado colchón de su cama de hierro y esconder el bolso negro de vinyl.

Al día siguiente, cuando estaba fumando en el balcón, levanté el colchón y del bolso cogí un peso en billete de papel. Tenía 12 años y en 1977 era una fortuna para un adolescente. El domingo, junto a Juan Carlos y Julio César, dos amigos de la escuela, nos sentimos importantes.

Íbamos al cine por primera vez solos. Eran tiempos del socialismo institucionalizado a la soviética. En las salas cinematográficas no se vendían palomitas de maíz, chocolatinas o chicles.

El antiguo cine Roosevelt, rebautizado Guisa por la revolución, era una sala de barrio de las de toda la vida. Costaba cuarenta centavos. Nueve hileras de gastadas butacas de paño que una vez fueron de rojo intenso. Baños con un penetrante olor a orine.

Entre los espectadores habituales, pedófilos y masturbadores que cazaban a sus víctimas a la entrada del cine. Aparentaban ver la cartelera y de soslayo ojeaban las nalgas de alguna chica o notaban el miedo en el rostro de un niño bitongo.

Antes de comenzar la función, compramos una docena de panes con croquetas -las más ricas que he comido en mi vida- a 15 centavos, en un café de mala muerte en la esquina de Monte y Fernandina.

Nos acomodamos en la primera fila para ver a nuestro ídolo lo más cerca posible. En su nube de haz brillante, el proyector trasladaba al genial Chaplin parodiando a Hitler en El Gran Dictador.

Desde entonces, mis amigos y yo nos enganchamos al séptimo arte. El problema era cómo conseguir que nuestras abuelas nos dieran un peso a cada uno, para asistir a las matinés dominicales del cine Guisa.

En mi infancia, todos los fines de semana mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí a ver los estrenos de películas infantiles. En el cine Cuatro Caminos, después de hacer una cola de tres horas bajo un sol africano de mediados de agosto, vimos La vida sigue igual, con Julio Iglesias. Fue su regalo por mi cumpleaños.

Eran tiempos que ir al cine era una salida distinguida. Mejor que ir a misa y tan bueno como almorzar pizzas en el restaurant Doña Rosina. Pero nunca me sentí tan gusto como en el cine de mi barrio.

Cierto que las grandes salas como el Yara, Payret o Trianón por esa época tenían aire acondicionado y unas butacas suaves que te envolvían. Una de dos. O veía las películas con regodeo. O tiraba una siesta placentera mientras los chicharos hacían su digestión.

Los cines de barrio eran otra cosa. En la entrada, a la derecha, estaba la señora que nunca envejecía con su pulcra blusa blanca de algodón y su sonrisa artificial, mientras recogía el boleto y una mitad lo introducía en un cajón carmelita, rústico y alargado.

Otros dos personajes eran la acomodadora que con su linterna china te llevaba por un laberinto oscuro hasta la butaca, y el proyectista. En esa época, eran frecuentes los cortes de películas a la hora de cambiar los rollos. Cuando eso sucedía, como energúmenos gritábamos ‘¡cojo suelta la botella!’.

Luego nos mudamos de la barriada pobre de El Pilar, en el Cerro, donde nací, para La Víbora, en el municipio Diez de Octubre. También habían cines de barrio. Pero ya era un adolescente y las películas rusas, soporíferas y extensas, no eran de mi agrado.

Cuando en 1990 llegó el “período especial”, los cines de barrio que quedaban, empezaron a desaparecer. Hoy algunos son almacenes de productos ociosos. El Gran Cinema, en la Calzada de 10 de Octubre esquina O’Farrill, perdió el techo y lo han convertido en una escuela de acróbatas de circo.

Y el Guisa, el cine de mi niñez, donde vi por vez primera a Chaplin, John Wayne y Vivien Leigh, hace tiempo que no existe.

Lo siento por mi hija Melany de 7 años, pues tenemos que desplazarnos a 15 kilómetros para poder llevarla a una multisala en la calle Infanta, sin el glamour que tenían aquellos viejos cines. Como otras niñas de su edad, su ídolo es Hannah Montana.

Hace 37 años yo no dejaba de ver una película de Charles Chaplin, aunque tuviera que cogerle un peso a escondidas a mi abuela, para quien 40 centavos era mucho dinero. Es que a ella las tandas que le gustaban eran las ofrecidas los miércoles en el cine Valentino. Ese día proyectaban cintas mexicanas y la entrada costaba 10 centavos.

Iván García

Foto: cuban1991, Panoramio. Cine Alameda, en Santa Catalina y Párraga, municipio 10 de Octubre.

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